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arlyle siguió buscando una forma literaria por medio de la cual pudiera imaginar y representar la recuperación de la autoridad. Incluso a medida que las primeras reseñas de Cartismo comenzaron a aparecer, estaba ansioso por una nueva serie de conferencias que le dieran la oportunidad de formular una teoría sobre la emergencia y la caída cíclica de la autoridad social. Mientras sus charlas previas habían revisado mayoritariamente el antiguo material, usaría por primera vez sus conferencias para dar solución a una idea que merecería la pena “proclamar… más profundamente” como libro (CL, 12: 184).

Con Los héroes y El culto de los héroes, Carlyle desplazó el foco de la autoridad desde el ámbito de la literatura hasta el de la política, una traslación manifiesta en un cambio de última hora en el orden de las conferencias. Inicialmente, planeó finalizar la secuencia de conferencias con una sobre Burns, pero en algún punto entre el 2 de abril cuando comenzó a redactar las notas para las ponencias, y el 5 de mayo cuando éstas arrancaron, alteró su proyecto y decidió concluir con una disertación sobre Cromwell y Napoleón (CL, 12: 103, 115, 128). Además de demostrar la importancia que concedería al héroe como rey, esta modificación indica que, como el propio Carlyle admitió, las conferencias fueron “no tanto históricas sino más bien didácticas” (CL, 12: 94). [97/98] Debemos leerlas no como una historia acerca de la autoridad, sino como la historica del intento de Carlyle por concebir una nueva forma de autoridad.

Mediante la figura del héroe, Carlyle persiguió resolver la tensión entre la trascendencia y la historia. El héroe es simultáneamente trascendental en el sentido de que siempre encarna la misma autoridad trascendental, e histórico en cuanto esta encarnación pertenece a un tiempo, lugar y cultura específicos. Mientras que las once figuras discutidas en las conferencias como héroes, esto es, poseen una autoridad trascendental, su autoridad asume seis formas históricas diferentes: el héroe como divinidad, profeta, poeta, sacerdote, hombre de letras y rey. En ocasiones, la naturaleza dual del héroe equivale a una contradicción en lugar de a una resolución de la tensión entre la autoridad histórica y trascendental. Cuando Carlyle argumenta que todos los héroes son “originalmente de una misma pasta” y que Mirabeau podría haber sido un poeta y Burns un político, tiende a desproveerlos de su especificidad histórica (43, 79). Por oposición, la historicidad de los tipos heroicos individuales cuestiona su aseveración de que puesto que el héroe trasciende la historia, cualquier héroe podría aparecer en cualquier época. Carlyle intenta resolver la tensión entre la trascendencia y la historia a través de la forma de Los héroes. Los cuatro héroes que siguen al héroe como divinidad se ven entrampados en su era histórica, y, para cuando el héroe como hombre de letras aparece, la autoridad trascendental casi ha desaparecido. La conferencia final sobre el héroe como rey pretende escapar de la historia y recuperar la autoridad regresando en círculos hasta la primera sobre el héroe como divinidad (10).

El héroe como divinidad goza de una posición privilegiada en la secuencia de los héroes. Mientras que los otros héroes manifiestan la divinidad en forma humana, Odín representa la propia autoridad trascendental sin mediación alguna, la personificación tanto de la autoridad religiosa como política. Puede crear un lenguaje aborigen a través del cual la creencia se convierte en orden social. Es, en efecto, el Dios del Génesis que crea el Jardín del Edén.

Sólo Odín puede ser el creador original, mientras que los héroes sucesivos pertenecen a la era posterior a la caída de la humanidad. Las cualidades similares a las de Odín que estos héroes posteriores poseen se van hundiendo progresivamente en sus papeles históricos. En primer lugar, deben destruir los restos de las mediaciones históricas por los cuales la autoridad había sido transmitida durante la era precedente para después recrear la sociedad a partir de los vestigios de tales mediaciones. Pero, como los franceses durante la Revolución, tienen dificultades en desplazarse desde la destrucción hasta la creación. Mahoma el iconoclasta, más que Odín [98/99] es el modelo para los héroes consecutivos (120, 132-33, 199-200). (En “El héroe como poeta”, Mahoma aparece nueve veces y Odín sólo una; en “El héroe como sacerdote”, Lutero es comparado con Odín una vez pero varias con Mahoma). Si Mahoma aún puede fundar una teocracia, Knox fracasa en hacerlo, el héroe como sacerdote “invierte” el trabajo de los héroes anteriores que han “edificado… religiones” (151-52, 116). Mientras Carlyle quiere argumentar que cada héroe recupera completamente la autoridad de su predecesor, que el tiempo y la historia no marcan una diferencia, no puede evitar percatarse de que sus conferencias representan la disminución firme de la autoridad. “El héroe visto como divinidad; el héroe tomado como profeta, después el héroe como poeta: ¿no da la impresión de que nuestra estimación de los grandes hombres, época tras época, se fue continuamente reduciendo? Primero lo consideramos un dios, luego un dios inspirado, y ahora, durante la siguiente etapa, su palabra más milagrosa se gana únicamente nuestro reconocimiento de que es ¡un poeta, un hacedor de hermosos versos, un genio y cosas semejantes! (84). Los últimos héroes inauguran la era revolucionaria de la destrucción”.

