¿Quién podría distinguir a partir de mis libros . . . . la trayectoria que ha seguido en mí el esfuerzo religioso y la especulación? — John Ruskin (35.628)

Hemos visto que a medida que Ruskin sintió que la necesidad por enfatizar el papel del elemento humano por oposición a los elementos divinos de su sistema teocéntrico de la estética iba en aumento, se vio incapaz de conservar su teoría de la belleza sobre el orden. Aunque nunca formuló una segunda teoría de la belleza que fuera completa, las afirmaciones que Ruskin efectuó sobre lo sublime, lo pintoresco y la belleza asociativa en Las siete lámparas de la arquitectura y en los cuatro últimos volúmenes de Pintores modernos muestran que, a pesar de haber propuesto su teoría sobre la belleza, comenzó a dejar espacio a la función de las reacciones subjetivas dentro de su sistema estético. Cuando concibió como el foco de su estética al hombre, más que a Dios, Ruskin ya no pudo aceptar su belleza clasicista del orden y en consecuencia, dio más importancia a la reacción individual y subjetiva en sus escritos sobre la estética.

Conforme hemos observado, el desplazamiento del centro de atención en la estética de Ruskin estuvo íntimamente relacionado con la pérdida de la religión en la que se había educado. Por ello ahora, y para apreciar hasta qué punto el desarrollo de la estética de Ruskin fue representativo de la evolución de su pensamiento y de sus escritos sobre otras materias, examinaremos la naturaleza de su temprana fe evangélica (Evangelical), cómo perdió su religión y los efectos que esta pérdida tuvieron sobre la dirección de su obra posterior. Antes de comenzar, sin embargo, sería útil señalar que la historia de las opiniones religiosas de Ruskin se divide aproximadamente en cuatro periodos: durante los primeros años de su firme creencia evangélica, que duró hasta más o menos 1848, aceptó la religión de sus padres; posteriormente, experimentó diez años llenos de dudas cada vez más dolorosas que culminaron en su pérdida decisiva de la religión en 1858; a esto le siguieron diecisiete años de agnosticismo confuso y a menudo amargo, y finalmente en 1875, pudo descansar en una versión personal, un tanto extraña, del Cristianismo, que siguió respetando hasta el final de su vida.

Margaret Ruskin John James Ruskin

James Northcote, R. A., (izquierda) John James Ruskin and (derecha) Margaret Ruskin.
[Estas imágenes no aparecen en la edición impresa: pínchese sobre ellas para agrandarlas
y obtener información].

Desde la infancia de su hijo, Margaret Ruskin le inculcó fervorosamente los principios de un Anglicanismo evangélico estricto y a menudo severo. El séptimo capítulo de Praeterita nos dice que «la fe evangélica incuestionable» de su madre «en la verdad literal de la Biblia me situó, en cuanto pude razonar y pensar, ante la presencia de un mundo invisible» (35.28). Desde el momento en que «pudo razonar o pensar», el muchacho se encontró en medio de la promesa y del terror del universo evangélico. Se sumergió en un mundo en el que la condenación esperaba a la mayoría y la muerte esperaba a todos, un mundo penetrado por la mirada de un Dios inmanente y vengativo que benignamente, permitía a unos pocos, muy pocos, escapar del dolor y del horror del infierno. Antes de que Ruskin fuera totalmente consciente de que estaba vivo, supo que iba a morir, y antes de que supiera demasiado sobre la depravación, supo que, como todos los seres humanos, él también era un depravado.

Puesto que las doctrinas y actitudes del Anglicanismo evangélico modelaron tan significativamente el mundo de Ruskin, sería recomendable examinarlas en detalle en este estadio. El mejor modo quizá de recordar hoy en día a los anglicanos evangélicos, que se convirtieron en el partido con mayor influencia dentro de la Iglesia establecida durante las tres primeras décadas del siglo XIX, es por sus intentos fervorosos y continuos tanto para limpiar la fachada moral de la inmoral Inglaterra como para llevar el Evangelio cristiano a las parroquias de los condados y a los nuevos pueblos industriales abandonados por el clero anglicano, menos celoso. Mediante la combinación de las creencias y de los métodos de Wesley, Whitefield y de los puritanos (Puritans) del siglo XVII, los evangélicos usaron ampliamente la predicación itinerante y los tratados para irradiar el Evangelio a muchos ingleses que según ellos moraban en las tinieblas. Ruskin, como muchos otros evangélicos vehementes, no sólo leía tales tratados (tracts) sino que los recomendaba de vez en cuando. Así, en una carta dirigida a J. J. Laing, que los editores de la Edición para biblioteca datan en 1854, recomendó a su corresponsal que «la lectura más placentera y útil que conozco sobre casi todas las cuestiones religiosas del tipo que sean, son los Tratados de Ryle» (36.180). John Charles Ryle (1816-1900), quizá el autor decimonónico más importante de tratados evangélicos (sus tratados tuvieron una tirada de doce millones), ilustra el ejemplo de un portavoz inglés destacado que claramente propagó los argumentos de la creencia ruskiniana.

