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La atribución de autoría que hace Carlyle a Diógenes Teufelsdröckh de “Sobre la historia nuevamente” sugiere que la Palingenesia, un mito destinado a permitir el renacimiento de su sociedad, asumiría la forma de la historia épica. La Revolución francesa manifestó las creencias fundamentales de la propia era de Carlyle del mismo modo que las guerras de Troya revelaron las creencias de los griegos. Sin embargo, este tema fue problemático porque la Revolución contribuyó más a la destrucción de las convicciones anticuadas que a la creación de las nuevas. La única creencia que su sociedad salvaguardó fue la creencia en la descreencia que le impidió convertirse en el autor del nuevo mito prometido en Sartor Resartus. En vez de gestar un texto que produjera el nacimiento de una nueva sociedad, demostraría cómo la Revolución continuaría renaciendo en su propio tiempo, en la Revuelta de París de 1830 y en el Proyecto de reforma de 1832. El Sansculotismo “aún vive”, escribiría en la conclusión de La Revolución francesa “aún trabaja por doquier… como hace el astuto tiempo con sus nuevos nacimientos” (3: 311). Al consumar su historia de la Revolución con los acontecimientos de octubre de 1795, justo dos meses antes de su nacimiento el 4 de diciembre de 1795, Carlyle apuntaba a que él mismo fue el primer renacido de la Revolución, que de hecho invadió los hogares de los humildes (Rem., 30). (Merece la pena recordar que en “Illudo Chartis”, el padre de Stephen Corry decide enviarlo a la Universidad de Edimburgo “durante el eternamente memorable año de 1795”, un acontecimiento que el narrador compara con “un segundo renacimiento”, King, 167). Si fue “una desgracia nacer” en semejante época, ser un renacimiento de su espíritu, una historia sobre la Revolución, ayudaría por lo menos a imaginar “qué pensar de dicha época”, lo que significaba ser hijo de la Revolución (RF i: ii; HHW, 201).

El problema de Carlyle a la hora de escribir La Revolución francesa fue cómo hacer que fuera épica más que novelística en el sentido en el que utiliza estos términos en “Sobre la biografía”. Quería evitar las molestias que Sartor Resartus le planteó, especialmente la de su propia autoridad, pero no pudo resolver esta dificultad borrando simplemente el ego autorial. Efectivamente, el narrador de La Revolución francesa destaca tanto como el editor de Sartor Resartus. En su lugar, Carlyle se convirtió en un narrador que [62/63] interpreta la sociedad. No compuso La Revolución francesa como una cronología factual de eventos políticos, sino como una secuencia de episodios simbólicos a través de la cual el narrador y el lector descubren el significado de su propia época. Con este propósito, modeló un narrador histórico único (unique historical narrator) que habla en primera persona y en tiempo presente, representando las voces de los actores históricos e interpretando símbolos para crear una doble narración sobre la Revolución, tanto épica como épica burlesca.

El editor de Sartor Resartus y el narrador de La Revolución francesa, ambos se representan a sí mismos como intérpretes. El editor de Sartor tiene que descifrar el “caos” del volumen sobre la vestimenta y de las seis bolsas de papel llenas de fragmentos autobiográficos inconexos. El narrador de La Revolución francesa debe batallar con un embrollo intransigente de documentos históricos. Cada uno se dirige al lector directamente, encomendándose la tarea de permitir al lector entender este material. No obstante, la Revolución francesa invierte el procedimiento de Sartor Resartus; mientras el editor comienza con símbolos aleatorios que sitúa en una estructura narrativa ideada por él mismo, el narrador de La Revolución francesa parte de una cronología narrativa en la que debe descubrir los símbolos.

