“Esos barcos de vapor que crean tanta confusión”, dijo la señora Gamp volviendo a mover su paraguas, “han contribuido más a apartarnos de nuestro trabajo cotidiano y a ocasionar acontecimientos cuando nadie los esperaba, especialmente esos ferrocarriles que chirrían, que cualquiera de los sobresaltos que jamás hayamos podido experimentar. He oído hablar de un hombre joven, un vigilante de la línea ferroviaria que abrió hace sólo tres años, y bien que lo conoce la señora Harris que en efecto está emparentada con él por el matrimonio de su hermana con un maestro aserrador, que ya es padrino en la actualidad de veintiséis benditos pequeños desconocidos, igualmente inesperados, y que a todos ellos les pusieron el nombre de la locomotora que fue la causa. ¡Puf!”, dijo la señora Gamp, prosiguiendo con su apóstrofe, “es muy fácil darse cuenta de que eres el invento de un hombre por tu desconsideración hacia las debilidades de nuestra naturaleza, muy fácil, ¡so bruto!” [Martin Chuzzlewit, capítulo 40]
“¡Oh, eres un mal muchacho!”, contestó Miss Mowcher, moviendo su cabeza violentamente. “Yo dije que éramos todos en general una colección de embusteros y saqué los recortes de uñas del príncipe para probarlo. Las uñas del príncipe me acreditan más entre las casas distinguidas que todos mis talentos juntos. Siempre las llevo conmigo, puesto que son mi mejor recomendación. Si yo, Miss Mowcher, le corto las uñas al príncipe es porque se supone que hago muy bien la manicura. Suelo dar esos recortes a las jóvenes damas que creo que los ponen incluso en álbumes [31-32]. ¡Ja, ja, ja! Les aseguro que todo el sistema social (como lo llaman los que dan discursos en el parlamento) ¡es un sistema confeccionado sobre las uñas de un príncipe!” [David Copperfield]
No me parece que sea suficiente decir sobre cualquier descripción que conforma la verdad exacta. Ésta debe estar allí, pero el mérito o el arte del narrador consiste en el modo de expresar la verdad. En cuanto a qué aspecto prevalece en la literatura, siempre me da la impresión de que todavía queda un mundo por hacer. Y en esta época, cuando la tendencia se asemeja a catalogar y a ser terriblemente literal y en hacer de la cuestión, en resumidas cuentas, una especie de sumario reducido que cualquier criatura miserable puede efectuar siguiendo este estilo, planteo la idea (realmente fundada sobre el amor que profeso) de que la supervivencia de la mismísima literatura popular en una clase de edad oscura, puede depender de semejante tratamiento imaginativo. [John Forster, La vida de Charles Dickens, Libro noveno, capítulo primero].
omo su carrera azarosa atestigua, Dickens fue realmente un hombre de su tiempo, y es en el contexto íntegro de una época caracterizada principalmente por la rapidez de los cambios, donde como primera medida, se deben leer sus escritos si se quiere que arrojen todo su significado. Igualmente parciales y por lo tanto reduccionistas son las opiniones de Chesterton y de los Pickwickians, quienes localizan lo mejor de Dickens en la vitalidad desbordante de sus primeras novelas cargadas de la nostalgia de su mirada retrospectiva a un orden anterior, así como las posturas de escritores como Gissing y Shaw, que prefieren las obras posteriores por el retrato realista y sombrío de la nueva sociedad industrial. El propio terreno del desacuerdo entre los dos enfoques sugiere la importancia de establecer una firme base histórica sobre la que asentar la perspectiva crítica del triunfo de Dickens.
En su naturaleza exuberante y heterogénea, Pickwick Papers, Nicholas Nickleby, La tienda de antigüedades y Martin Chuzzlewit son inequívocamente las obras de inspiración del mismo periodista que escribió Obras cortas de Boz. Podría considerarse que las siguientes palabras puestas en boca de Pickwick al final de su peregrinación constituyen una disculpa de Dickens por sus tempranas incursiones literarias: [33/34]
Nunca me arrepentiré de haber consagrado la mayor parte de estos dos años en mezclarme con diferentes variedades y rasgos de personalidades humanas: por muy frívola que mi búsqueda de la novedad pueda haberles parecido a muchos… Si el bien que he hecho ha sido escaso, confío en que el mal haya sido menor, y en que ninguna de mis aventuras sea otra cosa que una fuente de recuerdos divertidos y placenteros.
La forma en la que El viajero sin propósito comercial llegó ante el público en 1860 muestra que posteriormente en su carrera, el escritor todavía se ajustaba a los propósitos con los que había partido:
En sentido figurado, viajo para la gran firma de los “Hermanos filántropos”, y verdaderamente estoy bien relacionado con los modos en los que opera la fantasía. Literalmente hablando, siempre estoy deambulando de aquí para allá por mis habitaciones de Covent-garden en Londres, o bien por las calles de la ciudad o por los caminos vecinales de la zona rural donde me dedico a observar tanto los pequeños detalles como las cosas más llamativas que pienso que pueden interesar a otros precisamente porque a mí mismo me interesan.
Si la adopción inicial de Dickens del modo picaresco vino primordialmente determinada por su lectura infantil de Cervantes, Smollett y Fielding, apenas podría haber hecho una elección más acertada para sus propósitos y talentos. Esta forma se ha denominado la novela de los encuentros sucesivos, y con toda seguridad, son las grandes escenas cómicas y melodramáticas, a las que no se ha prestado demasiada atención y que pertenecen a las tempranas historias de Dickens, las que constituyen los pasajes ciertamente memorables. Que, de hecho, construyó sus narrativas con la función de vincular estas escenas entre sí es obvio por las ilustraciones que las acompañan, cuya temática el escritor acostumbraba a especificar. Los ejemplos abundan: Pickwick en el aprisco, la muerte de Sikes, el destrozo de Dotheboys Hall, Dick Swiveller enseñando a jugar a las cartas a Marchioness, Sarah Gamp y Betsey Prig tomando té.
Left to right: (a) Pickwick en el aprisco. (b) El destrozo de Dotheboys Hall. (c) Sarah Gamp
y Betsey Prig tomando té. [Not in print version.]
