uskin, el gran maestro de la interpretación del arte y de la sociedad, hace gala de sus habilidades para presentar su propia vida en Praeterita, la autobiografía incompleta que publicó en números separados entre 1881 y 1886; pasado este año recurrentes ataques de locura le forzaron a dejar de escribir. Compuso Praeterita por numerosas razones. Nos dice que fue »la recreación de un anciano a la hora de reunir flores visionarias en los campos de la juventud», así como »una ofrenda respetuosa a la tumba» (35.11-12) de sus padres. Sin embargo, lo escribió principalmente como un medio para permitirnos ver cómo aprendió o desarrolló sus ideas fundamentales. Según Ruskin, »El modo cómo aprendí todo lo que enseño es la única cuestión esencial y verdadera que tengo en cuenta en esta historia» y tal declaración de propósito alude a dos puntos importantes. Primeramente, y a diferencia de Rousseau, Ruskin no concibe su autobiografía como una auto-revelación completa o una confesión. Por lo tanto no incluye ninguna mención a su malogrado matrimonio o, por este asunto, a muchos de sus amigos, ni discute sobre largos periodos de su carrera. Los ataques de locura que le obligaron a dejar de escribir antes de que cubriera ciertos temas, en vez de la evitación consciente de los mismos, explica muchas, aunque no todas, de sus omisiones mayores.

Autorretrato de Ruskin (1845)

La declaración de propósito de Ruskin también nos informa de que Praeterita, al igual que la autobiografía de Mill, registra abundantemente una historia intelectual y que lo hace en un sentido peculiarmente ruskiniano, en el sentido que emerge en su doble énfasis en las fuentes visuales del conocimiento y en la unidad intrínseca de la sensibilidad humana. Para Ruskin, no existe tal hombre económico, estético o intelectual, ni incluso para argumentar. Según él, sólo existe el ser humano, cuyas experiencias están interconexionadas, entretejidas y son pertinentes.

Pero para Ruskin todas sus experiencias se centran en los actos de percepción, y por lo tanto presenta la historia de su vida como una serie de momentos visionarios yuxtapuestos. La autobiografía de Ruskin teje así conjuntamente sus dos inquietudes con la percepción y la interpretación, y aunque ocasionalmente enfatiza o bien el aprendizaje para ver o para comprender los episodios individuales, entreteje como algo más normal la historia de las dos partes de su educación porque ve que se hallan esencialmente relacionadas.

La interpretación se introduce explícitamente en el relato de su vida cuando narra la importancia de la lectura de la Biblia durante su infancia: «Nunca se me pasó por la cabeza dudar de una palabra de la Biblia, aunque ya había visto suficientemente bien que sus palabras debían comprenderse de otro modo al que me habían enseñado, pero cuanto más creía en ello, menos bien me hacía» (35.189). Pronto aprendió que incluso la Biblia, que los evangélicos tomaban al pie de la letra de Dios, no se podía leer simplemente sino que requería interpretación.

A mediados de la década de 1850, Ruskin vio que su creencia evangélica infantil, que constituía el núcleo de sus interpretaciones sobre el arte y la vida, cada vez estaba más amenazada por la geología, la Alta crítica y sus propias dudas. Estas presiones diversas pronto le condujeron, nos dice, »al descubrimiento inevitable de la falsedad de las doctrinas religiosas en las que había sido educado» (35.482). Praeterita toma prestado aunque remodela la narrativa de su ruptura decisiva con el Evangelicalismo que había aparecido en la publicación de abril de 1877 de Fors Clavigera. Fors comenta que la «crisis» de su pensamiento llegó una mañana de domingo en Turín »cuando ante La reina de Saba de Paolo Veronese y bajo cierto sentido de abrumación del poder dado por Dios», se marchó a la capilla protestante sólo para escuchar al predicador de allí asegurar a su congregación waldensiana que ellos, y sólo ellos, escaparían a la condenación que esperaba a toda la ciudad. »Salí de la capilla, como suma de veinte años de pensamiento, un hombre contundentemente no converso» (29.89). Por lo tanto, según esta versión anterior, las declaraciones del pastor sobre la condenación, que tanto contradijeron el propio sentido de Ruskin de los caminos de Dios, finalmente le permitieron elegir entre »el Protestantismo o nada» (29.89). En cambio, Praeterita afirma que él primero asistió al sermón waldensiano y que luego se encontró con la pintura de Veronese. Además, según esta segunda versión de su pasado, Ruskin no reaccionó fuertemente en contra del sermón ni rompió abruptamente con su creencia evangélica antes de abandonar la capilla. Al revés, al encontrar al sermón irrelevante más que indignante, dejó atrás la capilla sin conmocionarse, y sólo después la música y la pintura le convencieron de que había caminos mejores que los evangélicos para servir a Dios.

