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a Revolución francesa plantea el problema de cómo “re-encarcelar” o volver a encerrar la anarquía una vez que se la ha “liberado de su prisión”. La palabra “Closure” en inglés posee dos significados convencionales. Primeramente, se refiere al modo en el que se otorga a una narrativa un sentido de finalización, de compleción. En segundo lugar, denota el propósito de un texto por encerrar su significado, su aspiración por ser una representación completa y total. Ambos tipos de cierre se pueden considerar como ilusorios, pero esto nunca ha impedido que los autores busquen lograrlo (véase Barthes, “El trabajo con el texto”, Derrida; D. Miller; Lotman, 232-39; Vanden Bossche, “El deseo y la postergación del cierre”). Los textos de Carlyle dramatizan tanto el deseo de la clausura como la dificultad de consumarla. Sartor Resartus, “Características” y La Revolución francesa, cada uno representa un intento por conseguir el cierre creando un texto totalizador, un mito, una filosofía de vida o una Constitución. Las exploraciones posteriores de Carlyle del problema de la clausura en “Características” y en La Revolución francesa cuestionan el optimismo con el que había imaginado la proeza del cierre por parte de Teufelsdröckh cuando se propone escribir un nuevo mito, y arrojar luz sobre el propio esfuerzo de Carlyle por componer una épica totalizadora.

“Características” (1831), el primer ensayo que Carlyle escribió tras completar [76/77] Sartor Resartus, tomó forma después de que le sugiriera al editor de La revista de Edimburgo que varios libros recientes — Ensayo sobre el origen y el porvenir del hombre (1831) de Thomas Hope, Escritos filosóficos (1830) de Friedrich Schlegel, Pensamientos sobre el hombre (1831) de William Godwin y una nueva obra de •••Coleridge, probablemente Ayudas para la reflexión (1830) fueran intentos por crear filosofías omniabarcantes de la vida, el equivalente de Palingenesia que se supone que Teufelsdröckh estaba escribiendo en aquel momento (CL, 6: 13). El ensayo transpone el desarrollo de Teufelsdröckh en una representación de la evolución de la sociedad contemporánea y examina los escritos de Hope y Schlegel como productos de tal desarrollo. Como Teufelsdröckh, la sociedad ha perdido la libertad de su juventud idílica y está ahora encerrada en la “casa-prisión del alma” (CME, 3: 2). Ambos se convierten en seres errantes que sufren la “fiebre del Escepticismo”, los “paroxismos febriles de la duda” (CME, 3: 40; SR, 114). La sociedad es aplastada por “las ruedas del camión de transporte” de un “ídolo mecánico muerto” justo cuando Teufelsdröckh se encuentra con una “máquina de vapor inmensa, inerte y desmesurada que rueda, con su indiferencia yerma, triturándole miembro tras miembro” (CME, 3: 29; SR, 164); Teufelsdröckh es aprisionado en el Centro de la indiferencia entre un No eterno y un Sí eterno, y la era actual se ha “atrevido a decir no y no puede sin embargo decir sí” (CME, 3: 31); una vez que ha completado el proceso de destruir los “símbolos gastados”, debe, como Teufelsdröckh, comenzar a “construir” los nuevos para engendrar un nuevo Génesis (CME, 3: 31, 33; véase 26ff).

Mientras Carlyle descubre los signos que la sociedad ha comenzado a crear como los nuevos mitos, no halla en último término demasiada esperanza en los esquemas totalizadores de Hope y de Schlegel para el proyecto de Teufelsdröckh. En un principio, piensa que existen algunos signos esperanzadores: la literatura alemana está asumiendo las funciones de la religión, los utilitaristas ingleses (Utilitarians), que indudablemente tiene en mente a J. S. Mill, están trascendiendo los límites del Utilitarianismo, y los franceses parecen estar dando la espalda a la destrucción para crear una nueva religión, una referencia clara a los San Simonianos (CME, 3: 40-42). Pero cuando Carlyle examina los escritos de Hope y Schlegel, averigua que son el producto de una era de cambio revolucionario más que el medio que le permite lograr el cierre transcendental. Su descripción del libro de Hope como “un doloroso y confuso titubeo y lucha” que “habla sin sentido, bajo, digresivamente… con rodeos interminables” anticipa su descripción del discurso babeliano de Cagliostro (CME, 3: 34). Como Teufelsdröckh y Cagliostro, Hope habla con “circunvoluciones”, abriendo un discurso “interminable” [77/78] que refuerza la revolución en vez de consumar su clausura (CME, 3: 293; véase SR, 31). Aunque Carlyle tiene más esperanzas en el lenguaje “claro… preciso y vívido” de Schlegel, él también fracasa a la hora de conseguir el cierre, terminando sus lecciones literalmente a la mitad de la oración “con un 'Aber-,' con un ¡'Pero-'!" (CME, 3: 34, 35). Carlyle concluye con que cualquier filosofía o “teorema sobre el mundo” que afirma proporcionar una representación totalizadora pero que carece de autoridad trascendental será “deficiente”; después de todo, finaliza, “¿qué teorema sobre el infinito puede completar lo finito?” (CME, 3: 6, 25; véase 38). La escritura sólo produce más escritura, pero no conquista el cierre.

