La revisión victoriana de Goethe lo situó en la vanguardia de la batalla, el capitán de la fuerza de voluntad. El preferido Goethe fue el autor de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, el hombre que “se convirtió en rey por encima de sí mismo” (Lewes, 151). George Henry Lewes se esmeró mucho por señalar que Werther no era Goethe: Werther perece a causa de la debilidad, mientras que Goethe vio los puntos flacos de Werther, se separó de la mujer que amaba y continuó viviendo. La volición dominó al deseo, puesto que “Goethe fue uno de lo que titubeaban porque era impresionable, pero cuya vacilación no es una flaqueza; este tipo de individuos oscilan pero regresan al camino recto que sus voluntades han prescrito” (151-52), escribía Lewes en 1855, recordando el furor Werther, confirmando que Werther ya no se leía tanto, especialmente en Inglaterra donde sufrió tanto de una mala reputación como de una mala traducción. Mucho menos alejado del Wertherismo en tiempo y temperamento, Carlyle compuso su ensayo sobre Goethe en 1828 y se sintió llamado no sólo a probar que Goethe era el maestro de la fuerza de voluntad, sino a mostrar que estuvo libre de toda tara suicida. En su ensayo cita extensamente Poesía y verdad, centrándose aquí en un pasaje que revela la resistencia de Goethe al suicidio:

Me redimí a mí mismo del propósito, o realmente hablando en propiedad, del capricho del suicidio que en aquellos tiempos dulces y pacíficos se había insinuado a la mente de la juventud indolente. De entre una colección considerable de armas, yo poseía una daga cara y bien afilada, la cual colocaba junto a mi cama, y antes de apagar la luz, lloraba pensando si podría hundir su punta afilada un dedo o dos en mi pecho. Pero como nunca lo lograba verdaderamente, terminé por reírme de mí mismo; me deshice de todas estas idiosincrasias hipocondríacas y me decidí a vivir (Carlyle, 1899; 223.) [27/28].

Carlyle estaba fascinado con que Goethe abandonara sus “idiosincrasias hipocondríacas”, porque el mismo Carlyle las tenía. Goethe se convirtió en un prototipo para él, una especie de figura paterna benigna que había purgado sus pensamientos infantiles de suicidio escribiendo sobre ellos en Werther. Esto le preparó para un segundo y más “sensato” periodo en su vida cuando la desesperación de Werther cedió a la “paz” del Maestro. Carlyle también intentaría desechar la desesperanza mediante la escritura, mientras redactaba su propio sendero hacia la madurez.

A comienzos de la década de 1820, aproximadamente sobre la época de la muerte de Castlereagh y de la aprobación de una nueva ley suicida, Carlyle alcanzó el nivel que Hardy atribuye a Clym Yeobright. “El aspecto siniestro de la condición humana en general” se había hecho demasiado patente, pero siendo británico, Carlyle estaba preparado para hacer algo “mucho mejor o mucho peor” que suicidarse. Se convertiría en el primer victoriano eminente en plantear una cura para el Wertherismo. A comienzo de 1820, no obstante, aún estaba en el paroxismo de la depresión, una especie de alienado en el universo. Sus cartas muestran a un hombre joven plagado de contradicciones: quiere una vocación y se siente merecedor de ella, pero está “lleno de inquietud y de desazón”; busca la independencia, y sin embargo teme perder el amor de sus padres; es “tímido pero no humilde, débil pero entusiasta”. Por encima de todo, se siente mal hasta el punto que

la tristeza de las cosas externas parecía extenderse ella misma hasta el mismo centro de la mente, hasta que yo era incapaz ¡de recordar nada, de observar nada! Toda esta naturaleza extraordinaria parecía ser borrada, y un vapor gris, sucio, funesto colmaba la inmensidad del espacio. Permanecí solo en el universo (solo, como si un círculo de hierro candente envolviera el alma) excluyendo de éste cada sentimiento excepto una obstinación inerte, con un corazón de piedra, que encajaba mejor con un demonio padeciendo su infortunio que ¡con un hombre de la tierra de los vivos! [Sanders y Fielding, 378].