Cuando Ruskin invirtió el orden de los acontecimientos, situando el sermón antes de su experiencia en la galería, cambió el punto de su narración, puesto que mientras Fors explica cómo una pintura le convenció de que su religión evangélica predicaba una doctrina falsa de la condenación, Praeterita dice cómo el arte de la pintura y de la música le enseñó cómo servir a Dios mejor que su creencia anterior. Praeterita no sólo falla a la hora de mencionar el hecho crucial de que su decisión se movió entre »el Protestantismo o nada», atenuando el sentido de la crisis, sino que enfatiza la afirmación en vez de la negación.

Las contradicciones que aparecen cuando se comparan las dos versiones de este acontecimiento clave en la vida de Ruskin revelan hasta qué punto la interpretación domina la tarea del autobiógrafo. La evidencia de las cartas y de los diarios de Ruskin sugiere que la versión temprana y más dura del incidente en Fors describe con precisión lo que ocurrió durante aquella tarde apacible en Turín, pero que una vez que retomó alguna forma de creencia cristiana en 1875, naturalmente comenzó a percibir los elementos unificadores más que los perturbadores de su experiencia pasada.

De este modo, Ruskin organiza su vida pasada principalmente en función de los momentos visionarios porque se concibe a sí mismo esencialmente como un espectador, es decir, como alguien que vive fundamentalmente viendo y sintiéndose totalmente vivo sólo cuando se sumerge en el acto de la visión. Praeterita presenta esta concepción de sí mismo concentrándose en el desarrollo del sentido de la vista, y los hechos cruciales en su desarrollo destacan como destellos cuando vio o aprendió a ver por primera vez de algún modo nuevo e importante. No se vanagloria de la imaginación artística ni de la inteligencia o de »cualquier poder o capacidad especial, puesto que de hecho, no existe tal cosa, excepto la paciencia a la hora de observar, y la precisión en el sentimiento, que posteriormente, con la debida diligencia, formó mi poder analítico . . . Por otra parte», nos dice, «Nunca he conocido a nadie cuya sed por los hechos visibles fuera simultáneamente tan entusiasta y metódica» (35.51). Su autobiografía, que por tanto muestra los caminos que desarrolló bajo la influencia de esta »sed por los hechos visibles», puntualiza que la satisfacción de esta sed constituyó una de las fuentes principales del placer infantil del joven Ruskin. Como niño, tuvo pocos juguetes y principalmente se entretenía explorando patrones en las alfombras y en los tejidos de su casa.

Semejante vida visual vino fomentada por el modo en el que los Ruskin hicieron sus viajes por Europa sin hablar el lenguaje de los países que visitaban y sin socializarse con ningún turista británico. Según él, tal ausencia tuvo sus propios beneficios, puesto que »si tienes empatía, el aspecto de la humanidad se corresponde más verdaderamente con su profundidad que con sus palabras; e incluso en mi propia tierra, aquello que me ha decepcionado menos es lo que he aprendido como espectador» (35.119). Praeterita, entonces, es una autobiografía de Ruskin como espectador, el hombre que ve y que comprende.