La Revolución francesa explora el problema del cierre en dos proyectos de escritura que emulan dos proyectos similares en Sartor Resartus. El plan de redacción de la Constitución por parte de los revolucionarios en La Revolución francesa repite y revisa tanto el proyecto del editor de escribir la vida y las opiniones de Diógenes Teufelsdröckh como el proyecto de Teufelsdröckh por escribir el volumen sobre la indumentaria y la Palingenesia. Sartor Resartus problematiza la posibilidad de la clausura pero mantiene abierta la probabilidad de que ésta pueda lograrse, mientras que La Revolución francesa socava las opciones que Sartor Resartus ofrece. Todos los proyectos reflexionan a su vez sobre el proyecto de Carlyle (o de su narrador) de escribir una historia épica sobre la Revolución.

Las narrativas sobre la vida de Teufelsdröckh y de la Revolución francesa siguen cursos paralelos, y ambas plantean finales problemáticos. Teufelsdröckh se convierte en un prisionero del tiempo y de la filosofía mecanicista del siglo XVIII; el pueblo francés es prisionero de la desgastada monarquía feudal. El “sansculote” Diógenes Teufelsdröckh “rompe la soga de su cuello”; el pueblo francés “se escapa de prisión”. Después de destruir las antiguas estructuras sociales, tanto Teufelsdröckh como el pueblo francés se encuentran sin ningún punto de referencia fijo, sin acceso a la autoridad transcendental. Como marineros sin la “estrella polar”, ambos deben vagar sin propósito e incesantemente (SR, 154; véase Landow, “Nada o ahógate”, Imágenes de crisis, 59-63).

El editor de Sartor y el de la legislación francesa, ambos intentan usar la escritura para finalizar, definiendo el momento en el que la autoridad es recuperada y el nuevo orden social se inaugura. Para el editor de Sartor, este instante llega cuando Teufelsdröckh decide dar autoría a un nuevo mito, y para el editor de la legislación francesa cuando los franceses generan su Constitución. Ambos describen esto como un momento que pone fin a todo deambular; Teufelsdröckh alcanza la cima celestial y los franceses alcanzan un [78/79] “refugio”. También favorece que el movimiento incesante de la Revolución llegue a su consumación el que el editor de Sartor declare que el personaje de Teufelsdröckh se ha vuelto ahora invariable, que “ninguna nueva revolución… se buscará” y el que la Asamblea constituyente concluya con que “la gloriosa… Revolución se ha completado” (SR, 204; RF, 2: 197).

En su búsqueda por clausurar, sin embargo, los revolucionarios han ido un paso más allá que Teufelsdröckh, escribiendo de verdad la Constitución, mientras que Teufelsdröckh no ha comenzado aún a generar su nuevo mito, sino que esta Constitución meramente revela las imperfecciones de todos los textos totalizadores. El hecho de que estos momentos de clausura sólo ocurran aproximadamente a la altura de los dos tercios en cada obra, mucho antes de que la narración en sí misma se haya completado, sugiere que serán problemáticos. En Sartor Resartus, el cierre en ese punto no parece primeramente ser problemático porque coincide con el final de la narración biográfica que constituye el libro segundo. Pero cuando el momento análogo del cierre se alcanza en La Revolución francesa, el relato se aleja de su compleción. Mientras que el editor de Sartor Resartus valida el momento del cierre de Teufelsdröckh, el narrador de La Revolución francesa desafía la exigencia legislativa de que ésta ha ultimado la Revolución:

¿La Revolución ha terminado entonces?... ¿Vuestra Revolución, como jalea suficientemente hervida, sólo necesita ser vertida en moldes de Constitución y 'consolidarse' en ellos?” [1: 234].

Las dudas del narrador se confirman pronto cuando la Constitución “estalla en pedazos”. Un examen más detallado de Sartor Resartus revelará que éste también cuestiona, aunque de un modo menos directo, el descubrimiento de clausura del editor.

Para comprender la naturaleza de la finalización en estos textos, debemos inspeccionarlos estructuralmente así como temáticamente. Carlyle no pudo reconciliarse con la estructura narrativa que encontró en los escritos de Goethe, el esqueleto dictado por la evolución o bildung. En estas narrativas, cada aventura que desplaza más allá al héroe de su casa le acerca (a él o a ella) un paso más, pero el hogar al cual el héroe retorna no es exactamente el mismo lugar del cual él o ella partió porque el héroe ha sido transformado mediante el proceso del viaje. Carlyle intenta escapar de esta dialéctica haciendo que sus términos se opongan en vez de dejarlos que queden sintetizados en su regreso a casa. Dado que no puede considerar un paso que se aleja de casa como un paso de vuelta hacia ella, sus héroes se mueven sostenidamente alejándose de casa hasta que repentinamente se encuentran con que han vuelto de nuevo. El hogar es exactamente el mismo que dejaron detrás porque es un idilio perfecto que no se puede mejorar. Sin embargo, ya que los héroes [79/80] cometen errores y se exilian, nunca pueden estar seguros de si el hogar recuperado es realmente el mismo que el hogar perdido. Mientras que el héroe del bildung parece desplazarse hacia arriba en una espiral ascendente, los héroes de Carlyle, incapaces de escapar de la historia, viajan en un círculo interminable. Nimmo estudia perennemente; Werner e incluso Schiller deambulan sin fin; Coleridge y Dalbrook hablan incesantemente, pero ninguno de ellos llega a ninguna parte. De todos los modernos, sólo Goethe es capaz de regresar a su “hogar interior” y lograr el descanso, y Carlyle finalmente llegó a dudar incluso de esta hazaña.

