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uando Carlyle comenzó a componer sus propias obras en la década de 1830, una era revolucionaria, convirtió la búsqueda de la autoridad en su tema principal. Su primer intento por resolver el problema, Sartor Resartus, condujo a la crisis de autoridad exhibida en “La reminiscencia de James Carlyle”. Como reacción, reformuló su poética y produjo una obra que directamente abordaba la dificultad de la autoridad en un tiempo revolucionario, La Revolución francesa (The French Revolution). Pero esta obra maestra abrió a su vez un nuevo ámbito en el discurso revolucionario, llevándolo a la conclusión de que la escritura por sí misma nunca recuperaría el idilio doméstico.

“Sartor Resartus” y la Revolución de 1830

Carlyle presenciaba las circunstancias históricas con interés cuando el 27 de julio de 1830, una segunda Revolución francesa volteó la monarquía borbónica. Aunque Carlyle estaba viviendo en un aislamiento relativo en el suroeste de Escocia, siguió de cerca estos acontecimientos por los periódicos (véase CL, 5: 130, 161, 216). A finales de agosto, debió ver las cartas de Mill sobre la Revolución que aparecieron anónimamente en El examinador (Mill, Cartas tempranas, 12: 59-67). En Inglaterra, las elecciones parlamentarias que ocurrieron un poco antes durante ese mismo mes habían comenzado a plantear las cuestiones que desembocarían en la aprobación del Proyecto de reforma de 1832 (Reform Bill). A lo largo del mes de agosto, ciertamente casi inspirado por sus reflexiones sobre los Sansculotes (los hombres sin pantalones), Carlyle comenzó a desarrollar en sus cartas y cuadernos de notas la metáfora de la vestimenta (the clothing metaphor) de Sartor Resartus. El 6 de agosto, menos de dos semanas después de que la Revolución arrancara, advertía a su hermano de que “Los hombres no son más que unos pobres, zanquilargos e indecisos portentos cuando los empuñas por la masa de ropas que llevan” (CL , 5: 130; véase 133). Para septiembre, había empezado a escribir el primer borrador de Sartor Resartus, “Pensamientos sobre la ropa” (véase TNB, 176, 177). Carlyle informó a su hermano el 18 de septiembre que estaba planeando “redactar algo propio”, y el 10 de octubre, comentó que realmente estaba trabajando en ello (CL, 5: 164, 170).

Completó el largo ensayo que finalmente se convertiría en Sartor Resartus el 28 de octubre, justo dos semanas antes de que Wellington renunciara como [40/41] Primer ministro, dejando el camino libre para el ministerio Whig y la reforma parlamentaria. Las elecciones de julio habían vuelto a traer a los Tories, pero Wellington no pudo suprimir la petición de reforma en el parlamento. Los hechos en Francia convencieron a muchos de que la reforma era la única alternativa (alternative) a la Revolución. Cuando Grey sucedió a Wellington ese otoño, Carlyle compartió la expectativa general de que el cambio radical era inminente: “¡Los Whig en el ministerio y el barón Brougham lord Canciller! ¡Almiares y montones de trigo se queman por todo el sur y la mitad de Inglaterra! ¿Dónde terminará esto? ¿Ya ha pasado un siglo, otra Revolución a las espaldas de la Revolución?” (TNB, 178-79).

Si Carlyle tenía reservas sobre la reforma Whig, fue debido a la insuficiente amplitud de su alcance y no porque, como los Tories argumentaron, fuera demasiado revolucionaria (Briggs, 237). Carlyle, que consideraba que los Whig como los Tories, ya estaban “acabados”, estuvo de acuerdo con los radicales en que Inglaterra requería una alteración de su estructura social más esencial y más verdaderamente revolucionaria: “Toda Europa se encuentra en un estado de conmoción, de revolución… Sus partes, sus reformas y todo eso, no son sino un breve instante; un principio… nada más. Todo el esqueleto de la sociedad está podrido y debe aprovisionarse de leña como combustible” (TNB, 186, 183-84). Aunque desconfiaba de los principios utilitaristas de los filósofos radicales, compartía su deseo por la reforma radical, siguiendo el curso de los hechos de El examinador al que consideraba el “más inteligente de todos los radicales” (CL, 5:201; véase 249, 270).

