Cuando Ruskin consagró capítulos enteros en su quinto volumen (1860) a interpretaciones detalladas de las pinturas individuales de Turner, acertó de pleno en algo que venía preparando desde sus primeros escritos. Como muestra su autobiografía, aprendió a asociar la narrativa y el significado con los cuadros desde una edad temprana. Una de las viñetas más encantadoras de Praeterita relata, por ejemplo, que cada mañana mientras su padre se afeitaba, contaba a su hijo una historia sobre las figuras de un paisaje en acuarela que colgaba en la pared de su habitación. La enseñanza de Margaret Ruskin a su hijo sobre la lectura de las Escrituras, que le proporcionó el conocimiento de la historia sagrada y de la tradición exegética, ejerció una influencia incluso mucho más obvia sobre su carrera como intérprete de arte, puesto que sus lecciones le enseñaron tanto las actitudes básicas para la interpretación como el conocimiento exhaustivo del simbolismo tradicional cristiano. Al igual que muchos de los otros grandes autores victorianos, incluidos Carlyle, Newman, Browning, Eliot, Tennyson, Rossetti, y Hopkins, Ruskin aprendió sus enfoques interpretativos a partir de la lectura de los tipos (types) y de las anticipaciones de Cristo presentes en las Escrituras.
Transfirió las interpretaciones de la pintura y de la arquitectura al hábito evangélico (evangelical) de extraer pasajes de la Biblia aparentemente triviales y a partir de ellos demostrar que incluso allí estaban contenidas cuestiones de un significado más profundo. Los comentarios de los predicadores y de los autores de la Biblia enfatizaban, por ejemplo, que aunque las reglas de El libro del Levítico relativas a la adoración en el templo de Jerusalén podían parecer completamente irrelevantes para el creyente moderno, guardaban verdades esenciales para los cristianos. Según las lecturas canónicas, los cristianos, que se habían percatado de que la sangre de los animales no puede absolver el pecado, debían no obstante meditar sobre El Levítico tanto como una prefiguración de Cristo como una constatación de la comprensión gradual del hombre de que necesita un salvador. Cuando Ruskin tenía nueve años, tomó notas de un sermón que destacaba estos puntos, y los diversos borradores de los registros de este sermón muestran, cómo siendo incluso un niño, captó a fondo este método interpretativo. Además, como Las siete lámparas de la arquitectura (1849) revelan, se inspiró en esta interpretación evangélica de El Levítico cuando arguyó que sus contemporáneos debían construir recintos de adoración muy sofisticados.
Al igual que el conocimiento de Ruskin sobre la interpretación de los lugares familiares, las actitudes fundamentales hacia la interpretación que aprendió por primera vez siendo un niño, perduraron a lo largo de toda su carrera. La más importante de estas suposiciones básicas es que todo posee un significado, que el universo existe como una entidad semiótica que puede leerse si se accede a la llave. En otras palabras, a través de la transferencia de estas actitudes y métodos procedentes de la interpretación bíblica protestante al arte, la literatura y la sociedad, se aproxima a estas materias seculares como si fueran la Sagrada Escritura.
la Escuela de San Roque y La Anunciación de Tintoretto.
Cuando Ruskin lleva a cabo una lectura tipológica cristalina (straightforward typological reading) de La Anunciación de Tintoretto de la Escuela de San Roque o de uno de los frescos de Giotto en la Capilla de la arena, en Padua, simplemente aplica su conocimiento del significado convencional religioso de determinadas imágenes a un problema histórico-artístico. Realiza una aplicación más extrema, y a pesar de todo convencional, de los enclaves familiares protestantes victorianos cuando inicia Las piedras de Venecia (1851) con una advertencia de que esta ciudad-Estado es un ejemplo de un tipo y de una amonestación del destino de su propia nación. Por otro lado, ocurre una transferencia más radical, cuando basa sus nociones mitológicas de Turner y de la tradición occidental en las actitudes interpretativas derivadas de su lectura infantil de la Biblia o cuando utiliza el patrón tripartito profético del Antiguo Testamento en la escritura sobre la sociedad contemporánea.