La estructura fundamental de Sartor Resartus es interminablemente cíclica. Las palabras finales de Teufelsdröckh “Es un comienzo”, además de evocar al revolucionario Caira, sugieren que justo al final de la narración, en el momento privilegiado del cierre, se está embarcando nuevamente en una búsqueda de autoridad. Asimismo, el eterno Sí resulta ser un principio— el principio ausente de la apertura de la sección biográfica de Sartor, en vez de un momento de cierre. Aunque el editor titula el primer capítulo del libro segundo “Génesis” para destacar los orígenes y los comienzos, reconoce que la primera aparición de Teufelsdröckh sobre la tierra es un “Éxodo” (81). La Génesis o comienzo de Teufelsdröckh ocurre sin embargo en la conclusión de la narración biográfica cuando renace como un autor que exclama, “¡Hágase la luz!” (197). Incluso el eterno Sí se ve menoscabado. Tomando prestada la tradicional imaginería del desenlace de la •••autobiografía espiritual, el editor termina dramáticamente la sección biográfica de Sartor Resartus con Teufelsdröckh ascendiendo “las lomas elevadas e iluminadas por el sol… de aquella Montaña que no tiene cima o cuya cumbre sólo se encuentra en el cielo” (184; véase Peterson, 39). Pero las secciones enmarcadas de Sartor Resartus, los libros primero y tercero, desinflan cómicamente esta resolución. El libro primero reduce la cima sublime a las alturas jocosamente finitas de “la casa más elevada en Wahngasse”, mientras también la transfiere desde los dominios celestiales al urbano Weissnichtwo. En el capítulo final del libro tercero, Teufelsdröckh abandona incluso esta “torre vigía”. A pesar de la aseveración anterior del editor de que “ninguna revolución nueva” se puede anticipar en la vida de Teufelsdröckh, éste ha fomentado supuestamente una sedición por parte de los sastres y parece estar viajando hacia París en el momento de la Revolución de julio.

Se puede suponer que Teufelsdröckh tiene más éxito a la hora de consumar el final que el editor de Sartor Resartus a la hora de representarlo. Ciertamente, Carlyle proyecta su propio deseo de un mito totalizador [80/81] en su caracterización del proyecto de Teufelsdröckh. El destino de la Palingenesia de Teufelsdröckh, parece sin embargo haber sido escrito siguiendo el sino de los textos totalizadores, como las filosofías de Hope y Schlegel y las Constituciones francesas que Carlyle representó en obras posteriores. En el mismo Sartor Resartus, nos quedamos dudando de si se podría escribir alguna vez una Palingenesia. Algunos lectores han argumentado que el propio Sartor es la Palingenesia, pero es útil insistir sobre la ficción de Sartor de que “Die Kleider, ihr Werden und Wirken” (“Las ropas, su origen y su influencia”) son únicamente el primer paso de Teufelsdröckh hacia la producción de un nuevo mito cultural. La indumentaria, nos dice, es un preliminar a la “porción transcendental o última” de su obra, y la Palingenesia sigue sin publicarse, quizá sin finalizarse, cuando Teufelsdröckh desaparece al final de Sartor Resartus (199, 217, 297). Las ropas sólo le conducen al término de un ciclo histórico; el renacimiento no comenzará hasta que publique la Palingenesia. Dado que Carlyle se apartó de la filosofía especulativa después de Sartor Resartus, este mito para la nueva era no pudo tomar la forma imaginada en Sartor. Debe volverse hacia los hechos y la historia; el renacimiento de la sociedad no se representará en la Palingenesia, sino en La Revolución francesa.

En La Revolución francesa, los franceses, como Teufelsdröckh, buscan lograr ese broche pero giran incesablemente sin llegar a ningún sitio. Los tres volúmenes de la historia, todos ellos ofrecen y después socavan un momento de clausura. Este círculo estructural, reforzado aún más por la imaginería invasiva de la circularidad, cuestiona no sólo la posibilidad de que los franceses puedan crear un nuevo orden social, sino que la escritura pueda alguna vez obtener la resolución.