No es de sorprender que Dickens se diera cuenta de que el material [34/35] que se adaptaba más fácilmente al público lector procediera de sus obras tempranas. Cuando, por otra parte, quiso extraer una sección de David Copperfield, se encontró con problemas que describió a Forster del modo siguiente: “Todavía prevalece la enorme dificultad de que construí la totalidad con denodados esfuerzos y de que la he entretejido y fusionado de tal guisa que no puedo separar las partes para narrar la historia de la vida de David con Dora”. No se ha destacado lo suficiente que la naturaleza episódica del relato picaresco era también ideal y apropiada porque exhibía las excentricidades del habla y del comportamiento de los personajes cómicos y grotescos que constituyen los triunfos indiscutibles del arte de Dickens durante este periodo. Sam Weller, Quilp, la señora Gamp o Pecksniff disfrutan de existencias absolutamente libres y autónomas de modo que constreñir a cualquiera de estos personajes dentro de las exigencias de un argumento rígidamente tejido sería privarles de las oportunidades de su propio y desinhibido carácter que sustentan la mismísima esencia de su ser.
El lector que acríticamente se abandona a sí mismo ante los caprichos panorámicos de las primeras novelas de Dickens apenas se verá en disposición de demorarse en los pasajes ocasionales del comentario social, cáusticos como a menudo son. La conciencia reformadora está presente, pero sigue siendo difusa y se interesa sobre todo, como dijo Shaw, por “la delincuencia individual, las cuestiones locales más oscuras, la negligencia de las autoridades”. La injusticia y la opresión real ocurren dentro de un marco de incidentes melodramáticamente diseñados. Las víctimas sufren privadamente el resentimiento que, como en el caso de las persecuciones de Oliver por parte de Monk o la de Kate por parte de Ralph Nickleby, son absurdamente motivadas. El mal del villano viene contrarrestado por la benevolencia igualmente gratuita de tales personajes como Brownlow, los hermanos Cheeryble y Garland. La distancia que Dickens tenía que recorrer todavía para lograr la consistencia en la sátira de su periodo final se puede calibrar [35/36] contrastando la incursión esporádica de la crítica social en sus novelas tempranas con el desarrollo pleno de los mismos temas posteriormente. Así, la breve encarcelación de Pickwick en Fleet adelanta el decorado de Marshalsea que tanto domina la acción en La pequeña Dorrit. Ambas, Nicholas Nickleby y Tiempos difíciles, parten de escenas localizadas en la escuela, pero el régimen brutal de Squeers en Dotheboys Hall carece de la relevancia temática de la institución Benthamita de Grandgrind. Los horrores del paisaje industrial a los que Nell se ve fugazmente expuesto son poco más que un boceto preliminar de la tierra espiritualmente baldía de Coketown en Tiempos difíciles.
El mal siempre oscurece el mundo de la ficción de Dickens, pero el novelista estaba al comienzo de su carrera más ocupado con los efectos que con las causas. El sufrimiento visita a personajes que son tanto impotentes como irreprochables, cuya situación penosa por tanto, evoca una respuesta eminentemente emocional. El desamparo de los protagonistas infantiles de Oliver Twist y de La tienda de antigüedades junto con el muchacho idiota, Barnaby Rudge, rastrea en las profundidades del calculado patetismo, más bien para galvanizar las simpatías que para despertar la inteligencia crítica.
No fue antes de mediados de la década de 1840 cuando Dickens comenzó a observar la sociedad como una totalidad orgánica y a percibir en consecuencia la importancia de agrupar las vidas de los individuos dentro de patrones culturales generales. Ésta fue una década de extrema inseguridad política y económica durante la cual el populacho sintió por primera vez la opresión absoluta de la Revolución industrial. Barnaby Rudge es la primera de las novelas de Dickens en evidenciar una conciencia consistente sobre los problemas contemporáneos. El desasosiego generalizado que provocó la agitación cartista (Chartist agitation) por la reforma parlamentaria se refleja en cómo abordó las escenas de la muchedumbre y en cómo éstas describen ostensiblemente los disturbios Gordon de 1780. Los episodios americanos de Martin Chuzzlewit [36/37] ilustran con más detalle el reconocimiento de Dickens del poder creciente de la sociedad sobre sus miembros individuales. Los futuros individualistas como el Coronel Diver, Jefferson Brick, LaFayette Kettle, el General Cyrus Choke, el honorable Elijah Pogram, y Hannibal Chollop comparten una identidad común en sus prejuicios descaradamente nacionalistas.
Con Dombey e hijo, el dinamismo de los cambios y su efecto en la vida de la época comienza a dominar la imaginación de Dickens. El novelista encontró en el ferrocarril que se extendía de ciudad en ciudad por toda la faz de Inglaterra un emblema para el espíritu innovador que de la noche a la mañana había reemplazado al pausado mundo de los carruajes y las posadas rurales conmemoradas en Pickwick Papers. Aunque resulta demasiado larga para ser citada, la descripción del desorden inmemorial de Todgers en el capítulo noveno de Martin Chuzzlewit debería compararse con la descripción en el capítulo sexto de Dombey e hijo del tipo de desorden muy diferente que experimentan los jardines de Staggs ante la llegada del ferrocarril. En Todgers el pasado se preserva inviolablemente en el presente, y la escena de la siguiente novela afirma que el hoy es sólo un preludio del mañana. Igualmente sugerente es el contraste entre la gran firma comercial de la cual Dombey es la cabeza y esas empresas piratas que pertenecen a una era precapitalista que Dickens ridiculiza en Nicholas Nickleby y en Martin Chuzzlewit bajo las denominaciones irrisorias de “Unión metropolitana de magdalenas perfeccionadas y calientes y de buñuelos horneados”, “Compañía de entregas a tiempo”, y “Compañía anglobengalesa de préstamos desinteresados y seguros de vida”.