Al intentar detallar la fe a la que Ruskin estuvo vinculado hasta 1858 (el año de su ruptura decisiva con el Evangelicalismo), debemos también beber de las fuentes de los sermones de su predicador favorito, Henry Melvill. Melvill (1798-1871), el «Crisóstomo evangélico», al que muchos incluidos Gladstone y el propio Ruskin, consideraron como el gran predicador de su época, ejerció como capellán en Queen Victoria (1852) y como canónigo de la catedral de San Pablo desde 1856 hasta su muerte. Fue también el ministro con el que la familia Ruskin se reunía mientras vivieron en Denmark Hill, y a medida que John Ruskin se fue volviendo un adulto, se hizo amigo de este famoso predicador, de cuyos sermones era un devoto. Ruskin cuenta en Praeterita que Melvill «fue el único predicador que llegué a conocer en mi vida cuyos sermones eran simultáneamente sinceros, ortodoxos y respetaban la oratoria de los principios ciceronianos» (36.386); de ahí que la seriedad de la atención prestada a estos sermones fervorosos aparecezca en sus diarios, donde ocasionalmente los resume, se pide a sí mismo la memorización de uno de ellos o los alaba como «nobles, admirables « y «convincentes y claros hasta el extremo». Además de asistir a los sermones de Melvill cuando estaba en Londres, Ruskin leía habitualmente las versiones publicadas de los mismos en El púlpito, una publicación semanal íntegramente dedicada a la publicación de los sermones de los predicadores evangélicos eminentes. En las cartas que escribió a sus padres entre 1851 y 1852 durante su estancia en Venecia, Ruskin menciona varias veces los sermones de Melvill, agradeciendo a sus padres las copias que le habían enviado o su petición de copias adicionales. En diciembre de 1851, por ejemplo, escribió: «Estoy encantado de tener los sermones del señor Melvill [sic] de hoy y del próximo domingo, y si todavía no habéis enviado la caja con lo que necesito desearía que pudierais meter media docena o incluso una docena dentro». Tal comentario sugiere o bien que tales sermones algunas veces aparecían impresos antes de repartirse, lo cual sin embargo no parece muy probable, o que Ruskin tenía acceso al texto de Melvill.

Ruskin

Sir John Everett Millais Bt PRA (1829-96).John Ruskin. Pínchese sobre la imagen para agrandarla.

En agosto de 1853, cuando él, su mujer y Millais estaban en Glenfinlas, en donde el pintor estaba elaborando su famoso retrato, escribió a su padre diciéndole que se sentía «especialmente agradecido por el sermón del señor Melvill. ¿Podrías ser tan amable de enviarme alguno más?» Puesto que Ruskin leía cualquier tipo de sermón y cualquier fuente en la que aparecieran, podemos por lo menos estar seguros de que con frecuencia asistió a la predicación de Melvill y que conservó extractos de esta predicación en sus diarios; cuando se marchó de Londres, siguió leyendo versiones escritas o publicadas siempre que podía. El estudiante del pensamiento de Ruskin se encuentra así en una posición particularmente afortunada para poder determinar la naturaleza de su temprana creencia puesto que con independencia de lo difícil que resulta bosquejar el flujo de la fe en Ruskin después de 1858, por lo menos se puede confiar en que mientras era partidario del Evangelicalismo y de sus portavoces prominentes (Ryle y Melvill), claramente dio a conocer el conjunto de actitudes y el cuerpo doctrinal en el que se educó y al que prestó lealtad en un primer momento.