En enero, Carlyle leyó el primero de una serie de artículos en El examinador titulado “El espíritu de la época” que parecía secundar las ideas que él había propuesto en el primer borrador de “Pensamientos sobre la ropa”. Como Carlyle, su autor estaba preocupado por los problemas de la búsqueda de “una autoridad que impone confianza” durante una “era de transición” (Escritos periodísticos, 244). También compartía el sentido de Carlyle de que estaban viviendo en una era revolucionaria, que “los tiempos estaban preñados del cambio y que la posteridad conocería el siglo XIX como la era de una de las más grandes revoluciones cuya memoria la historia había preservado” (230). Utilizó incluso la metáfora de la indumentaria para constatar que la Revolución es el proceso por medio del cual la sociedad arroja fuera de sí las instituciones caducas y se “renueva” a sí misma: “La humanidad ha superado a las antiguas instituciones y viejas doctrinas, sin todavía adquirir unas nuevas. Cuando decimos superado, no pretendemos prejuzgar nada. Un hombre puede que no sea ni mejor ni más feliz cuando tenía veintiséis que cuando tenía seis: lo único es que la chaqueta que le venía entonces bien, ya no le servirá ahora” [41/42] (230). El 21 de enero (el artículo apareció el 9 de enero), Carlyle escribió a su hermano encomiando “El espíritu de la época” (descubrió en su respuesta que el autor era John Stuart Mill) y comenzó a esbozar por primera vez sus planes para revisar extensamente su ensayo sobre la ropa (CL, 5: 215-16, 235). El ensayo de Mill parece haberle alentado a expandir “Pensamientos sobre la ropa” y a buscar un escape más serio para ello que el de la revista literaria satírica de Fraser, a la que había entregado originalmente el ensayo para su consideración. En marzo, mientras el parlamento consideraba el proyecto de reforma, se afanó por reelaborar “Pensamientos sobre la ropa”, y a finales de julio, mientras el parlamento todavía se sumía en un estado de indecisión, llevó el manuscrito revisado a Londres.

Como “El espíritu de la época”, Sartor Resartus aborda y analiza “los tiempos revolucionarios” de Carlyle, su capítulo introductorio aludiendo directamente a la Revuelta de París y a la agitación británica por la reforma (6). Sartor Resartus inscribe sus orígenes dentro de la Revuelta de París en su marco ficcional donde el “editor británico” que transcribe y narra la vida y las opiniones de Diógenes Teufelsdröckh, completa su obra justo en el momento en el que “Los tres días parisinos” comienzan (296). Además, su figura central, el filósofo alemán sobre la vestimenta, es un “Sansculote” “radical” (63, 59). Otros detalles indican la simpatía de Teufelsdröckh por la Revolución. El editor sugiere que podría encaminarse hacia Londres donde la agitación reformista estaba en marcha; Teufelsdröckh responde a las noticias de la Revolución de julio con una versión alemana de la canción revolucionaria, “Ça ira” (“Funcionará”) y se nos informa también de que se ha estado comunicando con los revolucionarios San Simonianos. Sobre la relación entre lo que el mismo Carlyle dijo de los San Simonianos y este pasaje, véase CL, 5: 136, y TNB, 158-59. Sartor Resartus representa un mundo en el que las ideas pueden “derribar… todo el antiguo sistema de la sociedad”, en el que el filósofo sansculote puede hacer a medida o componer un nuevo conjunto de vestimenta social (118).