Tanto Ralph Nickleby como Montague Tigg son empresarios y como tales, transferibles a una condición social móvil. Dombey, por otra parte, es un pilar de la respetabilidad de la clase media y su orgullo desmedido es [37/38] inseparable de su posición social. Junto con este énfasis en el cambio, Dombey e hijo muestra cómo Dickens profundiza en la estructura de clase de la sociedad victoriana. Para tales personajes como Pickwick y los hermanos Cheeryble, las posesiones materiales no implican privilegios más allá de la oportunidad de dispensar caridad por lo que tratan a sus beneficiarios como a iguales. Dombey es el progenitor de una larga hilera de figuras en novelas posteriores para quienes la riqueza se ha convertido en un símbolo del estatus que confiere el derecho de oprimir a los menos afortunados. Las variaciones sobre este tipo literario son Bounderby, Merdle, y Podsnap. William Dorrit se une a esta compañía cuando hereda una fortuna y es capaz de traducir a la realidad su impostura en el papel del Padre de Marshalsea. Boffin y su mujer son los agentes de Dickens que sirven para ridiculizar respectivamente la aspiración presuntuosa por la cultura y el amor hacia las apariencias por medio de la moda que acompaña a los nuevos ricos. Mucho más mordaz en su reflejo del comportamiento petulante de Podsnap, sin embargo, son las pretensiones avariciosas que Golden Dustman asume para hacer que Bella Wilfer recupere el sentido. Un artículo de la Revista Blackwood de 1855 que Humphry House cita, atribuye con gran agudeza el éxito del novelista a su comprensión de la mentalidad capitalista, pero parece curiosamente rozar el absurdo al sugerir que Dickens era temperamentalmente compasivo con tal mentalidad:
No podemos sino expresar nuestra convicción de que fue a la representación de una clase a la que debió su rápida elevación hasta la cumbre de la ola del favoritismo popular. Es un hombre de sentimientos muy liberales, un asaltante de los males y de las autoridades constituidas, uno de los defensores en apelar por los pobres frente a los ricos en cuyo beneficio no ha escatimado ayudas durante su vida. Pero él es, a pesar de todo y quizá con mayor nitidez que cualquier otro autor de la época, un escritor de clase, el historiador y representante de un círculo dentro de los múltiples estratos de nuestra escala social. Independientemente de sus descensos a la clase más baja y de sus escapadas ocasionales al terreno menos familiar [38/39] de la moda, son el aire y el hálito de la respetabilidad de la clase media los que llena los libros del señor Dickens.
En las novelas escritas durante la década de 1850, Dickens llegó con mayor frecuencia a asociar todo lo que encontró fuera de lugar en el mundo que le rodeaba con la concentración de poder en la acaudalada clase media. Le pareció que las instituciones que tradicionalmente habían existido para salvaguardar el bienestar general estaban ahora en manos de los intereses creados, comprometidos con la perpetuación más que con la reforma de los males existentes. Comenzando por La casa desolada, el escritor se puso en camino para desnudar las fachadas hipócritas que enmascaraban el abuso de autoridad de las altas esferas. Su término hiperónimo para el monopolio de poder de los grupos privilegiados fue el “Sistema”. En un arrebato de lucidez, Gridley, el litigador de Shropshire, comenta desesperadamente lo siguiente sobre los trabajos penosos en los Tribunales que le mantienen entrampado:
¡El sistema! Por todas partes se me dice que es el sistema. Que no debo buscar a ningún individuo. Es el sistema. No debo ir al juzgado y decir, “Señoría, ruego que me informe sobre esto, ¿es correcto o no? ¿Tiene la desfachatez de decirme que se ha hecho conmigo justicia y que por lo tanto he sido despedido?” Su Señoría no sabe nada de esto. Simplemente se sienta allí para dirigir el sistema… ¡Acusaré a los trabajadores individuales de semejante sistema, cara a cara, ante el gran tribunal eterno!
La sociedad en su aspecto institucionalizado ha convertido a los criminales de las novelas tempranas en el verdadero villano.
El desprecio de Dickens por la clase gobernante data de sus días como periodista cuando informaba de los debates parlamentarios conducentes a la aprobación del Proyecto de Reforma de 1832 (Reform Bill). Durante las décadas subsiguientes un cúmulo de factores acentuó su pesimismo: la ineptitud de los intentos legislativos por enfrentar el malestar [39/40] motivado por la Revolución industrial, la desilusión de su viaje a América y la influencia de los escritos antidemocráticos de Carlyle. En 1854, el novelista proclamaba su “esperanza de que todo hombre en Inglaterra sintiera parte del desdén que yo siento por la Cámara de los Comunes”. Y al año siguiente, tras la debacle de Crimea, aseveró:
Cada hora que pasa me reafirmo en mi antigua creencia de que nuestra aristocracia política y nuestra costumbre de escalar socialmente son la muerte de Inglaterra. No veo un rayo de esperanza. En cuanto al espíritu popular, ha llegado a separarse tanto del parlamento y del gobierno, y se ha vuelto tan apático hacia ambos que pienso seriamente en ello como en un signo de lo más portentoso.
Esta actitud dictó la parodia brillante de la facción partidista en La casa desolada, con su representación de los “oodle-itas”, y los “uffy-itas” maniobrando por los deshechos de los cargos. Más exhaustiva y más profunda en sus implicaciones es la mofa en La pequeña Dorrit de la “Oficina de la circunlocución” bajo el dominio de Lord Decimus Tite Barnacle y de su clan de parásitos. La sátira política de Dickens culmina en el capítulo de Nuestro amigo mutuo donde describe cómo el advenedizo Veneering soborna su entrada en el parlamento con la riqueza que ha obtenido de la arriesgada especulación con las acciones de la corporación.
Sus primeras experiencias hicieron que Dickens sintiera poco respeto tanto hacia la profesión legal como hacia los políticos. Con raras excepciones tales como los Jaggers en Grandes esperanzas, en el resto de sus novelas los abogados desacreditan esta vocación. Ellos son los defensores corruptos y con frecuencia fraudulentos del orden establecido, los maestros de la prevaricación y del trato doble. La “Wiglomeración” contra la que John Jarndyce despotrica es su elemento natural. Muchas de las escenas memorables de Dickens procedentes desde Pickwick Papers hasta Historia de dos ciudades tienen lugar en los juzgados [40/41] y en ellas se burla de los procedimientos legales. La casa desolada, sin embargo, contiene el ataque más acérrimo de Dickens contra esta forma de la institucionalización de los embustes económicos. Los semblantes de Tulkinghorns Vholes, Conversation Kenge, y Guppy se diferencian cuidadosamente pero todos ellos se ganan la vida en el Tribunal de justicia y tienen un interés común en preservar el carácter obsoleto de tal reliquia. El efecto devastador que el caso de Jarndyce y Jarndyce tiene sobre las vidas de sus víctimas inocentes se transmite por medio del catálogo de nombres para pájaros de Miss Flite, el cual engorda hasta alcanzar un crescendo de humor descabellado: “Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Descanso, Vida, Polvo, Cenizas, Derroche, Carencia, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte, Astuto, Estulticia, Palabras, Alas, Harapos, Piel de oveja, Saqueo, Precedente, Jerga, Jamón ahumado, y Espinacas”.