En el primer volumen de La Revolución francesa, lo legislativo intenta poner fin a la Revolución escribiendo una Constitución, pero el proceso de redacción prolonga la Revolución en vez de concluirla. Ésta nuevamente parece alcanzar su final en el clímax del segundo volumen, cuando el rey acepta la Constitución, pero durante la conclusión del mismo, la Constitución se rompe en pedazos. Aunque el volumen tercero hace que la historia finalice, su cierre no resuelve los problemas planteados en los dos primeros volúmenes. Mediante la repetición rápida de una secuencia de acontecimientos paralelos a los de los volúmenes primero y segundo, sugiere que, en vez de conquistar el final, la Revolución se está acelerando hacia la destrucción total. El último volumen se inicia con un libro titulado “Septiembre” (refiriéndose a las masacres de septiembre) y da vueltas para concluir con el “Vendimiario”, el mes que se corresponde con septiembre en el calendario revolucionario [81/82]. Ambos representan a Francia en su estado otoñal, atrapada en el movimiento infinito hacia la muerte invernal que nunca se completa, que nunca es totalmente transportada a la estación del renacimiento. La conclusión de la historia, una profecía ficticia de ex post facto, predice el curso de la Revolución que ha sido el tema de la historia de Carlyle, envolviéndonos así en un círculo que se retrotrae a través de la historia de la Revolución, de igual modo que el narrador gira incesantemente entre el momento histórico en el que está escribiendo y el momento histórico que recuerda.

Mientras que el propósito de engendrar la Constitución es permitir al pueblo francés escapar de la Revolución y de la historia, el volumen final insiste en que la Revolución continúa, en que “el final aún no ha llegado” (3: 314). El adiós al Terror no finaliza la Revolución sino que es en sí mismo una “nueva Revolución gloriosa”; sólo el “cuerpo del Sansculotismo” perece, su alma “todavía vive y no ha muerto, sino que se ha transformado… y aún trabaja por doquier, pasando de una forma corporal a otra cuya forma es más confusa” (3: 286, 310-11). Igual que la desaparición de Teufelsdröckh al final de Sartor Resartus le deja deambulando nuevamente por Europa (¿se halla en París, se halla en Londres?), los franceses fracasan en el logro del reposo de la clausura, “la fuerza ciega y bruta” de la Revolución que no ofrece “ningún descanso… salvo en la tumba” (3: 249). En la conclusión de la historia, los franceses no han regresado al idilio prerrevolucionario sino que han vuelto mediante círculos al momento en el que el antiguo orden se desintegró. En 1795, el “soplo de metralla” de Napoleón sucede gratuitamente allí donde Broglie había fracasado en 1789; el pueblo francés aún está exigiendo “pan y no estallidos de elocuencia parlamentaria”, y Francia todavía está gobernada por la “Aristocracia”, aunque es una “Aristocracia del monedero” más que una “Aristocracia del pergamino feudal” (3: 303, 320). La cumbre del cierre imposible se ve reforzada durante toda La Revolución francesa por medio de la imaginería de la circularidad incesante. No debería sorprendernos que la Revolución (la palabra Revolución en sí misma originalmente denotaba la órbita circular de los cuerpos celestes, y después la noción general de la periodicidad cíclica) se extienda en círculos cada vez más amplios. Los remolinos de la sociedad, los remolinos de la confusión babilónica, los remolinos regurgitadores de hombres y de mujeres, los remolinos del mundo, las explosiones de remolinos, los vórtices de residuos, los torbellinos rojos ardientes, los torbellinos de fuego, los torbellinos que colisionan, los torbellinos de fuego militar y de pasiones humanas y los tornados del fatalismo “giran” por todas las páginas de la historia (1: 65, 2: 121, 192, 1: 169, 2: 151, 1: 219, 2: 2999 222, 3: 151, 2: 170, 3: 70, 122, 212). Si la narrativa se mueve en espiral, lo hace hacia abajo, no hacia arriba, pero, sobre todo [82/83], se mueve en una espiral sin fin, descendiendo en “conflagraciones interminables” y en “cataratas sin fondo” (2: 152, 250).

En Sartor Resartus, Carlyle sacaba a relucir la esperanza de que los autores que trabajan con las palabras, como los labradores que trillan el suelo, podían producir algo ajeno a ellos mismos, podían crear un mundo (véase 227-28). Aun así, Teufelsdröckh, el autor, sigue creyendo que “la convicción, si no fuera nunca tan excelente, no tendría ningún valor hasta que convertirse en conducta. Aún más, la convicción propiamente dicha no es posible hasta entonces, en la medida en que toda especulación es por naturaleza interminable, informe, un vórtice entre vórtices” (195). Teufelsdröckh concluye con la máxima a menudo repetida en Wotton Reinfred: “La duda de cualquier tipo no puede eliminarse, excepto mediante la acción” (196). Íntimamente relacionada está su transformación del “Conócete a ti mismo” en “Conoce aquello en lo que puedas trabajar” (1: 63). En “Características”, Carlyle lamenta que “la opinión y la acción” se han “desunido”, y anhela el tiempo en el que “la primera todavía podía producir la segunda” (CME, 3: 15).

En “Características”, Carlyle se queja de que en esta “edad de la metafísica” durante la cual “la arena de la actividad libre se ha ido desde hace tiempo estrechando, la de la investigación escéptica se ha ido universalizando cada vez más… nuestro mejor esfuerzo debe gastarse improductivamente no en el trabajo, sino en descifrar nuestro simple paradero y especialmente en si debemos trabajar en modo alguno” (CME, 3: 27-28; énfasis añadido). Dado que nunca podemos completar el conocimiento, la acción tiende a diferirse continuamente.