El editor intenta explicar la filosofía de la indumentaria y la vida de Teufelsdröckh por medio de la narración aun cuando, tal y como la representa, el material básico de Sartor Resartus se resiste al relato cronológico. Sartor no presenta un argumento lógico que se desarrolle de capítulo en capítulo; el material procedente del primer libro podría incluso intercambiarse con el material del último (Levine, Boundaries, 41-43; véase Gilbert, 433-36; Vanden Bossche, “El cierre profético”, 212-13). Los fragmentos autobiográficos a partir de los cuales el editor construye el libro segundo llegan en un orden apenas cronológico y para nada narrativo. Los patrones que el editor utiliza para organizar estos materiales no son inherentes a ellos, sino que son paradigmas narrativos conocidos que éste les impone. Para describir el proceso de comprensión del volumen dedicado a la indumentaria, recurre por ejemplo a la convención del viaje. Asimismo, encaja los fragmentos autobiográficos fortuitos en el patrón típico de la autobiografía espiritual (véase Peterson, 49-57). Para el editor, tanto el volumen de la vestimenta como la vida de Teufelsdröckh son un caos que debe interpretarse, pero la interpretación parece proceder de los patrones narrativos preexistentes, más que de los materiales en sí mismos. Al igual que el novelista en “Sobre la biografía”, el editor crea unas narraciones que son “Nada excepto una imagen lamentable de [su] propio Ser penoso” (CME, 3: 58). Dado que no existe ningún texto original, sino únicamente una interpretación [63/64] de un texto ficticio, Sartor Resartus encarna la tendencia de la interpretación para abrumar el texto interpretado.

Si bien el narrador de La Revolución francesa encuentra la mayoría de sus materiales históricos ya organizados en orden cronológico en colecciones como La historia parlamentaria y en los volúmenes de El monitor, la simple composición de una narrativa cronológica no le permitiría descubrir el significado de tales acontecimientos. Se queja además de que los editores de La historia parlamentaria ya han impuesto una narración que describe la recuperación del Cristianismo, argumentando contra ello: “¿Pero qué pasaría si la historia admitiera, por una vez, que todos los nombres y teoremas conocidos hasta ahora sobre esta narración se quedan cortos?... En tal caso, la historia, renunciando a la pretensión de ponerle un nombre actualmente, la miraría honestamente, mencionando lo que pudiera de ella!” (3: 204). Aunque la historia de Carlyle incluye también una tesis, éste afirma que la ha descubierto en la estructura simbólica de la misma Revolución. Por oposición al editor de Sartor y a los editores de La historia parlamentaria que derivan sus patrones narrativos de los relatos preexistentes, el narrador de Carlyle intenta extraer su interpretación de algo ajeno a él mismo, del propio material histórico.

Debido a que el narrador de La Revolución francesa se puede considerar como un personaje cuyo papel consiste en interpretar la historia de la Revolución, Carlyle no utiliza el modo omnisciente de la narración histórica, sino un modo en primera persona que dramatiza el proceso continuo de interpretación. El modelo omnisciente convencional, que usa la tercera persona y el tiempo pasado para que parezca que la historia “habla por sí misma”, crea la ilusión de la objetividad tratando al pasado como algo fijo y a la interpretación del narrador como exhaustiva (Barthes, “El discurso de la historia”, 68). Este patrón de narrativa histórica predomina en tal grado que Emile Benveniste lo designa sencillamente como historia (208-9; véase la introducción de White). Los historiadores convencionales han puesto desde hace mucho tiempo objeciones al estilo histórico de Carlyle. Recientemente, por ejemplo, Hugh Trevor-Roper se lamentaba de la “sobredramatización… juicios excesivamente personales… interrupciones retóricas… [y] egoísmo grotesco” de las historias de Carlyle (732). De hecho, la narrativa omnisciente sólo disfraza la presencia del narrador en primera persona y las suposiciones ideológicas del narrador. El uso de Carlyle de la primera persona y del tiempo presente provoca que su presencia se haga explícita. Podemos ver la diferencia entre estos dos modos históricos en las siguientes narraciones sobre la procesión de la Asamblea de notables el 4 de mayo de 1789, la primera procedente de La historia de Europa desde el comienzo de la Revolución francesa en 1789 hasta la Restauración de los Borbones en 1815 (1833) de Archibald Alison y la segunda de La Revolución francesa de Carlyle:

La tarde de antes [5 de mayo de 1789], una ceremonia religiosa precedió la fundación de los Estados. El rey, su familia, sus ministros, y los representantes de los tres Estados, caminaron en procesión desde la [64/65] iglesia de Notre Dame hasta la de San Luis para oír misa. La aparición de los órganos reunidos y la consideración de que una ceremonia nacional, durante tanto tiempo caída en desuso, estuviera a punto de revivir, excitó en la multitud el entusiasmo más jovial. El tiempo era agradable, el aire benévolo y solemne del monarca, los modales gráciles de la reina, la pompa y el esplendor del acto y las esperanzas indefinidas que despertaba, exaltaron los espíritus de todos aquellos que lo presenciaban. Pero los meditabundos observaban con dolor que las líneas hoscas de la etiqueta feudal eran preservadas con rígida formalidad y vaticinaron un mal augurio a la representación nacional que comenzaba sus trabajos con semejante distinción. En primer lugar, desfilaba el clero vestido majestuosamente con casullas moradas; a continuación, la nobleza con vestimentas negras, chalecos dorados, corbatas de puntillas y sombreros adornados con plumas blancas; por último, el Tercer Estado, vestido de negro, con capas cortas, corbatas de muselina y sombreros de plumas. Pero los amigos del pueblo se consolaban observando que, a pesar de la humildad de su atuendo, el número de los integrantes de esta clase social preponderaba con creces sobre los de las otras órdenes (i: 18 1-8 2; cito la edición de 1839, pero este volumen apareció en 1833. Escojo a Alison porque su historia representa la costumbre contemporánea y porque Carlyle estaba ligeramente familiarizado con ella: véase CL, 6: 373).

¡Sin embargo, mirad! ¡Las puertas de la iglesia de San Luis se abren de par en par y la procesión de todas las procesiones avanza hacia Notre-Dame! Gritos rasgan el aire, un alarido ante el cual los pájaros griegos podrían caer muertos. Es realmente una visión imponente y solemne. Los electos de Francia y después, la Corte de Francia. Reciben instrucciones y marchan por allí, todos según prescripción de sitio y vestido. Nuestros Comunes con un manto negro liso y corbata blanca; la Nobleza con capas de terciopelo trabajadas en oro, teñidas con colores brillantes, resplandecientes, con encajes susurrantes, con encajes ondeantes; el Clero con roquetes, albas o en sus mejores in pontificalibus: finalmente, llega el mismo rey y su familia, también en su llama más esplendente de fastuosidad, en su pompa final más deslumbrante. Cerca de mil cuatrocientos hombres marchando al unísono con el cometido más profundo.

Sí, en esa misa que marca el paso silenciosamente yacen suficientes generaciones futuras. Estos hombres no portan ningún arca simbólica, como los antiguos hebreos; sin embargo, también existe con ellos un pacto; ellos igualmente presiden una nueva era en la historia de los hombres (RF, 1: 134).

Alison se borra a sí mismo evitando dirigirse directamente al lector (lo cual implica un emisor en primera persona), eliminando comentarios sobre los acontecimientos y usando un estilo sencillo que busca desvanecer la propia escritura. Para soslayar los comentarios, atribuye los juicios a los demás (por ejemplo, a los “meditabundos” que observan la preservación de las distinciones sociales feudales). Como narrador, no guarda ninguna relación especial con la escena [65/66] (parece no estar en ningún lugar) mientras Carlyle se sitúa a sí mismo y a sus lectores en medio de la multitud que contempla la procesión. Carlyle comienza exhortando al lector mediante un apóstrofe exclamatorio: “¡Sin embargo, mirad!”, para observar la escena que está describiendo. El segundo párrafo del pasaje de La Revolución francesa (del cual sólo he incluido un cuarto) consiste íntegramente en los comentarios narrativos sobre el significado del acontecimiento, prescindiendo del relato del hecho en sí mismo. (C. F. Harrold ha estimado que tales glosas constituyen casi un tercio de La Revolución francesa; véase “El método general de Carlyle”, 1150). A lo largo del pasaje, el lenguaje de Carlyle llama la atención sobre sí mismo mediante la utilización de recursos retóricos y literarios tales como el apóstrofe, la repetición, la variación, la aliteración, la metáfora y la alusión (nótese los “pájaros griegos” y el arca de la alianza). Sobre todo, Carlyle dedica la totalidad de un capítulo a este episodio debido a su importancia simbólica que para él presagia todo el curso de la Revolución, mientras Alison concede sólo un párrafo a una ceremonia que, para él, posee poca relevancia en la cadena de los sucesos políticos.