En el mundo de las novelas de Dickens, la irresponsabilidad de las instituciones religiosas emparenta con la de la ley. Las sectas no conformistas exaltaron en particular el ánimo del escritor, quien se deleitó salvajemente poniendo en la picota a semejantes hipócritas como Stiggins, el reverendo Melchisedech Howler, y a Chadband. Aunque siempre estuvo dispuesto a inscribir su nombre en defensa de causas legítimas, Dickens reconoció que a menudo la filantropía organizada sólo se ocupaba accidentalmente de sus objetivos profesionales. El patrocinio de las empresas de caridad, que por entonces estaba en boga, provoca en Boffin una perorata acalorada y memorable que da lugar en La casa desolada a una anatomía mordaz del tipo de “benefactor” profesional. La rapazmente benévola señora Pardiggle, que fuerza a leer los tratados sobre Edward Pusey (Puseyite) a su albañil y a su familia, es tan poco considerada con las verdaderas necesidades de éstos como la señora Jellyby, inmersa en planes para la colonización de Borioboola-Gha, lo es con sus deberes domésticos.
Dickens compartió la creencia de todos los líderes reformistas victorianos de que se requería más y mejor educación si se buscaba ayudar a las clases bajas a perfeccionar [41/42] su condición, pero también percibió que las autoridades encargadas utilizaban la reforma educativa como una excusa para reglamentar las mentes de los alumnos, adoctrinándoles con prejuicios de clase e inculcándoles una aceptación acrítica de la corrupción de los valores. Junto con personajes como Paul Dombey y David Copperfield que sufren bajo métodos instructivos obsoletos, Dickens creó una galería de jóvenes a los que paradójicamente una educación más intensa había malogrado. Incluidos en esta categoría están Rob el afilador de cuchillos, Uriah Heep, Bitzer, Tom Gradgrind, y Charley Hexam. Las descripciones de la enseñanza en la escuela de Gradgrind y en la Academia Ragged a la que asiste el joven Hexam constituyen lecciones objetoras sobre cómo se sacrifica a las mentes jóvenes ante la aplicación de las teorías preferidas.
En ocasiones, el corazón de Dickens le hace desviarse, presentando una visión engañosa de la institución que está satirizando. Forster observó verazmente que “nunca estudió la política, de modo que siempre fue para él un instinto más que una ciencia”. Un caso a tener en cuenta fue el persistente fracaso del novelista por hacer justicia a los programas reformistas avalados por los filósofos radicales. La antipatía de los benthamitas (Benthamites') por la ineficacia administrativa y su pasión por sistematizar, oscurecieron los ojos de Dickens sobre el profundo humanitarismo que empujaba los esfuerzos de aquellos pensadores por mejorar los males existentes. Así, la dura realidad de Oliver Twist en un reformatorio penosamente dirigido despierta la empatía, aunque no permite considerar que la Ley para pobres (Poor Law) de 1834 fue promulgada para abolir las penalidades todavía mayores del socorro que se prestaba de puertas para afuera. Por la misma razón, el lector de Tiempos difíciles apenas puede esperar inferir que los libros azules parlamentarios de las estanterías de Gradgrind contengan los informes de los responsables y patrióticos comités gubernamentales creados para investigar las condiciones insufribles tanto de vida como de trabajo del populacho industrial. [42/43] Dickens fue siempre generoso a la hora de dar crédito a las agencias sociales cuyos actos de caridad conocía. Respaldó entusiastamente el gran trabajo de Shaftesbury y Chadwick sobre el Comité general de salud. Ya se ha señalado que su sátira legal no se extiende hasta la judicatura, aunque incluye a magistrados no remunerados como Fang en Oliver Twist, modelado en un celebridad original. En los trabajadores del barrio marginal, Frank Milyey de Nuestro amigo mutuo, y el cristiano, jovial y atlético canónigo Crisparkle de El misterio de Edwin Drood, Dickens presentó a la clase de eclesiásticos generosamente entregados a sus deberes clericales. De primera mano, el novelista admiró el mantenimiento ecuánime de la ley y el orden en la Policía metropolitana, y un tal inspector Field del Departamento de detectives que fue el modelo para el admirable Bucket en La casa desolada, representó de modo general el primer perro sabueso de la ficción inglesa. Para la ambientación de la muerte de Johnny en Nuestro amigo mutuo, se basó en el Hospital para niños enfermos, situado en la calle Great Ormond. En 1858, Dickens fue el principal portavoz en un banquete que recaudó tres mil libras para la fundación.
Normalmente se acusa a Dickens de que su crítica social, por muy coherente que sea, tiene una tendencia mayoritariamente negativa. La utilitarista Harriet Martineau fue de las primeras en regañar al novelista por la ausencia de propósitos constructivos en sus escritos, a pesar de reconocer su inmenso prestigio. En su Historia de los treinta años de paz, ésta escribió:
Concebir que alguien pueda en nuestra época ejercer una influencia social más poderosa que la del señor Dickens es bastante difícil. Sus simpatías se decantan por los que sufren y por los débiles, y esto le convierte en el ídolo de los afligidos, sea por la causa que sea. Ojalá que propusiera una filosofía social más sabia y que sugiriera una moral más noble para los desfavorecidos… [43/44].
Como objeción, se puede argumentar que la era victoriana, a través de la ley y de otros vehículos, puso remedio a las peores acusaciones sobre las cuales Dickens fue uno de los primeros en alertar, siendo sus escritos una contribución fehaciente a esta mejora. Sin embargo, la ofensa no tuvo gran relevancia, dado que fue el producto de la interpretación equivocada tanto de las percepciones como de los propósitos artísticos de Dickens.