Aunque la pintura verbal domina el primer volumen de Pintores modernos, incluso sus elaboradas piezas pictóricas de escenario contienen elementos interpretativos. Ya en esta fase temprana de su carrera, Ruskin creía que la confrontación de una obra de arte requiere que uno se encuentre con ella tanto visual como intelectualmente. Por ejemplo, como su descripción satírica de El molino de Claude (satirical description of Claude's Il Mulino) en Pintores modernos I demuestra, sus ataques satíricos encerraban necesariamente análisis iconográficos rudimentarios, puesto que cuando describe a su lector lo que acontece en el cuadro, interpreta y comenta la acción retratada. Cuando Ruskin aborda cada vez más los análisis iconográficos en el segundo volumen, claramente no cree que se esté desviando de la experiencia de una pintura por el hecho de confrontar su simbolismo. Más bien, para Ruskin, el significado se experimenta del mismo modo que la luz, el color y la forma. Por lo tanto, para proporcionar al lector una experiencia plena de la pintura, tiene que dramatizar el proceso de la percepción de ambos. Tal aproximación al arte emerge con una luminosidad particular en la sección sobre la imaginación penetrante en el segundo volumen de Pintores modernos. Al describir La Anunciación de Tintoretto de la Escuela de San Roque, en Venecia, Ruskin comienza con la experiencia del espectador ante el realismo de la obra. Parte por lo tanto de la constatación de que primero se percibe que la Virgen está sentada »sin casa, bajo el refugio del vestíbulo arruinado y abandonado de un palacio», rodeado por la desolación. El espectador, dice Ruskin, »en un primer momento se aparta, conmocionado, del objeto central de la pintura que ha sido forzado dolorosa y rudamente hacia una masa de mampostería hecha añicos, con el yeso arrancado y enmohecido». Sugiere que estos detalles propios del género, podrían sorprender un poquito más que el estudio sobre el mismo tipo de escena que el artista »podría fácilmente conseguir entre las ruinas de su propia Venecia, elegidas para conceder una explicación burda de la llamada y de la condición del marido de María». Ruskin, en otras palabras, comienza su presentación de esta pintura dramatizando los caminos que el ojo del espectador toma a medida que comprende primeramente sus detalles visuales mayores y después menores. Pero debido a que cree que la forma visible inextricablemente se relaciona con el significado, inmediatamente nos presenta las primeras conclusiones de un espectador imaginario sobre el significado de estos pormenores: parece que reflejan tanto el entorno contemporáneo del artista en una Venecia ruinosa como la fascinación moderna por lo pintoresco, ese modo estético que se deleita en las ruinas.
En este punto, Ruskin nos introduce en mayor profundidad en el significado del cuadro y lo hace intensificando en primer lugar nuestra experiencia visual del mismo. Según él, si el espectador examina »la composición de la pintura, encontrará que toda su simetría depende de una estrecha línea de luz, el borde de la escuadra de un carpintero que conecta estas herramientas sin utilizar con el objeto situado en la parte superior de la mampostería, una piedra blanca, cuatro soportes, la piedra de toque del antiguo edificio, la base de la columna que lo soporta». Al citar el salmo 118, Ruskin explica que estos detalles revelan que toda la pintura, y que todos sus detalles toscamente realistas, portan un significado tipológico, dado que, según las lecturas canónicas de este salmo, prefigura a Cristo. En La Anunciación de Tintoretto, por lo tanto, la »la casa en ruinas es la dispensación judía: que elevándose oscuramente en el amanecer del firmamento está el cristiano, pero la piedra de toque del antiguo edificio permanece, aunque las herramientas del constructor yacen perezosas a su lado, y la piedra que los arquitectos rechazaron se ha convertido en la lápida de la esquina» (2.264-5).
El viaje guiado de Ruskin por La Anunciación de Tintoretto proporciona a su lector una lección de percepción. Al utilizar sus dotes para la pintura verbal, la interpretación iconográfica y el análisis composicional, Ruskin no nos dice simplemente lo que significa la pintura en cuestión. En vez de ello, nos regala una fábula o parábola sobre la percepción ideal que dramatiza la experiencia de la percepción gradual del significado de una pintura, experimentando así plenamente la obra de arte. Ruskin, que tenía un don para los análisis intelectuales, comprendió que su papel como crítico de arte necesariamente le desplazaba más allá hasta una demostración imaginativa de la experiencia de significado. Así como el primer volumen de Pintores modernos enseña a sus lectores cómo percibir los mundos de la naturaleza y del arte, sus volúmenes posteriores les instruyen en cómo interpretar tales mundos, y en ambos proyectos, considerados por Ruskin clara y estrechamente entrelazados, se concentra en suministrar al lector los modelos de la experiencia.