Una cuestión en la que seguramente todos los anglicanos evangélicos coincidieron fue en la necesidad de un fervor inflexible a la hora de difundir la palabra de Dios. Como Melvill enfatizó en un sermón que Ruskin se tomó muy a pecho al sentirse identificado, «la religión . . . no es algo que admita medias tintas». Ryle, que posteriormente se convirtió en obispo de Liverpool, remarcó la necesidad de un compromiso emocional severo todavía con más vehemencia: «El fervor, manifiesto en la demolición de John Knox de los monasterios escoceses, puede lastimar los sentimientos de los cristianos dormidos y estrechos de miras. Puede ofender los prejuicios de los fanáticos religiosos anticuados que odian todo lo nuevo, y aborrecen todo cambio. Pero el fervor al final se justificará a sí mismo». Su fervor y el hecho de que cooperaran en cruzadas misioneras con las sectas disidentes llevó a otros anglicanos que les estigmatizaron como metodistas dentro de la Iglesia, a creer que los evangélicos tenían más en común con los disidentes que con otros miembros de la Iglesia establecida; y en verdad, creyeron que los disidentes que compartían sus mismas creencias estaban más cerca de Dios que muchos cristianos nominales de la comunión anglicana. Así, Ryle señala que ningún cristiano que acepte los principios fundamentales de la fe evangélica se salvará, independientemente de que el creyente pertenezca o no a la Iglesia de Inglaterra.

Según Ryle, existen «cinco características definidamente doctrinales que permiten distinguir a los miembros del cuerpo evangélico»:

El primer y principal rasgo de la religión evangélica es la supremacía absoluta que asigna a la Sagrada Escritura como única regla de la fe y de su práctica, la única comprobación de la verdad . . . . El segundo rasgo destacado en la religión evangélica es la profundidad y relevancia que asigna a la doctrina del pecado y de la corrupción humanas . . . [El tercero] es la importancia capital que otorga a la obra y oficio de nuestro Señor Jesucristo . . . El conocimiento experimental del Cristo crucificado e intercesor es la esencia misma del Cristianismo . . . [Cuarto] es el elevado papel que concede al trabajo interior del Espíritu Santo dentro del corazón del hombre. Su teoría es que la raíz y los cimientos de todo Cristianismo vital se localizan en cualquier persona y esto constituye una obra de gracia para el corazón . . . [Quinto] es la importancia que vincula al trabajo externo y visible del Espíritu Santo en la vida del hombre.

Como Ruskin explicó, la convicción clave del Anglicanismo evangélico era «que el hombre no necesitaba creer en nada para salvarse, lo cual no se desprende de la Palabra escrita de Dios ni se puede demostrar mediante la misma. Niega totalmente la existencia de cualquier otra guía para el alma humana que sea casi igual o que encaje con la Biblia». Desechando la tradición de la Iglesia por su falta de autoridad, los evangélicos confiaron solamente en la Escritura que consideraron como la Palabra literal de Dios. Despreciando las «fábulas de las esposas ancianas de los escritores rabinos y la basura de las tradiciones patrísticas», Ryle enfatizó que «Un hombre debe hacer de la Biblia su patrón de conducta. Debe convertir en una brújula estos principios esenciales de modo que dirijan su caminar por la vida. Debe examinar la dificultad de cualquier asunto o cuestión según la letra o el espíritu bíblico». Y hacer de la Escritura el patrón de la conducta requería «una lectura paciente, diaria y sistemática de este libro».