En ningún momento, Dickens prohijó posturas doctrinarias ni estrechas, y todos sus intentos por vincularle con una escuela de filosofía política, se tratara de los Benthamitas, de los socialistas o de los marxistas, distorsionan seriamente su mensaje. El periódico Los tiempos londinenses fue el que casi acertó al llamarle “un escritor predominantemente de la gente y para la gente… el 'ciudadano más común de la Cámara de los Comunes' de la ficción inglesa”. Al igual que Cobbet durante la generación anterior y Carlyle y Ruskin durante la suya, su anticonformismo tiene un sello peculiarmente británico, una mezcla emocional de elementos tradicionales y revolucionarios que no tienen en cuenta la consistencia intelectual. El mejor término que le describió y que él mismo utilizó a menudo para autodefinirse fue “radical”. Humphry House, quien señaló que este apelativo todavía tenía un carácter vago en la época del novelista, sugiere que “de tanto atribuírselo, Dickens ayudó a extender su uso hasta aplicarlo a casi cualquier persona cuyas simpatías, siempre que se dieran las circunstancias, estaban del lado de los desvalidos”. La opinión de House la corrobora la afirmación de Anthony Trollope: “Si alguna vez hubo un hombre que llegara a serlo, él fue un radical por naturaleza que creyó totalmente en el pueblo, que escribió y que habló para ellos…”. Esta interpretación del Radicalismo, nos permite enmarcar en su contexto adecuado la esencia a menudo mal comprendida de su fe política, articulada el año anterior en el Instituto Birmingham y Midland antes de fallecer: “Mi fe en la gente que gobierna [44/45] es, en líneas generales, infinitesimal; mi fe en la gente gobernada es, en líneas generales, ilimitada”.
Como novelista, la preocupación de Dickens fueron los personajes y no los principios. Esto simplemente quiere decir que nunca pensó en sí mismo como un reformador práctico, responsable de abogar por medidas específicas para eliminar los males que lamentaba, sino que fue más bien un moralista cuya misión residió en destapar los orígenes de tales males mediante las actitudes emotivas y mentales que prevalecieron en su tiempo. En la temprana fecha de 1838, un escritor de La revista de Edimburgo identificó correctamente la intención de la enseñanza de Dickens:
Una de las cualidades que más admiramos en él es su espíritu inclusivo de la humanidad. La tendencia de sus escritos consiste prácticamente en convertirnos en benévolos y en avivar nuestras simpatías hacia los perjudicados y desvalidos de todas las clases, especialmente hacia aquellos más apartados de nuestra vista… Su humanidad es sincera, pragmática y valiente, y apenas presenta tintes de sentimentalismo.
A través de su ficción, Dickens se propuso como meta despertar la conciencia de su época. Un predicador no conformista le rindió el siguiente homenaje a su éxito: “Entre nosotros han estado trabajando tres grandes agentes sociales: la Misión de la ciudad de Londres, las novelas de Dickens y el cólera”.
El propósito moral que sostiene la obra de Dickens desde sus comienzos hasta su fin lo expresa el fantasma de Marley en “Cuento de Navidad”. Como respuesta a la afirmación de Scrooge de que él fue “siempre un buen hombre de negocios”, el fantasma grita: “¡Negocios!... La humanidad fue mi negocio. El bienestar de todos fue mi negocio: la caridad, la misericordia, la indulgencia y la benevolencia, todas ellas fueron mi negocio. Los tratos de mi ocupación no fueron sino ¡una gota de agua en el vasto océano de mis negocios!” El ideal dickensiano del espíritu comunitario aparece quizá encarnado del modo más atractivo en las festividades de Dingley Dell o en la celebración más humilde de la misma fiesta por parte de la familia Cratchit. Tales escenas llevaron al crítico francés Cazamian a atribuir al autor lo que denominó como “la filosofía de la Navidad”, sugerida en un altruismo desde el corazón, pero vagamente social. En las primeras novelas, son una serie de figuras de Santa Claus las que promulgan esta doctrina: el propio Pickwick, Brownlow, los hermanos Cheeryble y el anciano Martin Chuzzlewit. Gissing caracterizó mordazmente estas historias como aquellas que presentaban un “mundo de una benevolencia excéntrica”, en el que el “salvador de la sociedad” para el autor “era un hombre con una cartera llena y un gran corazón que hacía todo el bien posible en su propio ámbito”.
Aparte de las contribuciones de tales benignos dei ex machina, Dickens buscó primordialmente en las clases más bajas pruebas de tal sentido de hermandad para que representaran su ideal social. En La tienda de antigüedades, escribió: “…si alguna vez podemos considerar el afecto y el cariño doméstico como cosas valiosas, los pobres son agraciados por tenerlos. Los vínculos que unen a los ricos y orgullosos con su hogar se pueden forjar en la tierra, pero aquellos que ligan al hombre pobre a su humilde morada son del metal más auténtico y portan el sello del cielo”. En todas sus novelas acontecen escenas de la vida familiar que las clases humildes comparten sin pretensiones y que reflejan agriamente los efectos divisivos de la riqueza y del estatus social. Estos fugaces refugios de armonía doméstica incluyen los hogares de los Toodles en Dombey e hijo, los Pegottys en David Copperfield, y a los Plornishes en La pequeña Dorrit. Pero para Dickens las simpatías instintivas que unen a los pobres trascienden los lazos de sangre y nunca se manifiestan más poderosamente que en las épocas marcadas por la adversidad y la aflicción, contrastando nuevamente con el comportamiento egoísta de los miembros de las clases privilegiadas en semejantes situaciones. Dirigiéndose a la Asociación metropolitana de salud [46/47] en 1850, Dickens dijo: “Nadie que haya tenido alguna experiencia con los pobres puede evitar sentirse profundamente conmovido ante la paciencia, la empatía, y la hermosa rapidez con la que se ayudan mutuamente en las dificultades, en los momentos de sufrimiento y en la hora de la muerte”. Podemos recordar la entrega de Liz y Jenny, las esposas de los fabricantes de ladrillos en La casa desolada, o cómo múltiples ayudas llegan en Tiempos difíciles para rescatar a Stephen Blackpool del pozo de la mina. Acerca de la mala reputación de los artistas del circo, Dickens escribe: “Sin embargo entre esta gente abundaba un sentido extraordinario de la amabilidad y la inocencia, así como una incansable predisposición a ayudarse y a compadecerse los unos de los otros; aun más, adolecían de cualquier tipo de inclinación hacia los comportamientos perversos, …”.
La intención satírica que tan uniformemente subyace a la crítica social de Dickens tiende sin embargo a destacar aquello a lo que se opuso en vez de aquello de lo que estuvo a favor. Ya se manifestara en los términos políticos y económicos como “la relación constituida por las transacciones monetarias” del laissez-faire capitalista o en los términos sociales como la presunción ostentosa de la clase, para Dickens el temperamento de la época se resumía en el vicio invasivo y único del egoísmo. Según Forster, el novelista escribió sobre su desesperación ante el futuro de una gente esclavizada a la doctrina del “todos buscan su propio interés y nadie busca el ajeno”. Dickens exhibe la mezquindad de esta mentalidad en la parodia de la ética utilitarista en la que Fagin pone bajo su control a Noah Claypole. Para evitar el patíbulo, el judío le dice a su criatura:
Tú dependes de mí, y yo dependo de ti para conservar la comodidad de mi pequeño negocio. Lo primero es tu objetivo número uno mientras lo segundo es el mío. Cuanto más valores tu prioridad, más cuidado habrás de tener con la mía, de modo que llegamos finalmente a la conclusión que te comenté en un principio, que la consideración por [47/48] el objetivo número uno nos mantiene a los dos juntos y que lo seguirá haciendo a menos que ambos fracasemos al unísono.