La descripción analítica de Ruskin de La Anunciación de Tintoretto tuvo un efecto mayor sobre el arte victoriano. En particular, su descripción del modo por el que las lecturas comunes de la Biblia podían infundir con éxito al detalle naturalista el simbolismo elaborado, influyeron (influenced) significativamente en la Hermandad prerrafaelita (Pre-Raphaelite Brotherhood). Los estudiantes de este movimiento pensaron durante mucho tiempo que el joven William Holman Hunt (young William Holman Hunt), John Everett Millais, y Dante Gabriel Rossetti habían encontrado inspiración en el primer volumen de Pintores modernos, que enfatizaba que el joven estudiante debía confiar en el naturalismo detallado para entrenar la vista y la mano, pero lo cierto es que Ruskin nunca reivindicó tal influencia. Hunt, uno de los miembros fundadores de la Hermandad prerrafaelita relató en sus memorias (memoirs) que el segundo volumen del crítico llegó hasta él como una fuente sublime de inspiración, precisamente porque sugirió un medio que solucionase de los dos problemas fundamentales del angustiado arte británico, una debilidad general del estilo y de la técnica causada por la confianza en convenciones pictóricas anticuadas y en la ausencia del simbolismo eficazmente pictórico que era capaz de hablar a la audiencia victoriana. La presentación de Ruskin del simbolismo bíblico en sus análisis de Tintoretto animó a estos jóvenes tanto a probar la convención artística como a explorar los límites del realismo pictórico. Demostrando cómo tal imaginería podía dotar a los detalles realistas más minuciosos de una pintura con significado, Ruskin justificó obviamente su inclusión. Además, su parábola de la experiencia, que dramatiza cómo el espectador gradualmente se percata del significado de la pintura de Tintoretto, también estimuló a estos jóvenes artistas a pintar un tipo de obra que exigía que el espectador prestara una estrecha atención a todos estos detalles minúsculos, de tal modo que así las descripciones de Ruskin alentaron una clase de arte decimonónico emblemático o meditativo. Asimismo, la descripción de Ruskin sobre cómo la tipología dejó de ser aparentemente un tema vulgar propio del género para transformarse en arte elevado dio solución a lo que Hunt sentía como una de las necesidades primordiales de la pintura victoriana, la necesidad de una nueva iconología para reemplazar las alegorías pasadas de moda y otras formas de simbolismo que habían dejado de cuajar en la época.
Aunque Ruskin no se dio cuenta de la deuda que los prerrafaelitas habían contraído con su obra hasta casi pasadas tres décadas cuando Hunt se lo agradeció en una carta (letter), se dedicó continuamente a lecturas artísticas detalladas tras defender a los prerrafaelitas. La necesidad de amparar las pinturas de Hunt, La luz del mundo (1853) y El despertar de la conciencia (1853), influyó por lo tanto importantemente en la propia carrera de Ruskin, de modo que el estudiante influenció al maestro, y el influenciado se convirtió en la influencia. Este cambio aparente de dirección en la empresa crítica de Ruskin (que sin embargo su proyecto para Pintores modernos había anticipado parcialmente) aparece tanto en Las piedras de Venecia como en el volumen de Pintores modernos que Ruskin escribió inmediatamente después de enviar sus famosas cartas al periódico The Times apoyando a estos jóvenes artistas. Expandió sus nociones del simbolismo artístico y de su relación con el gran poeta-artista junto con la posición medular de ambas en cualquier consideración básica del arte. Uno de los focos de sus nuevos intereses aparece en sus discusiones sobre el modo grotesco en la imaginación, que se encarna diversamente en el arte, en la arquitectura y en la literatura.
A diferencia de Macaulay, Arnold y la mayoría de los críticos victorianos, Ruskin aceptó que la alegoría y el simbolismo jugaban un papel esencial en la grandeza del arte y de la literatura. De hecho, en Pintores modernos (1856), expresa el »deseo de que toda gran alegoría que los poetas hubieran inventado fuera poderosamente inmortalizada en el lienzo, que los hombres pudieran fácilmente acceder a ella y que nuestros artistas se sintieran perpetuamente estimulados a inventar continuamente» (15.134). Señala que en cuanto a la relación que la autoridad del pasado ha tenido con esta cuestión, »la pintura alegórica ha deleitado a los grandes hombres y a las multitudes más sabias desde el comienzo del arte y seguirá siendo así hasta que el arte expire» (15.134).