Praeterita deja patéticamente claro que el espectador es también aquel que permanece separado del flujo de la vida y que observa. Praeterita que relata que las inseguridades sociales de su padre le privaron demasiado de amigos de su propia edad, enfatiza el tipo de vida vivaz, satisfecho, presumido, al estilo Cock-Robinson-Crusoe así como el aislamiento social de su familia, lo que Ruskin denomina »nuestra manera regular y dulcemente egoísta de vivir». Aislado de este modo, se involucró mucho en lo visual y lo visionario, estudiando aquello próximo y a mano o imaginando lo lejano: »Bajo tales circunstancias, los poderes imaginativos que poseía, o bien se aferraron a los objetos inanimados como el cielo, las hojas, los guijarros, todos observables dentro de los muros del Edén, o aprovecharon cualquier oportunidad de volar hacia las regiones del romance» (35.37). Ruskin así llegó a amar la vida de aquel que ve a los otros sin ser visto: »Siempre he sido feliz cuando nadie pensaba en mí . . . Todo mi placer lo extraía al observar sin ser notado, si pudiera haber sido invisible, tanto mejor» (35.165-6). Según Ruskin, su afecto infantil por ser un ojo que ve, casi invisible, produjo su »amor esencial por la naturaleza» que fue »la raíz de todo en lo que útilmente me he convertido, y la luz de todo lo que he aprendido correctamente» (35.166). Nos dice su autobiografía que el entorno de su niñez alimentó este amor, que él continuamente caracteriza como la pérdida del jardín del Edén al que dejó de acceder excepto quizá por medio de la memoria.

Además de caracterizar el sentido de la vista de Ruskin y de explicar cómo se desarrolló, Praeterita también documenta la educación de su vista relacionando sus diversos encuentros con profesores de pintura, paisajes específicos y obras de arte. Explica por ejemplo, que aunque su maestro de pintura, Charles Runciman, no hizo nada por alentar su don para »pintar delicadamente con el bolígrafo», enseñó sin embargo al joven Ruskin »la perspectiva, simultáneamente exacta y simple» y »una agilidad y facilidad manual que posteriormente encontré extremadamente útil, aunque perdí lo que acabo de denominar como la "fuerza", la firme exactitud de mi línea» (35.76-7). Lo más importante es que Runciman »cultivó en mí, en realidad fundó en mí, el hábito de considerar los puntos esenciales de lo dibujado, como para abstraerlos definitivamente y me explicó el significado y la importancia de la composición» (35,77).

La autobiografía de Ruskin también explica que los encuentros con obras de arte o con enclaves artísticos específicos influyeron directamente en su vida y en su carrera. En ocasiones tales encuentros ocurrieron bajo la dirección de un ojo experimentado, tal y como aconteció en una reunión en la casa de Samuel Rogers, el poeta banquero. Ruskin relata que cuando »comenzó a sentirse elocuente» al alabar un boceto de Rubens que poseía su anfitrión, el artista George Richmond preguntó por qué no había hecho ningún comentario sobre la superioridad del Veronese que colgaba debajo. Ante la respuesta sorprendida de Ruskin de que el veneciano parecía bastante dócil en comparación con el Rubens, Richmond respondió que sin embargo, »el Veronese es verdadero mientras que el otro es violentamente convencional» (35.33 7). Al contrastar las claras sombras de Veronese con el uso del contorno ocre, del bermellón y del betún en Rubens, introdujo al joven crítico de arte en una nueva comprensión del color veneciano y de la naturaleza de la convención artística.

Tres obras de Samuel Prout: Plaza de San Marcos, Venecia, Amiens, y El Palacio Ducal, Ferara.