El uso de la narración en tiempo presente por parte de Carlyle colapsa la distancia entre el pasado y el presente, enfatizando que el significado no es fijo en el pasado, sino que siempre está en proceso de construcción. En una narrativa que trata los acontecimientos como si estuvieran teniendo lugar ante los ojos del narrador y del lector, el pasado y el presente no se encuentran separados, dado que las creencias y las acciones que han constituido la Revolución conforman también las vidas del narrador y de sus lectores. Por otro lado, Carlyle dramatiza la Revolución tal y como pervive en el presente en momentos en los que el tiempo de la narración (el momento de la escritura) converge con el tiempo de los hechos históricos. Cuando, por ejemplo, escribe de Artois que él “ahora, como un hombre gris desgastado por el tiempo, se sienta desolado en Grätz” y nos informa en una nota al pie de página que “ahora” denota “A. D. 1834”, el año en el que está escribiendo el pasaje, saca abruptamente del pasado al actor histórico y lo introduce en el presente (1: 33). El “ahora” de este fragmento está continuamente desplazándose; las notas al pie que acompañan pasajes parecidos siempre indican el momento en el cual escribe, por lo menos en lo que respecta a una nota que aparece para cada uno de los tres años (1834, 1835, 1836), durante los cuales estuvo trabajando en la historia (1: 224, 3: 47, 312).

La primera persona del plural (por ejemplo, “Nuestros Comunes” en la cita de arriba) acorta la distancia entre el pasado y el presente, entre el narrador y lo narrado (véase Vanden Bossche, “La Revolución y la autoridad”, 284-85; J. Rosenberg, 77-78). En el pasaje siguiente, el referente de la palabra se mueve a medida que el narrador comenta cómo Danton defiende las masacres de septiembre: [66/67]

Cuando algún oficial le solicitó información sobre los prisioneros de Orléans y sobre los riesgos que habían corrido, [Danton] respondió sombríamente por dos veces, '¿No son estos hombres culpables?'. Cuando se le presionó, 'contestó con una voz terrible', volviéndose de espaldas. Dos mil asesinados en las prisiones; algo horrible si quiere, pero Brunswick está a un día de camino de nosotros y aún quedan veinticinco millones por asesinar o por salvar. Algunos hombres tienen tareas, ¡mucho más espeluznantes que nosotros! Parece extraño, pero no lo es, que este ministro Moloch de justicia, cuando a alguien que suplicaba por la vida de un amigo se le concedía acceder a él, se compadeciera de los humanos (3: 47; énfasis añadido).

La primera persona del plural (“de nosotros”) en la tercera frase (que comienza con “Dos mil asesinados…”) se refiere a Danton. Dado que no hay comillas que separen el discurso de Danton de la narración histórica (como en la primera oración), el discurso se fusiona sin embargo con el relato, lo narrado con el narrador. Esta elisión continúa en las oraciones concluyentes, conforme la ubicación principal del hablante se desliza desde Danton y el pasado hasta Carlyle y el presente, la última frase perteneciendo únicamente a este último. La estructura que ocurre entre (“Algunos hombres tienen…”) puede atribuirse a cualquiera de los dos, de modo que ambos se mezclan todavía más. Si lo leemos conjuntamente con la oración anterior, se convierte en una prolongación del discurso de Danton, y “nuestros” se refiere a los patriotas que hablan en primera persona en dicha oración. Pero si lo leemos junto con la oración final, se convierte en una parte del comentario de Carlyle, sugiriendo que la “tarea” de los patriotas en 1792 fue mucho más horrorosa que la “nuestra” durante la década de 1830.