Carlyle apenas podría haber elegido una figura más apropiada que la de la vestimenta para personificar una era revolucionaria. No sólo la metáfora poseía una larga historia religiosa y literaria y una asociación con la revolución política por medio del término sansculote, sino que la ropa fue igualmente el producto principal de la Revolución industrial. La industria textil fue la primera en ser extensivamente mecanizada y sometida al sistema de las fábricas, y las interferencias que estos cambios forjaron desempeñaron un papel fundamental en generar la inquietud social que encauzó el movimiento reformista. Duramente golpeado por el declive del valor del trabajo entre 1814 y 1829, el precio del calicó hecho a mano cayó de 6 chelines y 6 peniques a 1 chelín y 1 penique (los tejedores de los telares a mano estuvieron entre los participantes más activos de los disturbios intermitentes y de las actividades de la muchedumbre de finales del siglo XVIII y principios del XIX) (Ashton, 81; Logue, 194). Carlyle simpatizó con “los pobres desgraciados” que amenazaban con hacer huelga y amotinarse en Glasgow a finales de 1819 y comienzos de 1820 (CL, 1: 242; véase también 212, 2 18, 224-25, 252-53, 254; Rem., 212-13, 222). Incluso pudo haber sido testigo de primera mano de estas asonadas, dado que una ocurrió en Edimburgo en agosto de 1812, un verano que mayoritariamente pasó allí (Logue, 33, 41; Kaplan, 32). Carlyle percibió la fina ironía de que la sobreabundancia de tejido generada por la Revolución industrial no serviría para vestir a la nación sino para dejarla desnuda, y que los tejedores de textil estaban siendo empujados hacia el Sansculotismo [42/43].

Carlyle, por medio de su filósofo de la ropa Teufelsdröckh, utiliza el tejido de la tela o la costura de un conjunto de ropas para representar el proceso de composición de las creencias y las instituciones. Su énfasis en la ropa como un textil entretejido juega con la raíz de la palabra “texto” (texere, tejer). También elabora la noción familiar del “tejido” de la sociedad (véase 62). Sobre la noción general del tejido social y la interconexión social, véase el capítulo “Filamentos orgánicos” y 52, 53, 60, 70, 71, 89, 95, 132, 245. La autoridad trascendental engendra, teje, o cose conjuntamente las instituciones y las creencias para constituir la sociedad humana. Las ropas son el medio a través del cual lo trascendental se hace visible en el mundo finito de la historia humana: “Las ropas eclesiásticas son, en nuestro vocabulario, las formas, la vestimenta bajo la cual los hombres han encarnado y retratado para sí mismos el principio religioso en diversos periodos” (214). En su momento de creación, la indumentaria representa o revela adecuadamente lo trascendental. En tanto en cuanto las creencias y las instituciones poseen una autoridad trascendental, unen la autoridad que impone la creencia con la que impone la obediencia, pero debido a que las ropas, las creencias y las instituciones son históricas, pierden gradualmente su habilidad para manifestar o representar la autoridad trascendental. Carlyle identifica este aspecto de la indumentaria enfatizando que la tela es un material orgánico sujeto al desgaste y a la decadencia. Los harapos de las antiguas costumbres deben descartarse en el “establo” donde serán descompuestos y se convertirán en un fertilizante para los “filamentos orgánicos” a partir de los cuales nuevos tejidos podrán crearse.

La metáfora de la ropa representa así la historicidad fundamental de las instituciones culturales y la inevitabilidad de la revolución periódica (véase Dale, El crítico victoriano, 299; Vanden Bossche, “Revolución y autoridad”, 277). Puesto que nada puede impedir los procesos de decadencia que destruyen las ropas viejas, la imaginería orgánica que inunda Sartor sugiere que la Revolución y el cambio histórico son procesos naturales y no catastróficos. Carlyle era consciente sin embargo de que muchos de sus contemporáneos creían que era posible remendar los antiguos tejidos de la ropa para revivir antiguas creencias e instituciones en vez de crear unas nuevas. Este remiendo, no obstante, sólo reprimiría las fuerzas transformadoras que finalmente estallarían en una revolución violenta, en lugar de pacífica. Carlyle también usa la metáfora de la ropa para insinuar los peligros que surgirán cuando la ropa sea la acostumbrada o habitual. “La costumbre”, escribe Teufelsdröckh, nos persuade de que “lo milagroso, simplemente por repetirse, deja de ser milagroso… de este modo, permitamos que se produzca el despertar del sol y la creación del mundo por segunda vez y dejará de ser algo maravilloso, conmemorable o perceptible” (259, 57). Los juegos de palabras sobre el hábito y la costumbre aparecen a lo largo de Sartor (35, 59, 72-73, 171, 223, 260-61, 266; véase también el capítulo sobre símbolos, especialmente 218). Mientras el vestido es teóricamente transparente ante la autoridad que revela, también la encubre y la oculta. Sartor Resartus sugiere que el proceso orgánico que desgasta las ropas aumenta su opacidad. Cuando éstas se convierten en impedimentos para el reconocimiento de la autoridad en vez de en revelaciones sobre ella, se puede justificar su desaparición y destrucción para que puedan ser reemplazadas con nuevas ropas. Teufelsdröckh no se sobresalta ante el pensamiento de acabar con las ropas gastadas [43/44]. De hecho, se deleita positivamente en la visión sansculote en la que “las ropas salen volando de toda la milicia dramática; y los duques, los nobles, los obispos, los generales, la misma presencia ungida, la madre de cada uno de ellos, cabalgan por allí, sin camisa” (61).