En 1821, Carlyle ya es una víctima de la visión victoriana sobre la voluntad, rodeado por murallas de hierro, bien defendido pero atrapado en sí mismo. Hacia 1822 las cosas comenzaron a despejarse. Por entonces, en su camino de Leith se encuentra con su famoso momento de iluminación. Utilizará la volición para saltar de la trampa y escribir una obra que no sólo crea sino que evidencia un nuevo ser. Sin embargo, los cuadernos de notas de 1823 le muestran bloqueado en este rumbo, preguntándose conscientemente por el suicidio: “'Entonces, ¿por qué no pone fin a su vida, caballero? ¿No existe el arsénico? ¿No existe el matarratas de varias clases, el cáñamo y la espada?' Ciertamente, Satanás, que todas estas cosas existen, pero habrá tiempo suficiente para utilizarlas cuando haya perdido el juego, que aún no he perdido del todo” (Norton, 1972; 56). Carlyle persistió, se despidió del veneno en un poema mordaz de 1823, y finalmente entró en 1830 y en Sartor Resartus, rehaciéndose a su medida según escribía. Lo que redactó fue “la historia íntima de la voluntad”, tal y como Wilhelm Dilthey pudo claramente discernir desde su propia perspectiva [28/29] durante el siglo XIX (Dilthey, 54). Es un himno de la alegría a la resistencia, una afrenta al veneno para ratas, al cáñamo y a la espada.

Pensamientos autodestructivos se introducen en Sartor Resartus en el capítulo 6, “Las penas de Teufelsdröckh”. Al igual que Werther, Teufelsdröckh ha sido miserablemente decepcionado en el amor y se siente alienado en un universo arruinado. El editor ficcional de Carlyle declara temerariamente que Teufelsdröckh sólo tiene tres caminos ante él, “entrar en un manicomio, comenzar a escribir poesía satánica o volarse los sesos” (Carlyle 1937; 146. Todas las referencias futuras proceden de esta edición y aparecen en mi texto). Las dos últimas eran entonces derroteros de moda, pero no serán los del héroe de Carlyle. En el lenguaje autodefensivo victoriano, Carlyle describe la postura de Teufelsdröckh, que es muy similar a la suya en 1823: “Así, si se habla de su duelo repentino en este asunto de la diosa de las flores como de un fin real del mundo y una disolución de la naturaleza, donde la luz indudablemente se le apareció en parte, su propia naturaleza no es de ningún modo disuelta por ello, sino más bien comprimida fuertemente” (SR, 147). Teufelsdröckh internaliza su aflicción, consume su cólera y conserva su propia escuela satánica saliendo “inaudiblemente” a borbotones. Es así como se convierte en el hombre victoriano arquetípico: no en un voluble Byron aquí, sino en una persona estoica que se puede controlar, aunque no las circunstancias externas. Mientras “los seres mundanales vomitan su existencia enferma suicidándose” (SR, 159), Teufelsdröckh, el héroe de Carlyle, soporta y se sumerge en el oscuro mundo del “Eterno no”.

Allí se cuece a fuego lento como una olla de presión, existiendo pero no viviendo, hasta convertirse por fin en un impotente sin consistencia y aguado. Casi muerto en su interior, teme a pesar de todo la muerte y rechaza el suicidio.

Un cierto resplandor crepuscular procedente del Cristianismo me refrenó de suicidarme: quizá también una cierta indolencia de carácter, ¿puesto que no se trataba de un remedio que tenía a mi alcance en cualquier momento? Sin embargo, a menudo se me presentaba una pregunta: ¿Qué sentirías si alguien ahora mismo, al torcer esa esquina, te sacara volando del espacio repentinamente y te condujera al otro mundo o al otro No-mundo, disparándote con una pistola? En base a lo cual también, con gran frecuencia, ante tormentas marítimas, ciudades asediadas y otras escenas de muerte, exhibía una imperturbabilidad que disfrazaba falsamente de coraje [SR, 165].

Tal impasibilidad no podía enmascarar el miedo. Teuftesdröckh se siente todavía pasivo, como una víctima sin voluntad ante las fuerzas externas: “Viví en un temor continuo, indefinido, nostálgico; trémulo, pusilánime, aprensivo de no sé exactamente qué; parecía como si todas las cosas por encima, en el cielo y por debajo, en la tierra pudieran dañarme, como si el cielo y la tierra no fueran sino las mandíbulas inmensurables de un monstruo devorador, en el que yo, palpitando, esperaba para ser devorado” (SR, 166). Sólo cuando reconoce que la muerte es su miedo principal y la confronta, no sucumbiendo a ella por medio del suicidio, sino mediante el desafío, se siente libre para convertirse en un hombre. Madurar [29/30] para esta primera generación de victorianos implica prescindir de los deseos infantiles tanto para conseguir la felicidad del amor perfecto como la muerte.