Por el contrario, la mayoría de los encuentros que Ruskin describe tuvieron lugar sin la ayuda de otros y fueron descubrimientos puramente individuales. Por ejemplo, cuando visitó Génova en 1840, Ruskin vio »por primera vez la Piedad circular de Miguel �ngel, que supuso mi iniciación en todo el arte italiano, puesto que por aquel entonces, no entendía ni jota de la pintura italiana, salvo Rubens, Vandyke y Velázquez» (35.264); asimismo, su visita a Lucca en 1845 le enseñó por primera vez que la arquitectura era más que una excusa para lo pintoresco. Ruskin, que amaba románticamente las estructuras pintorescas y gastadas por el tiempo, se encontró de repente con edificios del siglo XII construidos »con un material tan incorruptible que después de seiscientos años de sol y lluvia, un bisturí no cabía entre sus junturas» (35.350). Siendo joven había aprendido, al igual que toda la gente de la época con inclinaciones románticas y con una sensibilidad artística, a buscar las irregularidades agradables y la marca temporal de lo pintoresco, y durante un tiempo diseñó su propio estilo pictórico según el de Samuel Prout, quien inventó un tipo particular de lo pintoresco urbano. Lucca le enseñó sin embargo que la gran arquitectura era más que una mera excusa para la visión de lo pintoresco. En realidad, tenía sus propias reglas formales en las que el buscador de lo pintoresco inevitablemente fallaba a la hora de percibirlas. Lo pintoresco, debido a toda su fascinación, resultó por tanto ser otra de aquellas convenciones artísticas que a fin de cuentas hicieron más mal que bien porque enmascaraba en vez de ayudar a ver lo que realmente estaba allí. Una vez que se aproximó a este bello pueblo medieval para disfrutar de los placeres delicados de lo pintoresco, Ruskin inesperadamente encontró edificios contrarios a lo pintoresco, y es que en vez de sucumbir a los efectos del tiempo, estas estructuras góticas todavía conservaban la fuerza, la firmeza y la precisión en su silueta.

Venecia, uno de los centros de su vida y de su pensamiento, también se le apareció por primera vez en gran parte como un estímulo para la fantasía romántica. Al igual que tantos viajeros del siglo XVIII y XIX, fácilmente cayó bajo su embrujo. Ruskin, cuya autobiografía se forma alrededor de momentos perceptivos, describe característicamente su amor por Venecia originado en una única visión, aunque sea obviamente menos excitante o epifánica que las descritas y acontecidas en los Alpes: »Todo comenzó cuando vi que el pico de la góndola realmente se metía por la puerta de la casa de los Danieli, cuando la marea estaba crecida y el agua tenía una profundidad de dos pies en la base de las escaleras, y entonces, a ambos lados de los canales, el mármol propiamente dicho emergía del mar salado y dejaba al descubierto pequeños cangrejos marrones y Tizianos en su interior (35.295). Habiéndose acercado a Venecia por medio de Byron y de Turner, Ruskin inmediatamente ajustó los matices de su arte a sus propias percepciones. Según él, el gran momento revelador sobre Venecia llegó no cuando se encontró con los palacios a lo largo del Gran canal o del Palacio ducal, o incluso en San Marcos, sino cuando vio por vez primera el gran ciclo de pinturas de Tintoretto sobre la vida de Cristo. Ante la rogativa de su amigo y maestro de pintura J. D. Harding, visitó la Escuela de San Roque donde su encuentro con el ciclo magistral de Tintoretto le obligó, dice, a estudiar la cultura e historia de Venecia, llegando así a escribir Las piedras de Venecia.

Los descubrimientos más importantes que Ruskin registra en Praeterita aparecen en varias parábolas diestramente narradas sobre la percepción que explican cómo aprendió a ver por sí mismo. Su presentación de los famosos incidentes de la hiedra de Norwood y del álamo de Fontainebleau revelan que un encuentro con la obra de Turner, específicamente sus bocetos de Suiza, le prepararon para estos momentos cruciales de descubrimiento que a su vez le adiestraron para comprender a Turner incluso mejor. Ruskin se dio cuenta de que los bocetos de Suiza, que tanto codiciaba »eran impresiones directas de la naturaleza, y no diseños artificiales como los Cártagos y las Romas. Y comenzó a ocurrírseme que quizá incluso en los artificios de Turner podía haber más verdad de la que yo había comprendido . . . En esta temática posterior la propia naturaleza se estaba aliando con él» (35.310). Inmediatamente después de relatar cómo penetró en esta perspectiva dentro del modo de trabajar de Turner, Praeterita nos comenta cómo el propio Ruskin consiguió ver con una visión más clara:

Considerando estas cuestiones un día por la carretera hacia Norwood, noté una brizna de hiedra alrededor de un tallo espinoso que no parecía tener una mala composición incluso para mi juicio crítico, y procedí a realizar un estudio a lápiz con luz y sombra de ella en mi libreta de papel gris, cuidadosamente, como si fuera un pedazo de escultura, que me gustaba cada vez más según la dibujaba. Cuando lo acabé, me di cuenta de que había estado prácticamente perdiendo todo mi tiempo desde los doce años, porque �nadie me había dicho que dibujara lo que realmente se encontraba allí! (35-311).

Ruskin a propósito contrasta el »juicio crítico» con el acto de la pintura, la escultura y la hiedra alrededor de un tallo espinoso, el arte del hombre y la creación más sublime de la naturaleza. Años de bosquejos según las reglas seguidas por el artista aficionado en busca de lo pintoresco le habían dejado unos pocos recuerdos útiles de lugares, pero no fue hasta que se olvidó de sí mismo y casualmente comenzó a dibujar este pedacito de vegetación cuando se dio cuenta de que nunca antes había »visto la belleza de nada, ni tan siquiera de una piedra y �mucho menos de una hoja!» (35.311).

Tres acuarelas de Ruskin: Estudio del pino piñonero en Sestri,, Estudio de los árboles en Sens,
y El campo detrás de la casa de Ruskin en Denmark Hill

La siguiente fase en su progreso ocurrió en Fontainebleau cuando, cansado de andar, comenzó a dibujar un pequeño álamo y de nuevo experimentó un momento crucial visionario tras intentar casi casualmente representar un hecho natural sin prestar atención a ninguna regla:

Lánguida, pero no perezosamente, comencé a dibujarlo, y a medida que lo hacía, el letargo se esfumó: las bellas líneas insistían en ser trazadas y sin cansancio. Se fueron tornando más y más bellas según cada una se elevaba sobre el resto y tomaba su lugar en el aire. Con un asombro que aumentaba a cada instante, vi que «se componían» a sí mismas mediante leyes delicadas que cualquiera de las conocidas por los hombres. Al final, el árbol estaba allí, y todo lo que había pensado antes sobre los árboles, �no estaba en ninguna parte! (35.314).

Ruskin destaca que su experiencia pictórica de la hiedra de Norwood no le «degradó» por completo porque siempre había asumido que la hiedra era una planta ornamental. Sin embargo, la pintura de un árbol fortuitamente elegido finalmente le convenció de que la naturaleza era muy superior al arte:

Que todos los árboles del bosque (puesto que vi con toda seguridad que mi pequeño álamo era sólo uno entre un millón) debían ser hermosos, mucho más que la decoración gótica, más que la imaginería de las vasijas griegas, más que los bordados más delicados que Oriente podía recamar, o que los pintores más ingeniosos de Occidente podían diseñar; en realidad esto puso fin a todos mis pensamientos previos, y fue una introspección dentro de un nuevo mundo silvano.

No sólo silvano. Los bosques, que sólo había observado como un espacio natural colmado, vi entonces que en su belleza, tenían las mismas leyes que guiaban a las nubes, dividían la luz y equilibraban las olas (35.315).

Ruskin creyó que sus experiencias de los bocetos suizos de Turner, de la hiedra de Norwood y del álamo de Fontainebleau constituyeron la piedra de toque, el fundamento de su futura carrera.