Además, mientras escribía como cristiano y creyente, argumentó que el amor del hombre por el simbolismo, al igual que su regocijo en la belleza, derivaba de las leyes fundamentales de la naturaleza humana que conducían al hombre de vuelta hacia lo divino. Tal y como aclaró en el último volumen de Las piedras de Venecia (1853) acerca del simbolismo de lo grotesco:
No fue la necesidad fortuita la causa de que la transmisión de la verdad se efectuara por medio de pinturas en vez de palabras, lo cual condujo a que fueran adoptadas donde quiera que el arte progresara, sino el miedo divino que por necesidad surge ante la comprensión de que un objeto es algo más grande y disimilar con respecto a lo que parece, y que, probablemente, le resulta peculiarmente atractivo al corazón humano porque Dios nos da el entendimiento de que esto no sólo es cierto para los símbolos inventados sino para todas las cosas entre las cuales vivimos, esto es, que poseen un significado mucho más profundo que el que la vista puede alcanzar o el oído escuchar, y que toda la creación visible es un símbolo meramente perecedero de la eternidad y de la verdad [11.182-83].
Ruskin, cuya herencia religiosa evangélica continuó coloreando su pensamiento mucho después de que comenzara a perder su fe infantil (lose his childhood faith), siempre creyó que la mente percibía primero la dificultad de las verdades a través de la forma simbólica. El simbolismo, tanto pictórico como literario, desempeña así un papel esencial epistemológico. Siempre que experimentamos algo cuya grandeza o dificultad es demasiada para entenderla plenamente (Ruskin sostiene que la mayoría de las verdades trascienden al hombre) nos encontramos con lo grotesco, término que Ruskin aplica a todas las formas del simbolismo.
Los escritos de Ruskin sobre lo grotesco, que sobresalen como unos de los trabajos críticos y teóricos más exquisitos producidos en la Inglaterra victoriana, focalizan sobre dos cuestiones, las descripciones teóricas del artista, los perfiles esencialmente psicológicos del tipo de mentalidad creativa de este modo artístico y los análisis de las obras de arte y literatura que lo encarnan. Según el tercer volumen de Pintores modernos, la forma central o el modo de lo grotesco emerge del hecho de que la imaginación
en su humor burlón y juguetón . . . es propensa a las bromas, algunas veces amargas, con una corriente subyacente de patetismo severo, otras caprichosas, otras ligeras y malévolas, llenas de muerte y de pecado. De ahí la corpulencia voluminosa del arte grotesco, alguno de la mayor nobleza y utilidad como La danza de la muerte de Holbein, y El caballero y la muerte de Alberto Durero, mientras otro desciende gradualmente las diversas condiciones de una seriedad menor en el arte cuyo único fin termina por ser el del mero entusiasmo o entretenimiento por medio del terror [5.131].
Además de esta forma tenebrosa de lo grotesco, que incluye obras que recorren desde las imágenes religiosas tradicionales de la muerte y del diablo hasta la sátira y el arte abominable, existe una forma comparativamente curiosa que surge »del juego completamente sano y sincero de la imaginación, como en Ariel y Titania de Shakespeare y en La dama blanca de Scott» (5.1311). Este arte delicado que gira en torno a las hadas apenas se logra porque
en el momento en que comenzamos a contemplar la belleza sin pecado, somos propensos a ponernos serios; y los cuentos morales, de hadas y las obras inocentes de esta clase, casi nunca suelen ser verdaderas, es decir, naturales e imaginativas, sino que en su mayor parte son conclusiones y composiciones laboriosas. En el instante en que cualquier vitalidad real les penetra, se convierten en satíricos o en ligeramente sombríos casi con toda seguridad, conectándose así con la rama que disfruta del mal [5.131-2].
En otras palabras, los seres humanos tienen una tendencia natural a descubrir o a imponer significado a los hechos que se encuentran.