El egoísmo, tema alrededor del cual se organiza Martin Chuzzlewit, condiciona el comportamiento de otros personajes tales como Bounderby, la señora Clennam, y Podsnap, que son realmente terribles en su capacidad para infligir infelicidad a las personas que dependen de ellos. Ninguno representa el papel mejor que el siniestro Blandois de La pequeña Dorrit, quien cínicamente invoca el rumbo del mundo para justificar sus maquinaciones. Cuando Clenman le pregunta si vende a todos sus amigos, éste contesta: “Vendo todo lo que exija un precio. ¿De qué viven los abogados, los políticos, los conspiradores, los negociantes?... En efecto, señor, la Sociedad se vende a sí misma y me vende también a mí: y yo vendo a la Sociedad”.
En Dickens, esta filosofía depredadora ha extinguido el mismo principio de la preocupación comunitaria, dejando a los débiles perpetuamente a merced de los fuertes. Las palabras de Oliver Twist, mientras se le conduce hacia la funeraria de Sowerberry, dramatizan tan conmovedoramente la impotencia de los desprotegidos que incluso Bumble se siente momentáneamente abochornado: “De veras que me portaré bien, ¡de veras, de veras que lo haré, señor! Soy muy pequeño, señor, y me siento tan, tan—… ¡tan solo!, ¡tan desesperadamente solo!” Para despertar la indignación moral, el novelista habitualmente escogía a niños y a miembros desamparados de las clases trabajadoras que pronto habían visto cómo la sociedad visitaba a sus ciudadanos indefensos. Y esta opresión destruye peligrosamente la dignidad humana cuando asume una forma institucional, ya que entonces es cuando opera con una impersonalidad total, tratando a sus víctimas como objetos sin alma. Así, Jo, el barrendero de La casa desolada, ve cómo las autoridades que no saben qué hacer con él, [48/49] a excepción de cuando le tratan como un peón para servir a los fines interesados que a él le resultan ininteligibles, le “desplazan” constantemente “de un lado para otro”. Tulkinghorn, Chadband, Lady Dedlock, Bucket, y Skimpole, todos ellos le utilizan. Del mismo modo, Stephen Blackpool en Tiempos difíciles, una vez que sucesivamente ha cumplido su misión como colilla para el agitador Slackbridge y su empleado Bounderby, observa cómo ambos se deshacen de él para convertirse en una herramienta de Tom Gradgrind. La plegaria de Stephen en la hora de su muerte, “ojalá que todo el mundo se sintiera unido y llegara a comprenderse mejor”, constituye, vistas las circunstancias, una acusación de la inhumanidad sobrecogedora que sufren tantos individuos en las novelas de Dickens. Ni incluso la familia queda inmune de la desintegración de todas las tradiciones que explican la falta de consistencia social en una época tan entregada a la auto-exaltación. Se ha sugerido que los retratos de Dickens sobre la dureza de corazón de los padres son un reflejo de su propio resentimiento frente a su padre y a su madre por abandonarle durante un periodo crucial de su infancia. Sea como sea, los niños abandonados de sus novelas reciben quizá menos lástima que aquellos a quienes sus padres explotan cruelmente para satisfacer sus propios fines egoístas. Entre los que trafican con el amor de los hijos e hijas encontramos al señor Dombey y la señora Skewton en Dombey e hijo, Turveydrop, la señora Jellyby y Skimpole en La casa desolada, Gradgrind en Tiempos difíciles, William Dorrit en La pequeña Dorrit, y Gaffer Hexam y el señor Dolls en Nuestro amigo mutuo.
Las calamidades que afectaban al grueso del pueblo durante la era victoriana produjeron, como reacción, la emergencia de un corpus extenso y elocuente de crítica social. Las denuncias de Dickens sobre la insalubridad y la ignorancia, así como la falta de atención responsable por tales condiciones y la degradación resultante, [49/50] no añadieron nada sustancial a la predicación de Carlyle, Ruskin, y de los otros grandes reformadores contemporáneos. Además, el lector que busque información basada en hechos sobre el estado de los suburbios y de las fábricas encontrará una documentación exhaustiva en la obra de los novelistas que escribieron con un propósito didáctico más marcado. Como tratados de la época, Sybil de Disraeli, Alton Locke de Kingsley y Mary Barton y Norte y Sur (North and South) de Elizabeth Gaskell, poseen un valor sociológico mayor que las novelas de Dickens. No obstante, estas novelas alcanzan una proyección imaginaria, ausente de otros enfoques más programadamente realistas sobre la escena contemporánea, puesto que en el corazón de la tentativa de Dickens yacía la profunda convicción de que no sólo de pan vive el hombre, de que el bienestar físico no basta si no viene iluminado por la visión de las cosas más elevadas. Un artículo de Palabras de andar por casa, titulado “Los entretenimientos de la gente”, y escrito en la época de la Gran Exhibición (Great Exhibition), resume la creencia del autor: “Todos nosotros tenemos una capacidad imaginativa que ninguna cantidad de máquinas de vapor puede saciar, y que ni la misma Gran-exhibición-de-las-obras-industriales-de-todas-las-naciones podrá probablemente apaciguar”. En Tiempos difíciles escribió:
Los pobres siempre permanecerán con vosotros. Cultivad en ellos, ahora que estáis a tiempo, las gracias más excelsas de la fantasía y el afecto para que adornen unas vidas tan necesitadas de embellecimiento. Si no hacéis esto, el día en que triunféis, cuando sus almas se hayan visto totalmente privadas de semejante romance y ellos y su desnuda existencia se miren cara a cara, la Realidad les pegará un zarpazo y terminará con vosotros. [Por supuesto, Dickens reservó sus declaraciones más directas sobre los males existentes para sus discursos y las páginas de Palabras de andar por casa y Durante todo el año].