En “Características”, Carlyle había condenado la sociedad contemporánea por confiar en la teoría o en la especulación metafísica que seguía encerrada con llave dentro del lenguaje, sin poderse realizar ni en la acción ni en las estructuras sociales. Puesto que la sociedad ha caído desde el idilio de la unidad inconscientemente compartida a la fragmentación babeliana (“la fracturación de la religión en las filosofías”), cada individuo está trabado en un universo autocreado de creencias privadas donde el lenguaje se repliega necesariamente sobre sí mismo (CME, 3: 15, 33). Esta tendencia que se vuelve hacia el interior se manifiesta como autofagia: reseñas “autodevoradoras” que se alimentan de la literatura y a su vez, “Reseña de reseñas” que se sustenta de otras reseñas (CME, 3: 25). Carlyle expresa brillantemente la angustia victoriana sobre la tendencia autofágica de la filosofía autoconsciente de la imagen del santo irlandés que porta la cabeza en su boca: “Consideradlo bien, la metafísica es el intento de la mente por elevarse por encima de la mente; por rodear y encerrar, o como decimos, comprender la mente. ¡Esfuerzo desesperanzador tanto para los más sabios como para los más estultos! ¡Qué fuerza nerviosa o qué habilidad atlética permitirá al atleta más robusto doblar su propio cuerpo entre sus brazos, y al levantarlo, levantarse a sí mismo! El santo irlandés cruza a nado el Canal, 'llevando su cabeza entre sus dientes', pero la hazaña nunca se ha imitado” (CME, 3: 27; véase Hartman).

Dado que el intento por establecer la creencia mediante la especulación metafísica nunca puede lograr el cierre, no podemos dejar de especular y de comenzar a actuar [83/84]. Anticipando la imaginería de La Revolución francesa, Carlyle retrata la especulación “circulando en vórtices sin fin”, “deambulando sin hogar”, y descendiendo en “los interminables reinos de la negación” (CME, 3: 27, 30, 26). Inextricablemente vinculada, está la asociación entre la especulación, el peregrinaje y la enfermedad que Carlyle ya había establecido en La vida de Schiller (véase 105). En “Características”, la dispepsia de Carlyle se convierte en “la dispepsia de la sociedad” y busca recuperar el periodo de vida antes del cual el dolor nos hizo conscientes de nuestros cuerpos, la infancia idílica cuando “¡el cuerpo todavía no se había convertido en la prisión del alma!” (CME, 3: 20, 2; sobre la dispepsia de Carlyle, véase Kaplan, 59, 63-64, 87, 120). Es congruente que contemplara incluir a Coleridge entre los autores a debatir en “Características”, puesto que desde hacía mucho había asociado al poeta y al filósofo con la traición del discurso y de la especulación metafísica. Las cartas que Carlyle escribió después de su primer encuentro con Coleridge en 1824 le describen con un grotesco sobrepeso que recuerda el apetito de Cagliostro, y adicto a la “conversación interminable” (CL, 3: 228, 300). Incapaz de lograr la clausura (“Carece de principio, medio o final… habla incesantemente… su plática no tiene método, deambula como un hombre que navega entre numerosas corrientes”), no puede llevar a cabo su charla sin objetivo a la escritura, y no digamos a la acción (CL, 3: 139, 91; véase 90, 351-52). El filósofo Dalbrook en Wotton Reinfred, modelado sobre estos retratos de Colerige, posee la misma inclinación a que el lenguaje gira en círculos y hacia atrás sobre sí mismo hasta que sus autorreflexiones inagotables lo privan de significado: “Durante todo el día, si no se verificaban sus palabras, derramaba diluvios discursivos así como la locuacidad más rica y más noble. ¡Lo único es que no se veía en ello ningún propósito, tendencia o significado!” (WR, 80). Como Coleridge, Dalbrook no ejecuta su discurso en la escritura o en la acción; aunque “tiene las ideas más elevadas sobre lo que hay que hacer, no hace nada y siente que pueda hacer nada”, con lo cual “sólo habla más” (WR, 81). Este último pasaje bebe casi palabra por palabra de una de las descripciones de Carlyle sobre Coleridge (CL, 3: 90-91; véase 6: 233, 261). Antes de conocerlo, Carlyle ya le había degradado como un “místico”, encasillándolo en la misma categoría que Fox y Böhme (CL, 2: 468). Su famosa descripción de Coleridge en La vida de John Sterling descansa firmemente sobre las noticias de estas cartas (LJS, 52-62).

La Revolución francesa ofrece una crítica similar sobre la especulación teórica. Los franceses también han fragmentado las creencias y la autoridad. Primeramente, “Mil doscientos reyes” (el poder legislativo) reemplazan al único monarca; posteriormente, la nación entera sustituye al poder legislativo y “no hay propiamente dicha una Autoridad constituida, sino que cada hombre es su propio soberano” (2: 35, 3: 40; véase 59). La ejecución del rey, que destruye el último vestigio de la autoridad jerárquica, es “el último acto que estos hombres hicieron alguna vez en armonía” (3: 112). En vez de orden social, prevalece un “duelo de autoridad contra autoridad”, hay “tantos partidos como opiniones” (1: 84, 3: 116).