Para cuando alcanzamos al hombre de letras, el héroe está completamente enredado en la historia y en la revolución, y su autoridad trascendental ha disminuido hasta casi ser nada. Mientras el héroe como divinidad ha dejado de ser posible, el hombre de letras nunca antes ha sido posible; pertenece a la historia, no a todos los tiempos (54). En “El héroe como hombre de letras”, podemos ver a Carlyle revisando la representación del hombre literario que había tomado prestada de Fichte veinte años atrás. Aunque comienza repitiendo la idea de Fichte de que el hombre de letras manifiesta una “idea divina”, el resto de la conferencia evidencia que ya no cree en la autoridad del escritor (12). Mientras que el héroe como poeta, el Dante o Shakespeare, podría crear una épica para una época de creencias, Johnson, Rousseau, y Burns pertenecen a un siglo dominado por la incredulidad. Ambos, Johnson y Rousseau, escriben evangelios, pero el “Evangelio” de Johnson “sobre la prudencia moral” está tan firmemente imbuido en la historia que ya ha muerto en el tiempo de Carlyle, y el “Evangelio” de Rousseau ha generado incredulidad, lo opuesto al orden social (182). La intención original de Carlyle por concluir con una conferencia sobre Burns, una figura con la que se identificaba estrechamente, indica que podría haber estado planeando una representación más optimista del hombre de letras. Pero en lugar de retratar a éste como al salvador de la era moderna, la ponencia le describe como un síntoma de sus problemas. Burns, como Rousseau y Johnson, busca la autoridad y no la encuentra; intenta modelar el mundo [99/100] pero es modelado por él (158). El hombre de letras no es un héroe en el mismo sentido que sus predecesores, sino que es un mero “héroe a medias” (171).

Si Carlyle hubiera deseado retratar al hombre de letras moderno como al poseedor de la autoridad trascendental, por lo menos como al equivalente del héroe como poeta, podría haber elegido a Goethe como modelo ideal. De hecho, la elección fue tan obvia que se sintió impulsado a explicar la exclusión de Goethe al comienzo de la conferencia. Sin embargo su razón alegada de que Goethe era muy poco conocido para ser comprendido en Inglaterra, resulta extraña por minimizar la cuestión, viniendo del hombre que había contribuido tanto a que Goethe fuera conocido allí (13). La ausencia de Goethe sugiere que Carlyle había perdido la fe en la autoridad de éste, particularmente en su habilidad para crear un nuevo orden social mediante su arte. Johnson, Rousseau, y Burns, parece decir, representan todo lo que el hombre de letras puede realmente lograr. Que Carlyle descubriera en el héroe como rey la figura que recupera la autoridad trascendental del héroe como divinidad es simplemente tan sorprendente como la marginación de Goethe en “El héroe como hombre de letras” (14). En La Revolución francesa había demostrado que la monarquía, por lo menos la monarquía feudal, estaba muerta pero, aunque tanto Cromwell como Napoleón gobernaron naciones, ninguno de ellos sería, estrictamente hablando, un “rey”. Carlyle los eligió para simbolizar, no la monarquía feudal, sino la reinvención de la realeza durante la era revolucionaria. En efecto, el héroe como legislador suplanta al héroe como hacedor de la cultura, el empuñador de la espada, el empuñador de palabras.