Sin embargo, la visión en Sartor Resartus busca manifestar lo trascendental mediante nueva indumentaria, y no simplemente desgarrar y destrozar la ropa. Se podría esperar que deshacerse de la vestimenta que camufla la autoridad trascendental sería el medio más seguro de recuperar tal poder. Ésta es la postura de los “Adamitas”, sectas antinomianas que pretenden recobrar el paraíso viviendo al igual que Adán, desnudos y sin leyes. Pero, para el Carlyle de Sartor Resartus, la caída en la historia convierte en inaccesible a lo divino excepto a través de la ropa. Consecuentemente, mientras Teufelsdröckh es un “Sansculote”, no es un “Adamita” (60). Los Adamitas antinomianos de los siglos XVI y XVII habían argumentado que la ley humana no podía desplazar a la ley divina, queriendo por consiguiente descartar la ley humana para ir desnudos, pero Teufelsdröckh insiste en que sólo mediante el atavío podemos producir el orden social, que “la sociedad se funda sobre la ropa”, que “sin ella” no habría “educación, forma de gobierno o incluso policía” (51, 64; véase 41, 60). Realmente, los Sansculotes, los Adamitas modernos, han dejado a la sociedad desnuda, desprovista de las creencias e instituciones que constituyen el orden social. La ropa orgánica, llena de vida con la presencia trascendental, engendra relaciones sociales justas en un mundo que si no estaría sometido a las leyes amorales y puramente mecánicas de la naturaleza en bruto, un universo que es “una máquina de vapor inmensa, inerte y desmesurada que rueda, con su indiferencia yerma, triturando miembro tras miembro”. ¡Oh, el vasto, tenebroso y solitario Gólgota, y el Molino de la muerte!” (164; énfasis añadido). La metáfora que juega con la palabra “Molino” tomando el nombre del filósofo y líder utilitarista (utilitarian), James Mill, un “motivo en torno a un ingeniero de molinos”, conecta el orden natural con la economía del laissez-faire (laissez-faire economics) desposada por los Utilitaristas (159, 220-21; véase 68, 117, 232). Los seres humanos, sin un orden social provisto por la costumbre, se despedazarían los unos a los otros. En La Revolución francesa, Carlyle representará esto como la tendencia sansculote hacia el canibalismo y ya en Sartor Resartus se preocupa por la angustia malthusiana de que terminaremos “universalmente comiéndonos los unos a los otros” (SR, 227). A menudo se queja de que la “filosofía” utilitarista del “beneficio y la pérdida” reemplaza el alma con el estómago (e.g., 232). Cuando la ley humana ha dejado de manifestar la autoridad trascendental, no puede destruirse sin más, sino que debe ser sustituida. Voltaire destruye con razón el “mito de la religión cristiana” porque ya no es más un sistema vital de creencias, pero se desploma en la herejía adamita cuando no es capaz de “encarnar el espíritu divino del Cristianismo en un nuevo mito, en un nuevo vehículo y una nueva vestidura” (163, 194).

Cuando se trata de descubrir quién tiene la autoridad para fabricar nuevos ropajes, Sartor Resartus se torna sin embargo ambiguo, dividiéndose entre un [44/45] Goethe que escribiría un nuevo mito y un Napoleón que predica su doctrina “mediante la garganta del cañón” (178). La figura del monarca, cuya “autoridad divina” le permite gobernar por “derecho divino”, combina la autoridad para imponer la creencia y para imponer la obediencia porque sobresale en “ingenio, o lo que es lo mismo, en el ejercicio del poder” (249). Debido a que Sartor Resartus privilegia la astucia, es decir, el conocimiento y la creencia, sobre el ejercicio del poder, la acción social y la ley, se deduce que el rey es más propenso a ser un hombre de letras como Goethe que un político como Napoleón. Es más, en su cuaderno de notas, Carlyle había reivindicado que los “únicos soberanos en este mundo en estos días son los hombres literarios” y cuando introduce la idea del “culto al héroe” en Sartor Resartus, pone como ejemplo de héroe, no una figura política, sino a Voltaire (TNB, 184; SR , 251).