Este colapso de la autoridad conduce una vez más a la autodestrucción autofágica. Al lamento de Burke de que la “Edad de la caballería ha desaparecido”, Carlyle replica que la “Edad del hambre” ha llegado (2: 228, 263). El hambre representa las necesidades humanas fundamentales que han dejado de ser satisfechas cuando el sistema ético que asegura la justa satisfacción de tales necesidades se colapsa (véase 1: 130-31). Mientras que la caballería y la teocracia han cumplido esta función, el hambre, desde el punto de vista de Carlyle, es simplemente lo que queda [84/85] cuando el sistema ético fracasa. Los principios de las filosofías, quién cree en la economía política, no proporcionan un sistema de justicia satisfactorio: “¿Qué vínculos que alguna vez mantuvieron felizmente unida a una sociedad, si es que fue así, están vigentes aquí?”, les pregunta Carlyle. Su única convicción, concluye, es “que el placer es placentero. Tienen hambre de todas las cosas dulces, y la ley del hambre; ¿y qué otra ley si no?” (1: 36-37; véase 31).

Ante la ausencia de cualquier sistema moral, la sociedad regresa a los “hechos”, a su “hecho más bajo y menos bendito, siendo el primitivo hecho del canibalismo: el de que puedo devorarte” (1: 55). El canibalismo, como sugiere Carlyle, es una autofagia social. Habiendo exterminado al padre real, los “hermanos” revolucionarios prestan “un juramento fraternal” pero sin un padre que mantenga el orden, se ponen en contra los unos de los otros, convirtiéndose en una “hermandad de Caín” (3: 263; véase 256). Cuando los revolucionarios se mandan los unos a los otros a la guillotina durante el Terror, la Revolución comienza “devorando a sus propios hijos” (3: 201, 254). Las connotaciones del verbo devorar en la palabra “consumir” aportan una resonancia especial a la descripción repetida de Carlyle sobre el Terror como una “Consumación” apocalíptica “del Sansculotismo” (3: 202, 222, 236, 243). La imaginería del canibalismo invade la historia: Foulon es decapitado y su boca atiborrada de hierba después de haber sugerido que el pueblo muerto de hambre comiera hierba (1: 112); la guillotina devora a sus víctimas (1: 56, 3: 2 53); una fiesta en honor a “Tiestes” precipita la insurrección de las mujeres (1: 247-48); y los revolucionarios supuestamente hacen pelucas con el cabello de las mujeres ejecutadas, y cuero con la piel de los hombres (3: 246-47; véase también 2: 70, 231, 241, 3: 71, 205, 253-54; J. Rosenberg, 91-100; Sterrenburg, passim; Brantlinger, 69). Dado que la Revolución “tiene la propiedad de crecer por medio… del hambre”, consume prácticamente cada figura que desempeña un papel destacado en ella: Luis XVI y la familia real, Mirabeau, Danton, los dirigentes Girondistas, Marat, y Robespierre, que deviene el símbolo apropiado del gobierno revolucionario que “debe consumirse a sí mismo, suicidamente” cuando él intenta quitarse la vida tras su arresto (2: 17, 3: 71; véase 3: 174, 231, 254, 273).

Como en “Cagliostro” y “Características”, el hambre caníbal, que nunca puede satisfacerse porque el discurso nunca alcanza su consumación, representa la actividad oral que aniquila al otro mediante su absorción. Carlyle percibe que la mayoría de los líderes de la Revolución fueron abogados “elocuentes” “habilidosos en defender vallas” quienes, creyendo que la “Sociedad podría volverse metódica, demostrable por la lógica”, intentan fundar un sistema social basado en la especulación teórica, pero [85/86] como en “Características”, objeta que “todas las teorías, si fueran tan entusiastas y dolorosamente elaboradas, son… incompletas” (3: 123, 1: 54; véase 148-51). Sus principios no suministran un sistema ético como el de la caballería, de ahí que su “Constitución” no proporcione “pan para comer”, es decir, una justa distribución de los bienes primarios (1: 226). En su lugar, el poder legislativo, preocupado por “debatir, denunciar, increpar” y “por estallar en su elocuencia parlamentaria”, no puede producir nada al margen de sí mismo, debe nutrirse y “devorarse a sí mismo” (2: 237). Como Coleridge y Dalbrook, los parlamentos (literalmente, lugares donde se habla) son impropios para la acción; el envío de “vuestra cincuenta milésima parte de una nueva lengua-esgrimista dentro del club de debate nacional” o “palabrería nacional” sólo generará “charlatanería” (2: 26, 198). Para Carlyle, los “actos” parlamentarios o legislativos no son verdaderas acciones, sino únicamente documentos sellados herméticamente y aislados del mundo de la actividad social. Los sansculotes nunca establecieron su autoridad, sus ideas nunca fueron más allá del papel.