Las lecciones que aprendió a partir de la hiedra de Norwood y del álamo de Fontainebleau prosiguieron por medio de su pintura de lo gótico en Reims. Una vez más, el momento de descubrimiento le cogió por sorpresa, puesto que según estaba pintando la tumba de Ilaria de Caretto, repentinamente se dio cuenta de que su bello contorno respetaba las mismas leyes que gobernaban la hiedra de Norwood y el álamo de Fontainebleau: »La armonía de las líneas . . . vi en un instante que estaba bajo la influencia de las mismas leyes que las ondas del río, la rama del álamo, y que el despertar y el anochecer de las estrellas» (35.349). En cada fase, Ruskin se encontró sumido en la sorpresa a medida que sus ojos y sus manos le enseñaban a reconocer aquello crucialmente importante que su mente no había contemplado. Primeramente, descubrió que la hiedra encarnaba leyes de belleza muy superiores a las inventadas por la imaginación y después averiguó que los árboles, que son creaciones de la naturaleza mucho más majestuosas, siguen también tales reglas. La tercera fase de su progreso llegó cuando detectó semejantes leyes personificadas en lo gótico, un descubrimiento que sugiere que los grandes escultores y los arquitectos medievales reconocieron instintivamente la belleza intrínseca a la naturaleza que ningún teórico puede abarcar o predecir.

Todos estos descubrimientos visuales enseñaron a Ruskin el artista que tenía que aprender a ver por sí mismo, mientras otras experiencias le enseñaron la misma lección sobre la crítica. Aunque ocasionalmente recibió orientaciones inestimables, como cuando Richmond le enseñó a ver el color veneciano, todavía debía experimentar cada hecho con sus propios ojos y sentimientos, y fue ésta la razón por la que Ruskin dio tal importancia al acto de la pintura como herramienta del autodidactismo del artista. Localizó su independencia como crítico en la visita que en 1840 hizo a Roma cuando, después de que sus padres, amigos y guías le dijeran lo que era digno de un buen gusto, descubrió rápidamente que tenía que decidir por sí mismo sobre la grandeza de estos edificios y pinturas: »Todo el mundo me dijo que mirara al tejado de la capilla Sixtina, y me gustó, pero todo el mundo me dijo también que observara La Transfiguración de Rafael y el San Jerónimo de Domenico» (35.273), que no le gustó, dándose cuenta así de que debía hacer sus propios juicios.

Al igual que sus encuentros con la hiedra de Norwood y el álamo de Fontainebleau, las epifanías más poderosas de Praeterita vuelven a representar ocasiones en las que se encontró por primera vez con alguna belleza natural. Estas escenas más dramáticas presentan a Ruskin viendo algo, no cercano sino en la lejanía, puesto que dramatizan visiones futuras y panorámicas desde la cumbre del Monte Pisga, es decir, momentos en los que su vista captó un paraíso distante e inalcanzable. Por ejemplo, en 1833, cuando tenía 14 años, llegó a Schaffhausen con su familia y en el ocaso vio por primera vez los Alpes. Mirando un paisaje que a primera vista parecía »que se encontraba a una distancia similar como Malvern está de Worcestershire o Dorking de Kent», súbitamente vio montañas en lontananza:

Ninguno de nosotros pensó en ningún momento que allí hubiera nubes. Las montañas eran tan claras como el cristal, nítidas en el puro horizonte del cielo, ya teñidas de rosa por un sol que sucumbía. Todo trascendía infinitamente lo que jamás hubiéramos podido pensar o soñar; los muros del Edén perdido no podrían habernos resultado más hermosos ni más impresionantes. Nos encontrábamos ante un cielo redondo, ante las murallas de la muerte sagrada.