El héroe como rey es “una especie de Dios” que recupera la autoridad trascendental del héroe como divinidad y el idilio trascendental perdido. Pero para restaurar este “país ideal”, este “estado perfecto” de teocracia, el rey debe escapar de las mediaciones de la historia que han obstaculizado a sus predecesores (198, 197). En vez de manifestar lo trascendental en la escritura, debe plasmarlo directamente en la acción. La secuencia de héroes desde Odín hasta los hombres de letras son todos autores cuyos proyectos escriturarios ponen de relieve su autoridad en disminución. Odín es literalmente el primer hombre de letras, el creador de un alfabeto con el que recordar la mitología (27-28). Mahoma escribe el Corán que Carlyle había equiparado en “Sobre biografía” con los mitos culturales fundacionales como la Biblia y la Ilíada. Dante y Shakespeare registran las épicas espirituales y seculares de su cultura, el Cristianismo y la caballería, en La divina comedia y la Tetralogía del segundo (N. del T.: Ricardo II, la primera y la segunda parte de Enrique IV y Enrique V). Pero Lutero no puede hacer más que traducir la Biblia, un mito que ya está perdiendo su autoridad; y mientras que Johnson, Rousseau y Burns producen “letras” (pensamos especialmente en el diccionario de Johnson), son incapaces de crear un mito o una épica [100/101]. Cromwell y Napoleón rompen el esquema. Con ellos, el héroe se convierte en actor, no en escritor. Ni Cromwell, que pone fin a la elaboración del discurso parlamentario que difiere indefinidamente de la creación de su teocracia, ni Napoleón, que concluye con el Terror, intercede por el ideal trascendental a través de un texto finito. Ambos lo traducen directamente al orden social mediante la acción (229-34).

El movimiento desde el hombre de letras o el líder religioso hasta el rey o el dirigente político revela no sólo un desplazamiento de la escritura a la acción, sino un cambio cualitativo desde la prioridad de la creencia que conserva el orden social hasta la prioridad de la ley que hace cumplir el orden social. Las tres primeras conferencias retratan eras en las que la creencia crea la estabilidad social, las eras del paganismo, el Islam y el Cristianismo. Las tres últimas ponencias estampan eras en las que la revolución impide la creación de la misma. Lutero y Knox intentan establecer una nueva teocracia pero fracasan porque han destruido la autoridad del Papa (igg-200). La teocracia medieval en la que la autoridad religiosa de éste prevaleció sobre la autoridad secular de los reyes (representada por la sumisión del emperador Enrique IV ante el Papa Hildebrando en Canossa, con el reconocimiento por parte de Enrique de que “el mundo [i.e., Enrique como rey] no tendría ningún control legítimo sobre las cosas espirituales”) dejó de ser viable durante la época de la revolución (HL, 74; véase HHW, 152). En “El héroe como rey”, la autoridad real subsume a la autoridad religiosa; el rey con “algo de Pontífice en él” más que de Papa, pondrá en práctica lo espiritual como “cabeza de la Iglesia” (19q). Carlyle decide que Gran Bretaña necesita alguien más que a Knox el sacerdote (15); necesita a Cromwell el rey (CL, 12: 150).

Sin embargo, mientras el pueblo obedece al héroe como divinidad porque cree en lo que dice, obedece al héroe como rey porque éste les obliga mediante “el peso y la fuerza” (231). Carlyle habría querido que las acciones del monarca manifestaran su autoridad transcendental, que el héroe como soberano no fuera fundamentalmente diferente del héroe como divinidad, dado que todos los héroes revelan la ley divina, pero no obstante resulta que no sabemos cómo reconocer esta autoridad (230, 234). Concluye con que “¡El asunto de que tu hombre competente busque sin saber cómo proceder es horroroso!” (19q). Carlyle hace un llamamiento al culto de los héroes, pero no puede mostrarnos cómo encontrar o identificar a un héroe. Los héroes y El culto de los héroes elide estas dificultades en la visión culminante de la recuperación de la autoridad que tiene el héroe como rey, quien vuelve a ganar el reino de la creencia sin mediación y nos hace regresar al idilio del héroe como divinidad, previo a la caída de la humanidad. En este sentido, por lo menos, Los héroes continúa donde Cartismo había fallado, permitiendo a Carlyle imaginar una nueva clase de líderes [101/102], héroes modernos que jugaran un papel central en su nueva épica en la Inglaterra moderna. Simultáneamente, sin embargo, la figura del héroe como monarca que dominaría sus escritos durante el resto de su vida, marca el límite y subraya el fracaso de su visión social.


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Actualizado por última vez el 6 de julio de 2004; traducido el 30 de julio de 2012