No obstante, la figura de Voltaire plantea el problema de cómo los hombres de letras pueden actuar así como saber. A lo largo de Sartor Resartus, Carlyle expresa la preocupación de que la vocación de Teufelsdröckh le conducirá a emular no a Goethe, sino a Voltaire y a Byron (192, 194). Recurriendo a la metáfora de la construcción para describir la creación de una nueva estructura social, Sartor Resartus articula una oposición entre aquellos escritores que crean y aquellos que destruyen. Mientras Inglaterra necesita un “reconstructor” o un “arquitecto”, no un “peón de albañil”, el Utilitarianismo inglés “se ha calculado para aniquilar… no para reconstruir” (248, 105, 234). Desde “El estado de la literatura alemana” (1827) en adelante, Carlyle retrata a aquellos que no tratan a la literatura en calidad de religión como autores que son meros peones de albañil (CME, 1: 59; 184; véase CL, 4: 271, 5: 152-53, 6: 329; TNB, 144). Asimismo contrasta aquellos que edifican (e.g., Goethe) con aquellos que queman o arrasan (e.g., Voltaire; véase WM, 1: 28). La metáfora del albañil puede encontrarse por todo Sartor Resartus (véase especialmente 54, 250, 263). Igualmente, Voltaire fracasa porque posee “Sólo una antorcha para quemar, y no ningún martillo para edificar” (163). Esto sugiere que ya en Sartor Resartus, Carlyle estaba empezando a dudar de si el hombre de letras podía construir y podía reemplazar al hombre religioso. Devenir un hombre literario era participar en el periodismo de la Revolución industrial como en la industria de la literatura que estaba desvitalizando más que estableciendo la autoridad. Alrededor de 1830, su insistencia en que la literatura sería la nueva liturgia recibe un giro irónico cuando comienza a decir que el “periodismo”, que siempre despreció, más que la “literatura”, es la nueva religión. Teufelsdröckh escribe por ejemplo que los “periodistas son ahora los verdaderos reyes y el verdadero clero”, dado que la liturgia del periodismo es algo irónico que destruye “los ídolos antiguos” en lugar de gestar una nueva creencia (45, 252; véase CME, 2: 77; TNB, 263; HGL, 5).

Debido a que el hombre de letras “sabe” pero no “puede”, Carlyle se siente atraído hacia el héroe político, el Napoleón, que “puede” pero que no “sabe”. Aunque Sansculote, Teufelsdröckh se inquieta también por el control social, por la habilidad para poner en vigor las convicciones para garantizar un orden social justo (a just social order). Esta tendencia del culto al héroe para deslizarse hacia el autoritarismo, o por lo menos la jerarquía, permanece muda en Sartor Resartus porque Sartor encuadra el análisis de la era revolucionaria en términos del problema de la creencia religiosa y no como harían las obras posteriores, en términos de la institución democrática. Aunque Teufelsdröckh es un Sansculote interesado en la reforma social, expresa su atención por la [45/46] reforma a través de un medio religioso, el problema de la pérdida y la recuperación de la fe. Aunque Carlyle se preocupó paulatinamente por el descubrimiento del liderazgo heroico más que por la fundación del credo religioso, nunca llegó a abandonar por completo la idea de que “no habría ninguna organización permanente y benéfica de los asuntos” hasta que la “religión, el cemento de la sociedad”, se reestableciera (TNB, 179). Además, siempre se sentiría acosado por la cuestión que emergió incluso en la introducción de la idea del culto al héroe en Sartor Resartus: “Los reyes gobiernan realmente por derecho divino o no gobiernan en absoluto. Los reyes nombrados por Dios serían un emblema de Dios y podrían exigirnos todo tipo de obediencia. Pero, ¿dónde se encuentra ese rey? (TNB, 185; énfasis añadido en la última oración).


Actualizado por última vez el 6 de julio de 2004; traducido el 30 de julio de 2012