En contraste con otras novelas victorianas con un sentido de la presión social [50/51] del contexto sobre la vida interior y exterior de sus personajes, el lector no sólo aprende cómo era la vida del mundo representado, sino qué habría sentido realmente si hubiera vivido en semejante lugar. Especialmente en las historias posteriores, la atmósfera moral se ve polarizada con la desesperación impotente de las clases bajas en un extremo y con la complacencia despiadada que rige a la clase media en el otro. Los dos temperamentos se combinan para crear una impresión de apatía y tristeza, indicativa de la parálisis de la voluntad social que para Dickens pareció ser cada vez más el verdadero mal del siglo.
Una escena de “Las campanadas”, la historia de Navidad de 1844, ilustra brevemente el sentido de Dickens de cómo las teorías de los economistas políticos redujeron sin derramar sangre la naturaleza humana a una abstracción. Éste es el pasaje en el que el estadista malthusiano (Malthusian) convierte en culpa el placer inocente de Trotty Veck por su almuerzo de tripas. Más adelante en la misma historia, Fern habla en nombre del autor al expresar la petición de justicia social del trabajador, y es de notar que él no se detiene en la exigencia de unas mejores condiciones de vida, sino que continúa culpando del antagonismo de clases a la negligencia sistemática o al abuso de las autoridades de explotar los lazos promotores de la comunidad movida por los intereses. Dickens volvió a plantear un argumento muy similar diez años después, cuando, tras una visita al pueblo de Preston azotado por la huelga, con la finalidad de documentarse para la escritura de Tiempos difíciles, declaró en Palabras de andar por casa que “la economía política es un mero esqueleto a menos que tenga una mínima piel que la cubra y la engorde, una cierta frescura que florezca sobre ella y un poco de calor para darle temperatura”.
Basándose en casi las mismas razones, Dickens despreció el espíritu sectario de la religión. Cuando revisó los artículos de su propia fe, escribió lo siguiente a un clérigo la víspera de Navidad de 1856:
[51/52] No creo que haya muchos hombres que tengan una veneración más humilde por el Nuevo Testamento, o una convicción más profunda de su autosuficiencia, que la que yo poseo. Si alguna vez … me equivoco al respecto, es porque desapruebo todas las profesiones relacionadas con la religión como una de las causas principales de por qué la marcha del verdadero Cristianismo se ha retrasado. Debido a esto, mi observación de la vida me induce a estimar como incalificablemente horrorosas y espantosas todas esas peleas insultantes sobre el significado literal del texto bíblico que priva a cientos de miles de personas del verdadero espíritu de la religión.
Dickens atribuyó especialmente el fracaso de la religión para redimir a su época del materialismo a la intromisión en la clase media de la sombría rama puritana que equiparaba la salvación con la prosperidad mundana. Si en sí misma era pesimista, se volcó en suprimir el instinto alegre en los demás. Su estereotipo más memorable aparece representado en la señora Clennman de La pequeña Dorrit, a quien la culpa le acosa y se siente una enemiga de la vida. Arthur Clennam la sitúa entre aquellos cuya “religión consistía en un sacrificio tenebroso de gustos y simpatías que nunca eran propiamente suyos, sino que los ofrecían como parte de un trato para asegurar sus posesiones. Rostros austeros, disciplina inexorable, castigos en este mundo y terror en el siguiente, nada agraciado ni amable en ninguna parte…”. Para Dickens, la penumbra deprimente de los domingos en Londres epitomizaba todo aquello prohibido para el temperamento religioso de la Inglaterra victoriana. Allá por 1830, escribió bajo el seudónimo de Timothy Sparks un panfleto titulado “Tres encabezamientos para el domingo: tal y como es; lo que las medidas del Sabbath harían de él; como podría ser”. La ocasión inmediata que dio lugar a esta diatriba fue “La observancia dominical del proyecto de ley” de Sir Andrew Agnew, que el escritor consideraba como una conspiración por parte de las clases gobernantes para privar al populacho de su único día a la semana de placer despreocupado.
A pesar de defender la educación para las masas, Dickens se daba cuenta de que el grueso de los sistemas educativos, ya [52/53] fuera el Estado o la Iglesia quien los patrocinara, operaba en base a los mismos principios aguafiestas. Durante una cena para las Escuelas Warehousemen y Clerks en 1857, denunció a todos los colegios
en los que se desmotiva completamente el resplandor de la imaginación infantil y donde a todos esos relucientes rostros inocentes, que son para los más sabios de entre nosotros tan agradables de recordar más adelante en nuestra vida cuando el mundo nos resulta demasiado pesado en nuestros primeros momentos y después, se les arrebata aterradoramente su expresión. Esos colegios en los que nunca he visto entre sus alumnos, bien sean muchachos o muchachas, nada excepto pequeños loros y pequeñas máquinas calculadoras.
En otro discurso durante el año siguiente, desarrolló sus ideales educativos haciendo referencia al modo de enseñar de Cristo: “El conocimiento posee un poder muy limitado cuando se circunscribe a informar la inteligencia, pero cuando instruye también al corazón, posee un poder sobre la vida y la muerte, sobre el cuerpo y el alma que domina el universo”. Sin duda gracias a las recompensas de las tempranas lecturas que aún conservaba en su mente, el novelista insistió especialmente en lo importante que era alimentar la capacidad de asombro durante la juventud. Comenzando por “Los papeles Mudfog” que aparecieron en La miscelánea de Bentley (1837-1838), satirizó persistentemente a los doctrinarios utilitaristas que arrinconaban la fantasía insistiendo en la adquisición de la información basada en hechos. La novela en la que aborda este tema de un modo excepcional es por supuesto Tiempos difíciles. La definición del caballo del libro de texto que permite a Bitzer localizar a Sissy Jupe no permite predecir que el animal que baila en el circo fracasará en su búsqueda de Tom Gradgrind. Y como consecuencia del caos que sus teorías educativas suscitan, el señor Gradgrind tiene que reconocer humildemente la supremacía de la sabiduría impulsiva del corazón de Sissy. El relato de Sleary sobre la generosidad que el perro artista del señor Jupe exhibe, destaca como [54/55] comentario final sobre el significado que tiene para Dickens: “Parece”, dice el dueño del circo a Gradgrind:
que esto quiere decirnos dos cosas, ¿no, señor?... una es que en el mundo existe el amor y que no todo es egoísmo, sino algo muy diferente; la otra es que tiene una manera muy particular de calcular o no, a la que de un modo u otro resulta tan difícil atribuirle un nombre ¡como a los comportamientos de un perro!
