arlyle representa la Revolución como un agente que consume en llamas la antigua estructura social y que intenta construir una nueva mediante la redacción de una Constitución. Sartor Resartus ya había empleado la metáfora de la albañilería para describir el proceso de la escritura. El editor de Sartor se autorretrata como un constructor de puentes que cruza el mar que separa a los lectores británicos del [71/72] filósofo germano sobre la indumentaria. Como en “La reminiscencia de James Carlyle”, el edificador de puentes conecta el cielo con la tierra, siendo el Prometeo que “puede traer un nuevo fuego del cielo” (225). Como traductor de la filosofía de Teufelsdröckh, el editor transmite la autoridad del Trascendentalismo alemán a la tierra del Empirismo británico. O, por decirlo de otro modo, levanta un puente que nos permite pasar de la existencia ordinaria a la “tierra prometida” (255).
Pero las metáforas del editor sugieren en último término que su puente nos conduce a un caos infernal, no a un idilio trascendental. Lo compara, no con un puente como el de Tieck que desemboca en una tierra de hadas, sino con una estructura entre el infierno y la tierra que el Pecado y la Muerte en El paraíso perdido han construido (79). Aún más, sólo puede “concluir” pero “no completarlo”: “El autor no pudo construir ningún arco firme que se extendiera por lo impasible mediante una autopista pavimentada; únicamente, como se dijo, alguna serie zigzagueante de plataformas flotando tumultuosamente sobre ello” (268). Dado que este puente es la metáfora del editor para su proyecto de transmitir en la escritura la vida de Teufelsdröckh, tal proyecto parece ser un fracaso. Igual que el editor fracasa en su intento de construir un puente hacia el cielo, así los franceses malogran la “edificación” de una estructura social utópica, creando en su lugar el Terror.
En la historia de Carlyle, la Bastilla (texto) es este edificio, la metáfora de todo el esqueleto social del Ancien régime. La Bastilla es el nombre genérico de una fortaleza, derivado del verbo bâtir, construir: “[la] denominaron como la Bastilla o el Edificio como si no hubiera otras construcciones” (1: 131). Carlyle llama a la Bastilla junto con otros edificios medievales, un “ideal materializado”, lo cual es una expresión del orden social feudal y de las estructuras sobre las que la nación reside. Mantiene además que, mientras los reyes de Francia han perecido, las estructuras físicas y sociales que “realizaron” permanecen, y nombra entre estos “ideales materializados” tanto las “catedrales” como un “credo” (o memoria de un credo en ellos), tanto el “Estado como la ley” (1: 8).
La metáfora del orden social como una casa o edificio ya estaba presente en la escritura política cuando Carlyle escribió La Revolución francesa (véase Arac, Espíritus encomendados, 124). Burke la utiliza a lo largo de sus Reflexiones sobre la Revolución, argumentando que a pesar del antiguo orden y de su deterioro, “todavía poseía” los cimientos de un castillo nuevo y venerable que podría haberse “reparado” (40; véase 79, 99, 105, 196-97). Carlyle toma la misma metáfora y la trata de modo diferente, encontrándose con que la estructura social que [72/73] antiguamente sirvió como una casa (un “castillo” protector como en “La reminiscencia de James Carlyle”) se había convertido en una prisión, una Bastilla. De hecho, la Bastilla se construyó durante la era feudal para proteger al pueblo de París de las invasiones, pero hacia el siglo XVIII, sólo se utilizaba para encarcelar y sofocar los disturbios populares. La única solución era destruirla y reconstruir el orden social.
Carlyle enfatiza que las creencias, no la fuerza física, crean y derrocan estas estructuras sociales. La destrucción de la Bastilla sólo desempeña el papel simbólico de la devastación de la “antigua Francia feudal” por parte de filósofos como Voltaire y Diderot (RF, 2: 201). En “Diderot”, Carlyle describe el “Fin de un sistema social… que durante más de mil años se había estado construyendo a sí mismo” como el ocaso de un edificio, claramente la Bastilla:
bandas activas se meten a la fuerza en sus cuñas, se ocupan de sus palancas, generando la agradable impresión de que hay un trabajo en marcha. En vez de caer una piedra por aquí y por allá, un puñado de polvo aquí y acullá, masas enteras, nubes enteras y torbellinos de polvo caen derribados: también se utilizan antorchas y el fuego prende fácilmente lo podrido, y ¿qué podemos decir de los remolinos de llamas, qué de los remolinos de polvo, y qué del estruendo de las torres que se derrumban? La inquietud se vuelve notablemente interesante y nuestros artesanos pueden alentarse los unos a los otros con “Vivas” y gritos de “Acelerad el trabajo” (CME, 3: 179-80).
Carlyle interpreta el ataque a la Bastilla como un conato por destruir el antiguo orden social, los golpes de las hachas sobre el puente levadizo destinados en contra de la “Tiranía” y todo su “maldito edificio” (RF, i: i). Resta valor al papel de la fuerza bruta destacando que sólo un único parisino falleció en la toma y concluye con que la Bastilla, “como la ciudad de Jericó fue volteada por un sonido milagroso”, una inversión de la música órfica que construyó Tebas (1: 210; véase SR, 263).