La tercera forma de lo grotesco, que sirvió como base a la concepción de Ruskin del arte elevado adaptado a la era victoriana, se corresponde con »la concepción absolutamente noble . . . que se origina a partir del uso o la fantasía de los signos tangibles para divulgar una verdad expresable de un modo un tanto distinto, que incluye casi toda la franja del arte y de la poesía simbólica y alegórica» (15.132). Ruskin, que valiosamente percibió que el arte y la literatura fantástica formaban parte de un continuo que englobaba a la obra sublime, simbólica, grotesca y satírica, hace de la imagen individual el centro de su discusión. Como explica a continuación, »La delicadeza de lo grotesco es la expresión, en un momento, por medio de una serie de símbolos lanzados compactamente que se hallan conectados osada y atrevidamente, de verdades que habría llevado mucho tiempo expresar de cualquier modo verbal, y en el cual se deja al espectador que trabaje por sí mismo esta conexión; los huecos, ignorados o pasados por alto debido a la premura de la imaginación, forman el carácter grotesco» (5.132). Inspirándose en la descripción de Spenser de la envidia en el primer libro de La reina hada, puntualiza que el poeta
desea decirnos (1) que la envidia es la pasión menos domable y posible de calmar, que ninguna bondad suaviza, (2) que a través de un trabajo continuado, es capaz de extraer del propio corazón pensamientos malignos, (3) que incluso esto, su poder para dañar, es en parte frustrado por la naturaleza decadente y corrupta del mal en el que habita, (4) que dirige su mirada hacia todos los rincones y que todo lo que ve lo altera y lo decolora mediante su naturaleza, (5) que este proceso descolorizador sin embargo resulta ser, a los ojos de los otros, un velo o vestido deshonroso, (6) y que nunca se libera del sufrimiento más amargo, (7) que constriñe todos sus actos y movimientos, envolviendo y aplastando a la persona al tiempo que la atormenta. Esta explicación ha requerido por mi parte una frase un tanto larga y lánguida para comentarlo en términos no simbólicos; por cierto, esto no quiere decir que no sean para nada simbólicos, puesto que me he visto obligado, tanto como si lo quisiera como si no, no sólo a utilizar algunas palabras figuradas, sino que incluso mediante esta ayuda, la frase es larga y pesada, y no representa con ninguna energía la verdad [5.132].
Spenser, por otro lado, sitúa todas estas ideas »en lo grotesco, y lo hace breve e inmediatamente para que lo sintamos y lo veamos completamente y nunca lo olvidemos» (5.133). Para demostrar el poder y la concisión de esta afirmación simbólica, digna de ser memorable, Ruskin cita entonces el retrato emblemático que el poeta hace de la envidia, al que añade números referentes a su propia interpretación preliminar:
Y cercano a él la malvada envidia cabalgaba (1) sobre un lobo hambriento (2, 3) que todavía masticaba entre sus dientes gangrenados un sapo venenoso cuya ponzoña resbalaba por su mandíbula (4, 5) Iba vestido con un manto descolorido completamente pintado de ojos; (6) Y en su seno secretamente yacía Una odiosa serpiente, cuyo rabo amarraba (7) con muchos de sus pliegues y cuyo aguijón mortal dejaba entrever. (5.133)
Ruskin concluye que Spenser ha comprimido todo este material en nueve líneas, »o, más bien en una imagen, que apenas ocupará ninguna habitación de las estanterías de la mente, que se puede extraer íntegra, siempre que queramos. Todo los enfoques grotescos con altas cualidades morales son concentraciones de este tipo, y los más nobles transmiten verdades que ninguna otra cosa podría articular» (5.133). Además, los ejemplos menores de este modo simbólico transmiten la verdad con un gozo »que ninguna expresión de esta verdad simbólica podría poseer, ya que pertenece al esfuerzo de la mente por destejar el acertijo, o al sentido que tiene de que allí, en lo que se ve, está presente un poder infinito y un significado que trasciende todo lo aparente» (5.133).
El análisis de Ruskin de La Anunciación de Tintoretto en el segundo volumen de Pintores modernos, de Ate de Spenser en La reina hada en el tercer volumen y de El jardín de las Hespérides de Turner y de Apolo y Pitón en el quinto, y de «Lycidas» de Milton en Sésamo y lirios, todos ejemplifican esta clase de análisis interpretativo y sofisticado tan raro para la crítica decimonónica.