Carlyle utiliza también esta técnica para representar la Revolución como una multiplicidad de hablantes y puntos de vista. Al fundirse con los actores históricos, es capaz de simpatizar con cada uno de ellos y de hablar con todas sus voces. Encarna la historia como la interacción de grupos, como diálogos entre personificaciones como “el patriotismo universal” y lo “legislativo”. En el siguiente pasaje, usa los guiones para indicar un intercambio de discursos entre los patriotas parisinos y las autoridades revolucionarias:

¿Los doce mil patriotas asesinados no claman (¡Oh, vosotros, legisladores!) venganza desde sus oscuras catacumbas, allí, en la pantomima de la muerte?... Aún más, aparte de la venganza y con un único ojo puesto en la salvación pública, ¿no existen todavía en este París (en números redondos) “Treinta mil aristócratas” de la naturaleza más maligna [67/68] que ahora son conducidos a su último triunfo? –¡Sed pacientes, vosotros los patriotas!: nuestro nuevo Tribunal de justicia, el “Tribunal de los diecisiete” se sienta… y Danton, sofocando a indecorosos jueces, improcedentes prácticas dondequiera que se hallen, es “el mismo hombre que habéis conocido en los Cordeliers”. Con semejante ministro de justicia, ¿no se hará justicia? —Dejemos que sea rápida entonces, contesta el patriotismo universal; ¡rápida y segura!— (3: 8-9).

Mientras las citas dentro de los discursos nos aseguran que la escena se basa en la evidencia documental, el diálogo comprime un largo curso de discusiones y debates. Estos diálogos condensados buscan representar no el acontecimiento literal, sino su significado simbólico. Dado que el narrador se une a estas voces en vez de distinguirlas como parte de una acción pasada, el texto da la impresión de que el narrador no es el manipulador de estas voces sino el producto de las mismas. En Sartor Resartus, los personajes que encarnan al hablante y que suenan todos como Carlyle, pueden considerarse como avatares de los diversos aspectos de su personalidad. En La Revolución francesa, intenta transcender el ego autorial para describir el abanico completo de figuras históricas (véase Bajtin, 299). Un efecto de esta práctica es la simpatía imparcial de Carlyle por prácticamente cada figura histórica a pesar de sus juicios personales sobre ellas. Aunque admira a Mirabeau y a Danton más que a Robespierre y a Luis XVI, pretende entender por qué actuaron del modo en que lo hicieron y cómo las circunstancias históricas les modelaron (e.g., 3: 106-7, 285-86). Véanse especialmente las muertes de Mirabeau, Marat, Maria Antonieta, Felipe de Orléans, y Mine. Roland (2: 146, 3: 169-70, 194-95, 207-10).

El narrador de La Revolución francesa, un narrador que pertenece al mundo que narra, busca interpretarlo descubriendo sus símbolos. Sugiere, en un capítulo titulado “Lo simbólico”, que los acontecimientos públicos son “Representaciones simbólicas” de las creencias (2: 47). Mientras la narrativa de Alison se organiza en términos de una cronología diaria de los episodios, prácticamente cada subdivisión de la historia de Carlyle que a menudo desestima la cronología, se centra en la revelación del significado simbólico de los hechos. 45 En cada nivel narrativo, los títulos se refieren a los sucesos literales en los que Carlyle descubre una acepción simbólica. Los títulos de los tres volúmenes de la historia desvelan su estructura básica, la rebelión inicial en contra del antiguo imperativo de encarcelamiento (“La Bastilla”), el intento por engendrar un nuevo orden social (“La Constitución”), y el descenso hacia una destrucción absoluta (“La Guillotina”). Lo mismo se puede decir de las otras subdivisiones de la historia; por ejemplo, la toma de la Bastilla representa la determinación del pueblo francés de romper la antigua estructura social; el “Viático” personifica no sólo el fallecimiento de Luis XV, sino los últimos ritos de la monarquía; “La era del papel” no simplemente la proliferación del material impreso, sino el carácter efímero de sus producciones en papel; y “el descrédito de los billetes” no sólo la reducción drástica de la tesorería, sino la bancarrota figurada del antiguo orden. El retrato que hace Carlyle sobre el amago sin éxito de la familia real por huir de Francia es casi alegórico. Ésta se escapa en una berlina sobrecargada y excesivamente grande [68/69] que como consecuencia se mueve tan despacio (de hecho, Carlyle exageró su lentitud / exaggerated its slowness) que un puñado de campesinos y de soldados retirados de la infantería montada pueden capturarla. Carlyle localiza en la berlina un símbolo del aumento de privilegios y de la tradición sin sentido en la que la monarquía se ha incrustado, causante de su inevitable caída. Como símbolos de poder, realmente han arrebatado al rey toda supremacía, dándole al pueblo el control.