No es posible imaginar, en ninguna época de la humanidad, una entrada en el mundo más bendita para un niño con un temperamento como el mío, aunque es cierto que el temperamento era el propio del momento: unos pocos años antes, dentro del siglo, ningún chico que hubiera nacido se habría preocupado por las montañas o por los hombres que vivían entre ellas, de modo semejante. Hasta la época de Rousseau no había existido un amor «sentimental» hacia la naturaleza . . . La panorámica de los Alpes no sólo constituyó la revelación de la belleza de la tierra, sino la apertura de la primera página de su volumen. Aquella tarde descendí de la terraza ajardinada de Schaffhausen con el designio de mi destino (35.115-16).

Al relatar ésta y otras experiencias cruciales, Ruskin, al igual que numerosos victorianos, incluidos Carlyle, Tennyson, y Mill, utilizaron el patrón de una narrativa religiosa de conversos. Aunque Praeterita presenta momentos de clímax, no está construida, como la mayoría de las narrativas de conversos, sobre un único clímax o momento de iluminación. Al revés, Ruskin organiza sus materiales en torno a una serie de iluminaciones culminantes, como las logradas por medio de la pintura de la hiedra y del álamo, cada una de las cuales puede mantenerse hasta cierto punto por sí misma. Digo «hasta cierto punto» porque cada momento visionario, cada nueva percepción, se une a las otras en una secuencia para formar un todo mayor que la suma de las partes individuales. No obstante, su organización primigenia se localiza alrededor de centros o puntos de visión personalmente alcanzados, cada uno de los cuales se acomoda dentro de un segmento o fragmento. En otras palabras, Praeterita descansa sobre los mismos principios estructurales que sostienen Pintores modernos, Las piedras de Venecia y otras de sus obras maestras.

Tal reconocimiento ayuda a explicar cómo Praeterita, aunque incompleta, puede ser una de las autobiografías más excelsas. Específicamente explica cómo una obra inacabada y escrita deliberadamente de modo fragmentario crea tales efectos poderosos. Tal reconocimiento conduce también a una mejor comprensión de la forma peculiar de la técnica narrativa, o posiblemente de todo un género, que proporciona un sentido de la completud estética y de la eficacia retórica, aunque aparentemente carece de la plenitud formal de la narrativa.

La hija de Thackeray pensó que los retratos ling�ísticos de Ruskin eran tan brillantes que creyó que debería haber sido novelista, una cuestión que saca a la luz la naturaleza de la narrativa y las estructuras interpretativas de Ruskin. El problema, al menos como lo vio Ruskin, era que no podía relatar una historia eficazmente por lo que una manera de aproximarse a Praeterita es como alternativa a la narrativa convencional, en la que no encajaba particularmente. �sta no es una confesión relativa a una debilidad notable puesto que el genio siempre tiene sus limitaciones. Tennyson, por ejemplo, tampoco estaba muy dotado para la estructura narrativa convencional de tal manera que desarrolló una forma poética en In Memoriam y en Los idilios del rey que la evitaba, confiando en su lugar en un entretejido complejo de momentos, visiones y sueños culminantes yuxtapuestos. Al hacer esto, este poeta supuestamente conservador logró crear el tipo de modo narrativo con el que Conrad, Faulkner y Woolf generalmente ganaron una buena reputación en las historias de la novela. Praeterita que tanto influenció a Proust, se basa en un modo narrativo similar, aunque más difuso. Al organizar sus »flores visionarias», tal y como las denominó, en una serie de narrativas autosuficientes, Ruskin creó una forma literaria que funciona por medio de yuxtaposiciones y acumulaciones más que por medio de progresiones narrativas.

Por supuesto, Ruskin se instaló en tal estructura literaria, a la que se inclinó tan temperamentalmente, porque creyó que la narrativa convencional falsificaba el tipo de relato que deseaba narrar. Según él, la complejidad de la historia necesariamente entra en conflicto con las tendencias simplificadoras de la narración: »Se trate de la biografía de una nación o de la de una única persona, es igualmente imposible rastrearla continuamente a través de los años sucesivos. Algunas fuerzas decaen mientras otras se fortalecen y la mayoría actúan irregularmente, o si no, a través de periodos de entusiasmo renovado que no se corresponden y que siguen a intervalos de apatía. Para la claridad expositiva, es necesario seguir primero uno, luego otro, sin confundir informaciones de lo que ocurre en otras direcciones» (35.169).