La preocupación de Carlyle es que los procesos de destrucción, una vez que se desencadenan, son difíciles de controlar. La Revolución, escribe, es “la rebelión abiertamente violenta y la victoria de la anarquía desencarcelada en contra de la corrupta autoridad desgastada; cómo la anarquía revienta la cárcel, estalla desde lo infinitamente profundo y se enfurece incontrolablemente, incomensurablemente, envolviendo un mundo, a través de fase tras fase de frenesí febril, hasta que el fuego extingue en sí misma esta histeria, y sean cuales sean los elementos del nuevo orden que conservaba (puesto que toda fuerza contiene a éstos) y que se estaban desarrollando, lo incontrolable es capturado, y aun cuando no se puede nuevamente encarcelar, sí es sin embargo enjaezado, siendo sus fuerzas irracionales obligadas a trabajar para cumplir con su objetivo [73/74] como si fueran sensatas y reguladas (sane regulated ones)” (1: 211-12). El fuego es la metáfora más común y sobresaliente de La Revolución francesa, casi siempre representando la desenfrenada difusión de la destrucción: “El feudalismo ha sido herido de muerte… por el fuego; digamos que por autocombustión… a través de una combustión materialmente visible, castillo tras castillo se va sumando; a través de una combustión espiritualmente invisible, autoridad tras autoridad” (1: 231, 2: 107; véase 227). El problema para los revolucionarios es cómo “volver a encarcelar” esta fuerza revolucionaria. (Sobre la importancia de la metáfora del fuego en las obras precedentes a La Revolución francesa, véase Cabau, 12ff., y passim). El título del capítulo en el que este pasaje aparece, “Elaborad la Constitución”, apunta hacia la siguiente fase de la Revolución: el intento por “construir” un nuevo edificio social será el tema del segundo volumen, “La Constitución”. En la conclusión de este capítulo, Carlyle introduce una analogía entre el empeño por publicar la Constitución y el proyecto de construir una estructura social con un comentario que sugiere las dificultades y los fracasos que quedan por delante: “Una Constitución se puede construir, bastantes Constituciones lo empeoran todo” (Sièyes 1: 215).
Mientras las catedrales y las fortalezas del antiguo orden social se han construido, como las casas de James Carlyle, con piedras eternas, la Constitución edificada para albergar la nueva condición social se ha hecho sin embargo con un papel efímero. Ninguna de las tres Constituciones que Sièyes propone “construir” dura más de un año. La primera es un mero castillo de naipes, un “castillo de cartas” con un “papel en su cumbre” en vez de una “piedra en su cima”: el “Edificio de la Constitución” o “el edificio constitucional, compuesto con… los juramentos explosivos de la coalición y con sus piedras en la cúspide sacadas a la luz mediante danzas y luminiscencias variopintas, se vino abajo como una delicada vajilla de loza… en apenas once meses” (1: 215, 221, 2: 195, 203-4; nótese que el significado más temprano de la palabra tejido es un edificio o construcción; asimismo, tal término evoca también la metáfora de la vestimenta en Carlyle y sus connotaciones sobre la red orgánica de relaciones humanas; véase también Reflexiones, 24). La segunda Constitución, levantada sobre la inestable “basura y los peñascos” de la primera, sufre igualmente “la rápida, frecuente y peligrosa caída de los andamios y de los escombros del trabajo”, sin nunca llegar a implementarse (3: 69). Es la quintaesencia de la Constitución en papel: “Nunca llegó a ser algo más que papel, y nunca lo será” (3: 186; énfasis añadido). La Constitución final es simplemente tan frágil como sus predecesoras; otro “edificio de papel” construido por su hasta ahora “arquitecto” sin éxito, Sièyes. Únicamente acaba con el proceso de la redacción de las Constituciones porque formaliza el orden social que Napoleón impone mediante la fuerza más que mediante la aportación de un sistema de creencias.