Armado con estas introspecciones, Teufelsdröckh atraviesa su “centro de indiferencia”. Se vuelve hacia fuera, mira hacia delante, y deambula por el mundo. Lo que encuentra son espectros, con su propio ser espectral como parte de esta fantasmagoría. Lo que se busca, sin embargo, es la sustancia tanto en el ser propio como en el ajeno de modo que pueda darse un conflicto o una situación belicosa, un reto del ser en batalla. Cansado de transitar por el mundo, se vuelve indiferente ante la vida y ante la muerte igualmente. Para el editor de Carlyle, como para el mismo Carlyle, esta indiferencia constituye el “primer acto moral preliminar, la aniquilación del ser” (SR, 186) y conduce al alivio. El universo deja ahora de ser espectral, más bien “divino y el universo de mi Padre”. Aquí entonces, se halla la forma legítima del suicidio victoriano, no la muerte literal sino la renuncia del ser. El héroe de Carlyle contradice sus “caprichos” de felicidad personal y se libera mediante la autoimposición de sus propias cadenas. Paradójicamente, desea la muerte de su ser. “…El ser en ti necesitaba ser aniquilado. Mediante benignos paroxismos febriles, la vida está arrancando de raíz la enfermedad crónica profundamente asentada, y triunfa sobre la muerte” (SR, 192). Teufelsdröckh es libre ahora para trabajar y sobre todo para trabajar justamente donde se encuentra. Con las necesidades egoístas aniquiladas, el deber más a mano sirve como razón suficiente para ser.

A través de las peregrinaciones mentales y físicas de Teufelsdröckh, Carlyle clarifica, estructura y convierte en ficción su propio viaje hacia el suicidio y su regreso. Esta fábula se convierte en el “trabajo” de Carlyle, en su propia razón de ser. Su voluntad e imaginación han modelado una parábola de la autodefensa, la autorepressión y la autorenuncia que se volverá a su vez en un paradigma del pensamiento victoriano.. Las reflexiones de Teufelsdröckh son verdaderamente representativas de las concepciones victorianas de la autodestrucción. Las sanciones cristianas en contra del suicidio que pervivieron en la mente del Carlyle una vez calvinista y que son proyectadas en Teufelsdröck siguieron siendo poderosas en Gran Bretaña a través de la década de 1880, y la imperturbabilidad de Teufelsdröckh ante el rostro de la muerte pasaría por valentía durante toda la era. Como Teufelsdröckh, Carlyle cerró su Byron y abrió el Wilhelm Meister de Goethe, mató su desesperación diablesca, y encontró un padre en el trato. Mientras para Goethe en Wilhelm Meister, la renuncia era una parte de la evolución, el autodesarrollo, y una forma de integración, para Carlyle y para muchos victorianos, la renuncia se convertiría en su lugar en una muerte del ser. Carlyle sentía por Goethe “el sentimiento de un discípulo hacia su Maestro, y no el de un hijo hacia su Padre espiritual” (Norton, 1970; 7), pero Carlyle no era un clon. Con su versión particular británica de la renuncia, el mismo Carlyle se convirtió en una especie de padre espiritual para su época. Así, para R. H. Hutton que escribió en 1887, “Carlyle fue para Inglaterra lo que su gran héroe, Goethe [30/31] fue durante mucho tiempo para Alemania, el visionario maduro” (véase Basil Willey, 102). Sartor funcionó como un sermón para destacados victorianos posteriores como Froude; se convirtió en una obra de salvación como en In Memoriam (véase George Levine, 76). En ambas de estas obras influyentes, la fuerza de voluntad victoriana y la determinación para escribir sobre la angustia personal vinieron en ayuda del misterio y escenificaron una derrota momentánea de la muerte. Orquestando tal derrota, Carlyle proyectó un mensaje que sus propios sucesores escépticos a quienes la muerte acosaba querían escuchar.


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Modificado por última vez el 25 de septiembre de 2000; traducido el 5 de junio 2011