En el quinto volumen de Pintores modernos (1860), la interpretación simple y directa, que caracterizaba su lectura de Spenser, es reemplazada por el posicionamiento del objeto interpretativo en el último plano, o dentro del contexto, de una colección de obras, que constituyen todas juntas una tradición. Durante los catorce años que pasaron entre la escritura del segundo y del quinto volumen de Pintores modernos acontecieron grandes cambios en la fe religiosa que originalmente fundaron los métodos interpretativos de Ruskin. �ste, que escribió Pintores modernos II, como ferviente evangélico, se inspiró fuertemente en esta herencia religiosa buscando argumentos, autoridad y retórica, del mismo modo que hizo en Las siete lámparas de la arquitectura (1849). Para cuando escribió Las piedras de Venecia (1851-54), su fe, aunque todavía relativamente firme, se había hecho más tolerante y por primera vez, incluso defendía el Catolicismo romano ante su audiencia predominantemente protestante. Hacia 1856, cuando escribió los dos siguientes volúmenes de Pintores modernos, su fe se había debilitado gradualmente bajo los golpes de la geología y de los enfoques contemporáneos de la Biblia, y aunque aún se basaba en su herencia religiosa para la evidencia y el método, las Escrituras dejaron de ser el centro de cualquiera de sus argumentos. Tras la pérdida decisiva de las creencias en 1858, Ruskin pasó varias décadas oscilando entre el agnosticismo y el ateísmo categórico, aunque no anunciado.
Pintores modernos V (1860), la primera gran obra escrita tras su abandono del Cristianismo en Turín, no hace explícita ninguna declaración del cambio de su lealtad religiosa, pero las nuevas actitudes que presenta hacia el hombre, el arte y la sociedad, revelan que un desarrollo radical ha tenido lugar. Ruskin reemplaza sus anteriores alabanzas al ascetismo y al Idealismo purista por el desprecio hacia aquellos que no enfatizan la primacía de la vida en este mundo, y sustituye su anterior énfasis en la teología por una especie de interés por la religión de la humanidad. Desde que su pérdida de creencia efectivamente eliminó el soporte de sus defensas previas de la belleza y del arte, encontró otra razón para destacar la capacidad del arte en la transmisión de la verdad. Sin embargo, así como encontró más razones para enseñar a sus lectores cómo interpretar el arte, la base original de sus métodos interpretativos se desvaneció también. Afortunadamente, lo reemplazó fácilmente concentrándose en el valor del mito y de otras formas de tradición.
Según Ruskin, el mito es una forma especial de lo grotesco simbólico que encubre »una teoría del universo bajo lo grotesco de un cuento» (12.297). Ruskin, quien poco a poco se sintió atraído hacia el estudio del mito cuando perdió la fe en la Biblia como texto divinamente inspirado, aplica al mito las técnicas interpretativas aprendidas en el estudio de la Biblia. De este modo, pone en práctica estos procedimientos porque todavía acepta que las verdades morales y espirituales residen en los textos tradicionales. Tras abandonar su fe protestante, dejó de considerar cualquier texto como divinamente ordenado, puesto que a medida que con mayor frecuencia centra el énfasis en los seres humanos en vez de en el padre divino, concede mayor importancia a la sabiduría recibida. Al esquivar la aceptación de todo texto privilegiado, Ruskin percibe de buena gana que cada texto diferente contiene una porción de la verdad necesaria, y al encontrar la verdad en lugares tan dispares, él, al igual que tantos contemporáneos, intenta constituir una tradición reuniendo sus textos principales.
Continuando una práctica que había iniciado hacía tiempo, Ruskin atribuye hábitos mentales y métodos de lectura por primera vez aprendidos en el estudio de la Biblia a la interpretación de estos textos, incluidos los mitos paganos. Por ejemplo, como en la Biblia, un mito indica la presencia de significados por medio de un nivel literal o narrativo enigmático. Tal y como explica en La reina del aire (1869), »Un mito, en su definición más simple, es una historia a la que se ha vinculado un significado, distinto al que parecía en un principio, y el hecho de que posea tal significado viene generalmente determinado por el carácter extraordinario de algunas de sus circunstancias, o, en el uso común de la palabra, su carácter fingido» (19.296). Ruskin aclara más adelante que si informara al lector de que »Hércules mató una serpiente de agua en el lago de Lema, y que si doy a entender, y vosotros entendéis nada más que este hecho, la historia, independientemente de que sea verdadera o falsa, no sería un mito» (19.296). Sin embargo, si pretende que esta historia del triunfo de Hércules signifique que purificó muchos arroyos, el cuento, a pesar de su simpleza, es un verdadero mito. Puesto que la audiencia no prestará suficiente atención a tales narrativas sencillas, Ruskin, o cualquier creador de mitos, debe »sorprender la atención del lector añadiendo alguna circunstancia singular . . . Y en proporción con la plenitud del significado intencionado, probablemente multiplicaré y puliré estas improbabilidades» (19.296). En otras palabras, Ruskin aplica al mito las puntualizaciones que hizo relativas a lo grotesco simbólico trece años antes. El mito, como la alegoría spenseriana, comunica »verdades que nada más puede transmitir» (5.133) combinando el sobrecogimiento con el gozo que deriva del esfuerzo de la mente para resolver enigmas, »o con el sentido que posee de que en el objeto apreciado existe un poder y significado infinitos, que trasciende todo lo aparente» (5.133). Además, después de que Ruskin perdió su religión evangélica, no sólo pasó a considerar la mitología, al igual que la Biblia, como una fuente de verdad espiritual y moral, sino que la interpretó, al igual que la Biblia, en base a sus múltiples significados.