Además de descubrir el significado simbólico de los acontecimientos individuales, Carlyle crea contrastes irónicos por medio de la yuxtaposición, a menudo dejando al descubierto que la significación simbólica de un hecho socava el mensaje intencionadamente simbólico de otro. Los franceses idean la Fiesta de las picas para expresar su creencia en el principio de la fraternidad, pero Carlyle sospecha de tales exhibiciones “teatrales”, contrastándolas desfavorablemente con los juramentos rituales que imitan, tales como “el pacto y la liga solemne” puritana, y la “fiesta hebrea del Tabernáculo” en la que “Toda una nación se congregó en el nombre del Supremo” (2: 47, 42). Sin embargo, la narración que continúa en la siguiente sección y que representa un motín en el ejército, revela significativamente que una violenta fiesta de “picas” desembocará en la anarquía y no en la fraternidad. Asimismo, Carlyle juega con los significados idiomáticos y literales del verbo francés “marcher” (“ir en orden”, pero literalmente “marchar”) para oponer el fracaso de la Constitución con el éxito de las tropas de Marsella. Mientras los “patriotas creyentes” piensan “que la Constitución marchará, ya que antiguamente tuvo piernas sobre las que sostenerse”, Carlyle enfrenta irónicamente su debilitada Constitución, que se vuelve “reumática”, “se tambalea” y finalmente “no marchará”, con los vigorosos marselleses y su grito de “Marchemos”, el cual provoca la insurrección de agosto de 1792 (2: 5, 223, 237; véase 227).

Si la épica representa la creencia de un pueblo tal y como se manifiesta en sus acciones, entonces la Revolución francesa que puso de relieve la descreencia de una nación, nos proporciona un material problemático para la épica. Dentro de su estructura épica, Carlyle plasma las acciones del pueblo francés como épica burlesca. Los franceses necesitan un deus ex machina (el uso del equivalente inglés por parte de Carlyle de esta frase, “dios procedente de una máquina”, ya tiende a desvalorizarlo), pero sólo obtienen un ineficaz “Marte de Broglie” y un acomodador real “Mercurio de Brézé” (I: 160). La maquinaria épica que motiva la acción de la historia se convierte en una mera “sospecha misteriosa” (1: 126-27). El “mar de vino oscuro” de Homero se adapta al epíteto burlesco de “mar verde” para describir a Robespierre. Finalmente, Carlyle [69/70] emula “El rizo robado” en su relación de la reina preparándose para huir como una heroína épica equipando a su héroe: “Se necesita nueva vestimenta, como es habitual en todas las transacciones épicas, aunque fuera en la edad de hierro más tenebrosa; ¡considérese a la 'reina Chrimhilde con sus sesenta costureras' en la férrea Canción de los Nibelungos! Ninguna reina se puede mover sin ropas nuevas” (2: 157). A diferencia de Chrimhilde que se casó con el indomable Sigfrido y se vengó terriblemente de los enemigos que lo mataron, Maria Antonieta, casada sin embargo con el inefectivo Luis XVI, se preocupa absurdamente de los “perfumes” y los “accesorios del aseo” que cargan el engorroso “Argosy” en el que la familia real insiste en viajar (2: 157, 168; véase CME, 2: 238). Mientras que Homero había sido capaz de “cantar” la creencia de una sociedad en un poema épico, Carlyle sólo puede expresar el escepticismo por medio de la “prosa”. Haciéndose eco de la tradicional invocación épica, escribe: “De la 'ira destructiva' del Sansculotismo es de lo que hablamos, careciendo desgraciadamente de voz para cantar” (1: 212; énfasis añadido). En una obra que persistentemente satiriza la construcción discursiva, resulta particularmente irónico que su épica deba ser hablada. [Uso de la épica burlesca en Carlyle / Carlyle's use of mock epic].