Esencialmente, la estructura literaria de Ruskin organiza el propio trabajo así como la percepción del lector sobre la misma en segmentos o episodios discretos, aunque individualmente satisfactorios. Esta descripción de la estructura literaria característica en Ruskin vuelve a dar en el clavo con los lectores de sus otras obras. El quinto volumen de Pintores modernos, y los múltiples números de Fors Clavigera comparten la estructura segmentada, episódica, aunque raramente satisfactoria de la autobiografía. Todas estas obras progresan por medio de un conjunto de iluminaciones, momentos visionarios y epifanías.

Ruskin vio que sus propias experiencias asumían la forma de un patrón de pérdida y triunfo. Las pérdidas incluyen el tiempo perdido, pero lo más importante, a la gente perdida, puesto que esta agradable fuga de memoria contiene un número sorprendente de muertes y de escenas de muerte en la cama. Los triunfos, la recompensa por toda esta pérdida personal, ocurren casi por completo en función de la visión, en el aprendizaje correcto para ver las cosas, independientemente de lo que cuesten y de lo que duelan. Otro modo de abordar este tema sería referirse a sus énfasis recurrentes en el Paraíso, en los edenes terrenales y en los paraísos perdidos que aparecen a lo largo de esta autobiografía. Los autobiógrafos con frecuencia sistematizan sus experiencias, otorgándolas por lo tanto un orden y un significado en función de la centralidad de las metáforas, las imágenes y las analogías. Ruskin, uno de los escritores más metafóricos, utiliza numerosas cadenas analógicas para interpretar su experiencia pasada pero la dominante en Praeterita consiste en una gama de edenes perdidos yuxtapuestos y de visiones desde el Monte Pisga.

Aunque la autobiografía de Ruskin al igual que los elementos autobiográficos de sus otros escritos se inspira en la literatura de la conversión religiosa en cuanto a las imágenes, la retórica y la estructura, difiere de ella en un aspecto importante, puesto que no intenta simplemente dar fe de la experiencia de la verdad espiritual, estética o política sino que en su lugar, pretende que el lector vuelva a experimentar algo de importancia crucial para Ruskin al situarle, por así decirlo, dentro de la conciencia de Ruskin. La prosa autobiográfica de Ruskin, al igual que su crítica de arte, colma así sus propios requerimientos con frecuencia constatados acerca del arte imaginativo. Recordamos que según él, , el gran arte y la gran literatura proporcionan un medio esencial que permite a la audiencia compartir las emociones y la imaginación del artista y poeta. Para permitir que la audiencia comparta su pasado, confía en una literatura de la experiencia, en una clase de literatura cuya estrategia retórica primaria consiste en que el lector experimente sus sentimientos, pensamientos y razonamientos. Praeterita como In Memoriam utiliza sus datos primordialmente para crear un efecto imaginativo y emocional. Cada argumento encontrado, cada persona experimentada, cada paisaje confrontado es un estadio experiencial, un peldaño de la escalera de la visión del desarrollo y de la liberación. Los costes del logro de esta visión casi única fueron enormes y uno de ellos fue que Ruskin se convirtió en exceso en una criatura de la vista, es decir, en un ser que vive demasiado aislado y separado y que vive sólo en lo que ve.

Por lo tanto, cuando el mundo de Praeterita aparece a petición de Ruskin, no levanta una cortina y nos hace que observemos una serie continua de sucesos. En vez de ello, nos coge por el brazo y nos muestra una galería de pinturas. Una de ellas sugiere que la comparemos con otra, y que nos desplacemos de aquí para allá, y tanto si llegamos o no al final de la galería, sentimos que estamos junto a Ruskin, el espectador de su propia vida.


Modificado por última vez el 9 de diciembre de 2006; traducido enero de 2011