La información preliminar de Palabras de andar por casa fijaba los objetivos que Dickens esperaba cumplir en su semanario:
Ni el espíritu utilitario ni las ataduras severas de la mente a la oscura realidad aportarán el tono a Palabras de andar por casa. En los corazones de los jóvenes y de los ancianos, de gente próspera y de gente pobre, abrigaremos tiernamente esa luz de la fantasía que es inherente al sentir humano y que, de acuerdo con su naturaleza, arde gracias a una llama inspiradora o se hunde en un tétrico reflejo, pero que (¡ojalá que no acontezca ese día!) nunca se puede extinguir. Queremos mostrar al mundo que, en todas las cosas cotidianas, incluso en aquellas que en su superficie parecen repulsivas, prevalece la fuerza del romance siempre que seamos capaces de descubrirla. Queremos enseñar a los trabajadores que más se esfuerzan en esta rueda giratoria del afán que su tarea no consiste necesariamente en una labor taciturna y brutal, excluida de las simpatías y gracias de la imaginación. Nuestra voluntad es juntar a los más grandes y a los más pequeños en ese inmenso campo y prepararlos para que se conozcan mejor y alcancen una comprensión más amable: éste es uno de los propósitos de Palabras de andar por casa.
Idéntica meta fue la que se aplicó a Durante todo el año, donde el editor anunció que continuaría luchando por “Esa fusión de los dones de la imaginación con las realidades de la vida que son vitales para el bienestar de la comunidad…”. Un intento semejante fue el que sobresalió en la ficción de Dickens. El prefacio de La casa desolada declara que en esta historia se había “detenido deliberadamente en el lado romántico de las cosas cotidianas [54/55]”. En consecuencia, cualquier estimación del significado de las novelas de Dickens como comentario social de su época debe tomar en consideración la doble función del autor como crítico y artista.
Igual que dejó clara cuál era su visión social, Dickens descubrió simultáneamente más medios imaginativos para proyectar tal visión. Aunque la discusión de los aspectos formales de sus logros se lleva estrictamente a cabo en los capítulos posteriores de este volumen, se pueden aportar aquí algunas indicaciones de cómo el escritor combinó una extraordinaria astucia como respuesta a la vida contemporánea con una habilidad para transmutar sus observaciones en temas de relevancia duradera. Como resultado, su obra transciende las limitaciones tanto de la novela social como de la novela naturalista: la una queda confinada a la actualidad por medio de sus miras didácticas, la otra es excesivamente literal en su empeño por la verosimilitud.
De entre las novelas de Dickens, La casa desolada, La pequeña Dorrit, Tiempos difíciles y Nuestro amigo mutuo son las más ricas en cuanto a referencias para los estudiantes de la vida victoriana. Los expertos han demostrado la exactitud histórica de la mayor parte de los acontecimientos de estas narrativas, se trate de la ampliación del sistema legal en La casa desolada, la agitación trabajadora en Tiempos difíciles o el pánico financiero en La pequeña Dorrit. Sin embargo, el autor ha generalizado de tal modo el tratamiento de los fenómenos contemporáneos que éstos rebasan sus contextos concretos. La casa desolada apareció en un momento en el que una cadena de crisis ministeriales estaba poniendo de manifiesto la falta de un liderazgo responsable en Inglaterra, aunque no es necesario tener estos hechos en mente para reconocer en las operaciones de Chesney Wold una sátira atemporal sobre el patronazgo político y el sistema de la expoliación. Simultáneamente, aunque para la “Oficina de la circunlocución” de La pequeña Dorrit se inspiró directamente en el descubrimiento de las flagrantes malas gestiones de todos los departamentos a los que se había confiado la dirección de la Guerra de Crimea, la acusación de Dickens [55/56] de la burocracia y el caos de las entidades oficiales no ha perdido ni un ápice de consistencia.
El éxito del novelista en recurrir a los fines artísticos para ejercer su celo reformista es quizá más aparente en el desarrollo de las imágenes asociativas. La niebla que envuelve el inicio de La casa desolada por medio de una expansión metafórica abraza los procedimientos turbios del Tribunal de justicia. Del mismo modo, los montículos de polvo de Old Harmon en Nuestro amigo mutuo, una característica demasiado real del paisaje de la ciudad, representan emblemáticamente la esencia totalmente sórdida y codiciosa de la economía capitalista. En contraste con los relatos levantados sobre los hechos reales de las condiciones de vida y de trabajo que otras novelas del periodo proporcionaron, el método de Dickens en Tiempos difíciles es impresionista. La descripción de Coketown no insiste en la maquinaria de las fábricas que permanece al aire libre sin guardar ni en las alcantarillas destapadas bajo las viviendas, sino que más bien, evoca la monotonía cadavérica que se convirtió en el elemento verdaderamente embrutecedor en las existencias de los trabajadores. Sin embargo, dudamos de que un ensayo de tendencia naturalista pueda imprimir un sentido tan indeleble del efecto devastador que la era de la maquinaria ha dejado en el espíritu humano como el enfoque imaginativo de la siguiente descripción:
Era un pueblo de ladrillo rojo, o de ladrillos que habrían sido rojos de haberlo permitido el humo y las cenizas, pero dadas las circunstancias, era un pueblo de un rojo desnaturalizado y de un negro semejante al rostro pintado de un salvaje. Era un pueblo lleno de maquinaria y de altas chimeneas, de las cuales nacían serpientes interminables de humo que se arrastraban perpetuamente sin desenrollarse jamás. Tenía un canal negruzco y un río cuyas aguas púrpuras corrían teñidas de una pintura maloliente, así como montones enormes de edificios saturados de ventanas que temblaban y eran sacudidas durante todo el día, y donde el pistón de la máquina de vapor trabajaba monótonamente de arriba para abajo como la cabeza de un elefante en un estado de melancólica locura. Había varias calles bastante amplias, todas ellas muy similares entre sí, y numerosas calles más pequeñas igualmente simétricas en las que habitaba [56/57] gente muy parecida que salía a las mismas horas con el mismo sonido sobre los mismos pavimentos para desempeñar el mismo trabajo, y para quienes cada día era el mismo que ayer y que mañana, y cada año el homólogo del pasado y del siguiente.
Modificado por última vez el 11 de octubre de 2002; traducido el 11 de octubre de 2011