Aunque Carlyle sospecha de las teorías, su historia posee su propia teoría implícita sobre por qué ocurrió la Revolución, por qué fracasó y cómo su curso podría haber sido alterado. Implícitamente, busca también demostrar cómo restablecer el orden social en el presente. La Revolución aconteció porque la monarquía había perdido autoridad; se vino abajo “tras un uso y desgaste largo y sin miramientos” (1: 7). La aristocracia existente inauguró la era del canibalismo y el consumo; Luis XVI es, como su padre, alguien “que no hace nada y que engulle todo” cuya corte se contenta con disparar “perdices y urogallos” (1: 12, 22). La aristocracia, escribe Carlyle, casi ha “cesado bien de guiar o de descarriar” (1: 12). (Sobre la incapacidad de Luis para la acción y la decisión, véase 2: 137, 180, 223-24, 264, 286). Pero mientras Carlyle concluye por consiguiente justificando al pueblo francés por derrocar el gobierno, no lo cree capaz de establecer un nuevo orden social.

El pueblo posee cierta autoridad, pero es una soberanía inversa capaz de producir sólo un “orden inverso”, una “anarquía… organizada” (3: 231; véase 3: 4). Mientras la aristocracia en exceso consentidora ha dejado de comprender las necesidades humanas básicas, el pueblo, que comprende el hambre, es “un arrebato genuino de la naturaleza” incluso “trascendental” (1: 2 5 1, 3: 2). La “Montaña creativa” se convierte en una “autoridad inmensa” que puede hacer que la nación sansculótica sea “ataviada” nuevamente (3: 123, 122, 180, 140; véase 2: 249). Pero Carlyle distingue en último término este conocimiento sobre la necesidad humana del conocimiento sobre cómo satisfacer justamente tal exigencia. Mientras ambos tipos de conocimiento requieren mirar más allá de la superficie, una acción que la aristocracia imperante era incapaz de realizar, los Sansculotes no descubren lo trascendental, sino los “terribles cimientos” y las “profundidades subterráneas” de la “locura y de Tofet” (3: 2, 2: 279, 3: 1; [86/87] véase i: 80, 2: 279). Dado que el pueblo nunca llegaría a ser nada más que una masa anárquica, Francia necesitaba un líder con una autoridad trascendental (Para un resumen convincente de estos problemas, véase Brantlinger, 67, 76-77. Brantlinger también argumenta, como hago yo abajo, que la Revolución es interminable porque el proceso político no proporciona soluciones a los problemas sociales que produjo; capítulo tercero, passim).

Aunque La Revolución francesa no invoca explícitamente la idea del culto al héroe (que Carlyle ya había introducido en Sartor Resartus), su marco épico permite insinuar la alternativa incumplida a la autoridad popular y la redacción de una Constitución, el descubrimiento de un héroe que pudiera crear una nueva jerarquía. En 1789, escribe, la aristocracia francesa era “todavía una jerarquía graduada de autoridades o la similitud acreditada de éstas: se sentaban allí, uniendo al rey con el pueblo común, transmitiendo y trasladando gradualmente, desde un rango al otro, el mandato de uno en la obediencia del otro” (2: 232). Por oposición a la anarquía (la ausencia de un archós o dirigente) había habido anteriormente un monarca, un único gobernante y “jerarquías compuestas por miembros del clero” (1: 9). Mientras que la jerarquía, el mandato sagrado, transmite la autoridad desde la divinidad hasta el pueblo, ahora “una entidad merecedora de reverencia tras otra ha dejado de ser reverenciada… una autoridad tras otra” (2: 106-7; énfasis añadido, véase 2: 262, 3: 3, 40). Carlyle persigue a lo largo de su historia un héroe que pueda restablecer esta jerarquía.

Carlyle intenta representar a Mirabeau, al que compara a lo largo de toda la historia con Hércules como si fuera un héroe épico en potencia, pero fracasa a la hora de cumplir incluso con este papel tenue. Carlyle arguye que Mirabeau, el único revolucionario que poseía una “centella sagrada” trascendental, podría haberse convertido en “rey” si hubiera vivido otro año (2: 134). Aunque él es un “propulsor del mundo” que se aparta de las incesantes hélices del debate parlamentario para comprometerse con la acción concreta, no queda en absoluto claro si su intento por salvar la monarquía fijándola sobre una base constitucional habría tenido éxito, incluso si hubiera vivido. Sobre todo, la representación de Carlyle de Mirabeau como hombre que desdeña las palabras y los sistemas teóricos a favor de la acción, fundada sobre la aseveración del anciano Mirabeau acerca de que su hijo “se había desentendido (tragado) todas las fórmulas” resulta ser problemática (2: 137, 1: 125; véase 137). La traducción de Carlyle de “humi” como “desentenderse” sugiere que Mirabeau había descartado las fórmulas y las teorías, pero la traducción más exacta, citada entre paréntesis, apunta a que las había aceptado crédulamente o “tragado”. Mirabeau el glotón resulta ser otro revolucionario caníbal más que un héroe creativo. Incapaz de transformar a Mirabeau en un héroe épico, Carlyle debe relegar su historia al dominio de la “tragedia” (2: 147; véase Farrell, 215-31).