La metáfora de la construcción sobre papel es una extensión de la representación de Carlyle sobre el siglo XVIII como “La edad del papel”, una era de “los libros de papel, esplendente de teorías, filosofías y sensibilidades” (1: 29). Los filósofos han abierto la “caja de Pandora” del “papel impreso”: “baladas callejeras”, “epigramas”, “periódicos manuscritos”, “panfletos”, [74/75] y novelas como “Paul y Virginia de Saint Pierre, y El caballero de Faublas de Louvet” (1: 59, 55, 56, 60). Tras la toma de la Bastilla, la proliferación del papel se acelera: “Los comités sobre la Constitución, sobre informes, sobre investigaciones… producen montañas de papel impreso”; “Mil doscientos panfletistas” canturrean “panfletos perpetuos”, y “las gacetas con pancartas” seducen a los que no tienen un centavo para permitirse comprar los periódicos (1: 219, 222, 28). El mismo proceso de la inflación fuerza al gobierno a pagar sus deudas con “papel de banco” devaluado, con “billetes desacreditados” (1: 29; véase 109). Sin embargo, el análisis de Carlyle se desvía del de Burke. Éste se refiere repetidamente a los asignados, el papel moneda emitido por el gobierno revolucionario como signo de su bancarrota moral (Reflexiones, 44, 60, 62, 273-75). Carlyle también trata a los asignados como un ejemplo de la insustancialidad de los actos del gobierno revolucionario, pero considera el problema de la producción de billetes sin valor como la consecuencia del Antiguo régimen que quebró el gobierno y que fue el primero en sustituir el papel por oro, un punto que Burke glosa en su análisis (RF, 2: 8).
Estas metáforas interactúan de dos maneras para desarrollar el argumento de Carlyle sobre el fracaso de publicar una Constitución. Primeramente, los franceses construyen sus Constituciones a partir de un material combustible vulnerable a los fuegos con los que han derrocado el antiguo orden. Dado que una Constitución en papel no puede adecuadamente confinar los impulsos que derriban el antiguo orden social, no “merece la pena mucho más que el papel usado sobre el que se ha escrito” (1: 215). En segundo lugar, los revolucionarios fallan a la hora de transformar el fuego con el que han destruido el antiguo orden en una herramienta creativa para generar un orden social permanente y sustancioso. No pueden encontrar un “Prometeo” que porte, no el fuego de la aniquilación, sino una centella divina que pueda “sacar el trueno y el relámpago del cielo para sancionar” la Constitución (2: 5, 1: 215; véase 2: 64). Como Burke, Carlyle teme que los revolucionarios puedan únicamente devastar, que su fuego sólo pueda desatar una “consumación mediante las llamas”, y no una “creación mediante el fuego” (RF, 1: 213; véase 3: 297-98; SR, 244; Reflexiones, 79). En vez de edificar una ciudad celestial que recupere el paraíso, erigen una Torre de Babel, o, usando una variante de esta figura, “una pirámide invertida sobre su vértice” que sólo motiva fragmentación social (RF, 2: 189, 195, 198; las alusiones a Babel aparecen a lo largo de la historia: e.g., la “confusión de las lenguas” (1: 41); la “jerga de Babel” (1: 100); “tantos dialectos como cuando la primera y majestuosa Babel iba a construirse” (2: 27).
La historia de Carlyle argumenta que un documento escrito no puede fundar un orden social a menos que refleje la misma estructura de la vida nacional: “La Constitución, el conjunto de las leyes o hábitos de comportamiento prescritos bajo los cuales los hombres vivirán, es aquella que imagina sus convicciones, su fe en relación con este maravilloso universo”. No basta con construir una estructura constitucional, añade Carlyle, hay que edificarla para que la gente “venga y viva” en ella (1: 215). La idea de que un documento escrito podía usarse para articular un cuerpo de principios fundamentales por medio de los cuales un Estado pudiera constituirse fue novedosa. La “Constitución británica” fue un cúmulo de principios establecidos por la tradición y lo precedente, no un documento escrito como las Constituciones de los Estados Unidos y de Francia. Mientras que la Constitución no escrita se corresponde con la tradición oral [75/76] de Homero y de la Biblia, Carlyle trata con la Constitución escrita como lo hace con la épica autoconsciente. Igual que la épica oral, la Constitución que no se ha publicado no es consciente de sí misma y por lo tanto autoritaria. Carlyle hace explícita esta distinción en uno de los primeros capítulos de La Revolución francesa: “Aquí también, en éste, su sistema de hábitos adquiridos y retenidos como se quiera, es donde reside el verdadero código de la ley y la verdadera Constitución de una sociedad; el único código, aunque no se ha registrado mediante la escritura que ésta no puede desobedecer de ninguna manera. Aquello que denominamos Código, Constitución, forma de gobierno y similares, ¿qué es sino una imagen en miniatura y un sumario solemnemente expresado de este código sin redactar? Es, o más bien, desgraciadamente no es, pero simplemente debería ser, ¡y siempre tiende a ser!” (1: 381; Carlyle sigue aquí a Burke [y a Coleridge que afirma este caso más oblicuamente] al argüir que es prácticamente imposible basar una Constitución en principios políticos abstractos (Reflexiones, 35-38 et al.). Sin sanción divina, lo legislativo no puede producir una Constitución que se equipare con la Constitución que ya existe inconscientemente; su conformación sólo se corresponde con las teorías que sirven los intereses particulares de los grupos, y no de la nación en su totalidad (véase 1: 219). La Constitución en papel representa la historicidad de toda la escritura y por consiguiente su incapacidad, desde el punto de vista de Carlyle, de proporcionar los cimientos de un orden social.
Actualizado por última vez el 6 de julio de 2004; traducido el 31 de julio de 2012