Ruskin aplica de un modo muy elaborado sus concepciones del mito como elaboraciones grotescas simbólicas, comunalmente creadas, a la crítica del arte en el quinto volumen de Pintores modernos (1860). Comienza su lectura de El jardín de las Hespérides de Turner, explicando en primer lugar la trascendencia de las ninfas y del dragón de las Hespérides que guarda el jardín del Edén, tras lo cual comenta sobre la Diosa de la Discordia y sobre la atmósfera oscura y siniestra de la pintura: »La fábula de las Hespérides tenía, me parece a mí, dos significados divergentes para la mentalidad griega, el primero referente a los fenómenos naturales y el segundo, a la moral» (7.392). Citando profusamente el Diccionario de la geografía griega y romana, concluye con que
las ninfas del Oeste, o las Hespérides, son . . . seres naturales que representan la suavidad de los vientos y de los rayos del sol occidentales, que en esta parte eran más favorables a la vegetación. En este sentido, reciben el nombre de hijas de Atlas y de Hesperis, y es Atlas quien enfría los vientos occidentales. El dragón, por el contrario, es el representante del viento del Sáhara, o Simoom, que sopló sobre el jardín muy por encima de las colinas del Sur, y que prohibió el avance de todos los cultivos más allá de la cordillera. Pero, tanto en la mentalidad griega como en Turner, el significado natural de esta leyenda se subordinó completamente. Su trasfondo moral yace mucho más profundamente [7.392-3].
Al explicar que en esta segunda acepción, las Hespérides están conectadas no »con los vientos del Oeste, sino con su esplendor» (7.393), se inspira en Hesíodo para demostrar que personifican las fuerzas y actitudes morales que reproducen »la abundancia y la paz del hogar» (7.396). Según él, los nombres de los mitos individuales encarnan significados morales: »Sus nombres son Aeglé (Brillo), Eritheia (Sonrojo), Hestia (Espíritu del hogar), Aretusa (la Suministradora)» (7.395). Después explica que estos cuatro fueron los guardianes elegidos del fruto prohibido que la tierra dio a Juno cuando contrajo matrimonio:
No sólo el fruto: el fruto de la tierra que la tierra, la gran madre, concedió a Juno (poder femenino) cuando se casó con Júpiter, o poder masculino (diferente al esfuerzo probado y agonizante de Hércules). Denomino a Juno, brevemente, como el poder femenino. Ella es, especialmente, la diosa que preside el matrimonio, y que considera a la mujer como la amante del hogar. Vesta (la diosa del hogar), junto con Ceres y Ven, pero Juno es preeminentemente la diosa de las amas de casa. Por lo tanto representa, en su carácter, todo el bien o el mal que pueda resultar de la ambición femenina o del deseo de poder, y como si se tratara de una madre de familia, la tierra le presenta su fruto dorado, que ella concede a dos tipos de guardianes. La riqueza de la tierra, como fuente de la abundancia y de la paz del hogar, la vigilan las ninfas que cantan, las Hespérides, mientras que es el dragón el que vela por la fuente de la aflicción y de la desolación en el hogar [7.3954].