Napoleón se acerca a la interpretación del papel del héroe como un hombre de acción [87/88]. A diferencia de los dirigentes que le han precedido (Mirabeau, Danton, Robespierre), Napoleón no presta servicio en el poder legislativo y no es un hombre de palabras. Es un hombre de acción que utiliza la fuerza física (el Sansculotismo “entrenado ahora en la soldadesca”) para crear el “primer germen que devolverá el orden a Francia” (3: 297, 54). Finaliza la Revolución, no mediante la escritura de una Constitución, sino sometiendo la insurrección del Vendimiario con un “soplo de metralla”. Mientras Mirabeau había fracasado en la restauración de la monarquía, Napoleón se convierte en un moderno “Rey ciudadano” (3: 322).

Sin embargo, mientras que Mirabeau y Danton puede que hayan forzado las creencias, ellos “pueden”, pero fueron incapaces de obligar la obediencia, mientras que Napoleón “puede”, pero se ve incapaz de obligar las creencias. Las acciones de Napoleón producen orden sólo en el sentido de que imponen una estructura legal, una disciplina militar, pero no concretan un ideal trascendental ni la creencia del pueblo francés. Su fracaso a la hora de revestir la sociedad que los Sansculotes habían desnudado, se hace manifiesta cuando las mujeres que portan “calzonetas de colores vivos” por debajo de sus túnicas transparentes tipo imperio hicieron que la desnudez se convirtiera en la última moda. El orden social que emerge al final de la historia no es un nuevo sistema de creencias sino un retorno a las injusticias con las que se había originado, el nuevo “Evangelio de Mamon” que reemplaza el orden feudal aristocrático con “una especie más innoble de aristocracia” que no es mucho mejor que el “Evangelio de Juan Jacobo” (3: 314-15). La Revolución despeja el terreno para la hegemonía de la economía política, siendo éste el interés de las siguientes obras fundamentales de Carlyle, el Cartismo y Pasado y presente en las que, como el pueblo francés, se pregunta, “¿Se puede contentar el estómago humano con los discursos sobre el comercio libre?” (136).

El argumento de La Revolución francesa, de que todos los intentos por redactar un texto totalizador en una era que ha socavado la autoridad fracasarán, se aplica en último término a la misma La Revolución francesa. El libro no es una épica como Carlyle definió el género en “Sobre la biografía” sino que demuestra la imposibilidad de la épica. Cualquier pretensión de clausura sería falsa; igual que el editor de Sartor Resartus sólo podría “concluir pero no completar” su narración, así también el narrador de La Revolución francesa reconoce que su historia “no concluye, sino que simplemente cesa” (3: 321). A lo largo de la historia, Carlyle cuestiona persistentemente su propia habilidad para descubrir el significado de un fenómeno que debilita todo significado. De hecho, desvitaliza la clausura en su conclusión introduciendo, a pesar de su insistencia de que está produciendo una historia factual, una ficción patente narrada por un mentiroso evidente, una profecía contada por el “casi-embustero” Cagliostro [88/89] (3: 322; Carlyle tomó prestado el discurso de su ensayo “El collar de diamantes”, véase Leicester, 15-17). Lo que hace majestuosa a La Revolución francesa es precisamente la apertura de Carlyle a la heterogeneidad de la historia que estaba relatando y el vehículo brillantemente heterogéneo que creó para representarla. Su historia reformuló radicalmente la épica, pero buscó en ella algo diferente a lo que había creado en La Revolución francesa: rastreó un texto que pudiera volver a encerrar las fuerzas desatadas por la Revolución, deslumbradoramente retratadas en su historia sobre ello.

Mientras La Revolución francesa parece enseñar la lección de dejar de hablar y comenzar a actuar, Carlyle prefiere claramente a los hombres de palabras como Mirabeau y Danton antes que a los hombres de acción como Napoleón. Tampoco renuncia él mismo a las palabras. En su lugar, intentó usar la escritura para llegar al final de la misma. Un patrón típico comenzó a emerger en sus cartas y diarios. Mientras estaba trabajando en un proyecto, solía anhelar terminar de escribir para regresar a casa a Escocia y descansar, demostrando su nostalgia por la clausura y la afirmación de que la escritura podía lograrlo. Pero los cierres que Carlyle consiguió mediante la escritura nunca le satisfacieron por mucho tiempo. En cuanto completaba un proyecto y se encaminaba hacia Escocia, comenzaba a inquietarse y a sentir la necesidad de escribir nuevamente. En las obras que siguieron, buscó una solución a este dilema explorando la autoridad de los actos de los líderes políticos en vez de la de los escritos de los poetas, el rey poético en vez del poeta legislador. Napoleón y Mirabeau no cumplieron finalmente su visión del héroe activo, pero otro líder político podría. Además, Carlyle no podía quedar satisfecho analizando meramente la sociedad, sino que debía en cierto modo pretender cambiarla. Sus escritos sobre este aspecto habían perseguido conocer las fuerzas que habían creado la sociedad moderna; ahora, intentarían actuar sobre ella.


Actualizado por última vez el 6 de julio de 2004; traducido el 31 de julio de 2012