De igual modo que las aspiraciones épicas de la Revolución francesa se ven socavadas por los elementos épico burlescos, así su palpable estructura narrativa que representa el movimiento circular de la institución de orden monárquico a través de un periodo de transición al que sigue su destrucción y conclusión en una constitución de orden democrático, se ve menoscabada por una narración paralela que constata la corriente ininterrumpida de destrucción y anarquía aceleradas. La narrativa anterior representa el deseo de recuperar la autoridad, mientras que la posterior sugiere que la Revolución no puede hacer nada excepto destruirla.

Ambas narrativas comparten el mismo punto de partida en el volumen I, la destrucción de la monarquía, simbolizada por “La Bastilla”. Carlyle representa la autoridad en bancarrota de la monarquía debido a la inhabilidad de los sucesivos ministros de economía por evitar el incumplimiento financiero de pago. Hueca en su autoridad, la institución de la monarquía genera un rey que ya no puede crear el orden social. Aunque inicialmente Luis obliga a la obediencia (intenta gobernar por medio de edictos reales), no puede forzar las creencias. Esta situación no puede durar mucho y, con la toma de la Bastilla, el poder comienza a desplazarse hacia el pueblo.

Con el volumen II, “La Constitución”, las dos narraciones divergen; una representando el intento de la Asamblea Nacional por dar autoría a una Constitución y la otra, la anarquía creciente que desvitaliza esta empresa. Un “incipiente y nuevo orden social” parece emerger [70/71] cuando los franceses expresan sus creencias mediante el gran ritual del juramento de lealtad celebrado en “La fiesta de las picas” (2: 34). Pero el motín por parte de los royalistas en el ejército de Nancy expone la ausencia de lealtad, “el lado equivocado y desagradable de esa tres veces gloriosa Fiesta de las picas” (2: 100). Con el aniquilamiento de la autoridad real, ninguna autoridad se puede establecer y el ejército, que es “la misma herramienta de la instrucción y de la constricción por la cual todo se dirigía y mantenía en orden” se convierte “precisamente en el instrumento más terrorífico e inconmensurable del desgobierno” (2:73). En septiembre de 1791, la Asamblea completa una Constitución destinada a producir un nuevo orden social. No obstante, la monarquía constitucional que otorga al rey el poder para vetar toda legislación, sólo institucionaliza el conflicto entre la monarquía y la clase media. Luis intenta reafirmar su autoridad prohibiendo cualquier tipo de legislación, y debido a que la potestad se ve ahora fragmentada, ni Luis ni la Asamblea pueden gobernar. La anarquía aumenta y doblega los esfuerzos de la Asamblea por fundar un orden, de modo que el 10 de agosto de 1792, un nuevo levantamiento desbanca la monarquía constitucional justo igual que la toma de la Bastilla había destronado el Antiguo régimen. Así, la insurrección del 10 de agosto voltea la monarquía constitucional. En vez de descubrir la autoridad, la Constitución no hace sino hundirla más.

En el volumen final de la historia, “La Guillotina”, el intento por publicar una segunda Constitución se ve completamente sumergido por la creciente anarquía del Terror. Habiendo desvelado que la autoridad no puede dividirse entre la monarquía y el pueblo, la Asamblea procede a abolir la propia institución monárquica. El “Regicidio” consuma la abolición del poder que comenzó con la toma de la Bastilla: “el rey en sí mismo, o digamos mejor la dignidad de la persona del rey, va a expirar aquí” (3: 107). Sin embargo, cuando el pueblo asume la autoridad anteriormente sostenida por la monarquía, fracasa a la hora de fundar un orden social, de manera que la anarquía engulle a la nación.


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Actualizado por última vez el 6 de julio de 2004; traducido el 30 de julio de 2012