Este dragón, al que Ruskin consagra la mayor parte de sus lecturas, encarna la codicia y el fraude, la rabia, la tristeza, la melancolía, la astucia y la destructividad asociadas con ella. Turner, como gran artista, asume su lugar junto a los antiguos creadores del mito, dado que él también acepta los significados del pasado refundiéndolos de nuevo. Para que el gran artista inglés añadiera nuevos significados al mito antiguo, tenía que poseer una introspección imaginativa de su sentido; durante su explicación de El jardín de las Hespérides comenta: »No sé hasta qué punto Turner descubrió verdaderamente por sí mismo las conexiones colaterales de la tradición hespéride, pero no puede haber ninguna duda de que captó el meollo y de que sabía quién era el Dragón» puesto que su concepción del mismo »encaja en todas las circunstancias de las tradiciones griegas» [7.401-2]. Esta convergencia entre lo antiguo y lo moderno aflora parcialmente en el hecho de que Turner reconoció el »mito natural» que se ubicaba en el corazón de su temática y en parte en su conocimiento de la tradición griega. Al leer esta pintura, Ruskin recurre a Homero, Hesíodo, Eurípides, Virgilio, Dante, Spenser, Milton y a la Biblia.
Volviendo a la Diosa de la Discordia, Ruskin encuentra que simboliza a »la fuerza perturbadora de los hogares» (7.404), aunque en realidad es el mismo poder que el espíritu de la discordia de la guerra de Homero: »No puedo llegar a la raíz de su nombre, Eris», admite Ruskin; »Me da la impresión de que debe tener algo en común con Erinis (Furia), pero significa siempre disputa, rivalidad o competencia, bien en la mente o en las palabras». La tarea final de Eris, concluye Ruskin, es esencialmente la de la división, y cita a Homero y a Virgilio para mostrar que la tradición la concibe como »siempre con una mente dividida que aspira a dos cosas a la vez (en La Ilíada, xi. 6), y que porta un manto rasgado por la mitad (La Eneida, viii. 702). Homero la describe como un ser con una voz chillona, e insaciablemente codiciosa» (7.404). Turner combina la concepción de la discordia encontrada en la literatura clásica con el personaje Ate de Spenser de La reina hada y añade »un toque final propio. La ninfa que trae las manzanas a la diosa, le ofrece una en cada mano y Eris, la de la mente dividida, no puede elegir» (7.4054). De la manera en la que Ruskin explica la relevancia de esta figura dentro de la pintura, no procede como alguien con una autoridad incontrovertible o alguien que tiene acceso a un texto privilegiado y unitario. En vez de eso, admite su falta de certidumbre acerca de determinadas interpretaciones, y señala lecturas potencialmente contrarias, proponiendo varias soluciones. El lector le ve tanteando las imágenes de la obra de Turner a medida que terminan por revelar más y más significados complejos. En otras palabras, Ruskin dramatiza de nuevo el proceso interpretativo, y así, le observamos componiendo el significado de este trabajo rico, complejo y completamente importante. Tras demostrar cómo llega a los significados de cada una de las figuras principales de la pintura, Ruskin concluye:
Tal es por tanto la primera gran pintura religiosa de nuestro artista inglés, y exponente de nuestra fe inglesa. Una composición de colores tristes, ejecutada no según el blanco y el dorado de Angélico, ni según el carmesí y el azul de Perugino, sino en una tonalidad sulfurosa, como si estuviera relacionada con un paraíso de humo. Parece que este poder, situado en lo alto de la colina, representa a nuestra Madonna británica: a la que reverentemente el artista inglés devoto debe pintar . . . Nuestra Madonna o nuestro Júpiter en el Olimpo, o quizá, para ser todavía más exactos, nuestro Dios desconocido [7.407-8].
Resumiendo, el jardín oscuro, vigilado por el dragón de Turner adelanta en una forma visible la condición espiritual de Inglaterra. Da fe de que Inglaterra, una vez que intercambió la fe en Dios por la fe en el oro, se apartó del camino de la vida, abrazando el de la muerte, y anhela entrar en un paraíso terrenal que será, no el Edén, el jardín de Dios, sino el jardín de Mammon en el que la cabeza de la serpiente que Cristo no magulló contempla su alrededor con un triunfo gélido. Ruskin denomina a esta pintura como pintura religiosa porque expone la fe por la cual sus contemporáneos viven y trabajan, la fe, ante la cual por así decirlo, sus actos, aunque no sus palabras, atestiguan.
La hazaña interpretativa de Ruskin al plantear el significado de El jardín de las Hespérides demuestra con peculiar claridad cómo la crítica de arte y la sociedad se habían entrelazado completamente para cuando escribió el último volumen de Pintores modernos. En el siguiente capítulo observaremos cómo aplicó muchos de los mismos métodos interpretativos a la lectura de los signos de su propio tiempo de igual modo que lo había hecho tanto con las artes anteriores como contemporáneas.
Modificado por última vez el 9 de diciembre de 2006; traducido enero de 2011