Margaret Ruskin apuntó a su hijo en cuanto fue capaz de «razonar o de pensar» a un curso parecido sobre el estudio de la Biblia, haciéndole leer los Testamentos, memorizarlos y luego repetir ante ella diariamente los pasajes que había memorizado. Además, durante muchos años Ruskin también conservó cuadernos en los que comparaba los pasajes de la Escritura y examinaba en profundidad las implicaciones de la palabra de Dios. Este entrenamiento temprano no sólo le proporcionó un conocimiento exhaustivo de la Biblia y del hábito de citar la Escritura como prueba o ejemplo, un hábito que perduró aún después de perder la creencia en su verdad literal, sino que modeló el estilo temprano de su prosa. Igualmente importante fue la manera en la que los modos de lectura evangélicos de la Biblia delinearon su manera de interpretar las obras seculares de arte y literatura. Por ejemplo, no puede haber duda de que la atención típica que Ruskin ponía en la minuciosidad de los detalles de una pintura o de un poema, una técnica que a menudo desencadena una comprensión brillante, procedía de los preceptos evangélicos sobre cómo leer detenidamente las Escrituras, especialmente desde que en Praeterita acreditara a Melvill «el haberle ayudado enormemente en la exhaustividad de los análisis, pero en concreto, su costumbre de observar siempre en cada cita bíblica, lo que la precedía y la seguía» (35.388). Cuando Ruskin debate sobre y demuestra ese «examen palabra por palabra de este autor que se puede denominar con toda justeza «lectura»» (1875) en Sésamo y lirios (1870), está imitando claramente las directrices comunes del pastor evangélico a su rebaño. Melvill, por ejemplo, instruía de igual modo a sus oyentes: «Leed por vosotros mismos la Biblia y enseñad a vuestros hijos a leerla, como un libro sobre el que debería reflexionarse y no apresurarse en su lectura; un texto, por así decir, que se puede leer mejor por líneas que por capítulos». De nuevo, Ruskin parece respetar el patrón del predicador cuando alecciona a sus lectores, «debéis habituaros a mirar intensamente las palabras y a aseguraros de su significado sílaba por sílaba y no letra por letra» (18.64). De la práctica evangélica proceden no sólo su hábito de la lectura atenta, sino también sus teorías y procedimientos sobre la interpretación simbólica, y cuando examinemos su deuda con los métodos exegéticos evangélicos en el siguiente capítulo, observaremos cómo transfirió modos de lectura de la Palabra de Dios a las palabras de los hombres.

Según Ryle, el segundo «rasgo prominente» de la creencia anglicana evangélica constituye su mayor énfasis en la condición caída del hombre: «Junto con la Biblia, que es su soporte, este estado se basa en una visión clara del pecado original». Una visión clara del pecado original requiere tanto que cada creyente verdadero lo admita intelectualmente como que sienta en su corazón que «como consecuencia de la caída de Adán, todos los hombres se han alejado de la rectitud original y por su propia naturaleza se inclinan hacia el mal». En el fondo, Ryle pronuncia el triste hecho pero esencial de la depravación humana con tal entusiasmo que desvía el rumbo peligrosamente acercándose a la oscura herejía de Maniqueo, al decir a sus lectores que «todos somos más bien hijos del diablo que hijos de Dios». Aunque Melvill cuida sus expresiones con mayor delicadeza, señala asimismo la corrupción esencial que reside en el corazón de cada uno de los hijos de Adán: «El hombre es el mismo, radicalmente el mismo, en un estado o en otro, y es capaz de las mismas, exactamente, de las mismas villanías...; aunque el refinamiento de la civilización puede esconder las tendencias perversas mientras la rudeza del barbarismo las puede sacar a la luz, esas tendencias existen igualmente». Como Melvill, Ryle y los puritanos del siglo XVII (a quienes los evangélicos consideraban como sus ancestros espirituales), Ruskin cuando era joven creía que «no hay ninguna parte de nuestra naturaleza . . . que no se vea influida o afectada por la caída» (4.186). Con el entusiasmo vehemente de un tratado, el segundo volumen de Pintores modernos (1846) describe la «terrible impronta de las diversas degradaciones» dentro del corazón, la mente y el cuerpo humano:

rasgos cosidos por la enfermedad, nublados por la sensualidad, convulsionados por la pasión, aguijoneados por la pobreza, ensombrecidos por la pena, estigmatizados por el remordimiento: cuerpos consumidos por la pereza, resquebrajados por el trabajo, torturados por el padecimiento, deshonrados por prácticas impuras; intelectos privados de poder, corazones sin esperanza, mentes terrenales y demoníacas (4.176).

Esta descripción del hombre que un comentario en 1883 caracterizó como una «llamarada evangélica violenta sobre la corrupción de la naturaleza humana» (4.177n), revela una razón importante de por qué el segundo volumen de Pintores modernos fue el más evangélico de las obras de Ruskin.

Tal énfasis evangélico sobre la depravación innata de los humanos que reconoció tan abiertamente en 1846, coloreó su estética y su crítica de arte significativamente. Para empezar y como hemos observado, la creencia de Ruskin de que «la maldición adánica» (4.184) había traído consigo una «perversa diversidad» (4.176) le empuja a apoyar la exigencia típica romántica por la particularidad y el detalle en el arte. Al aceptar que el pecado original ha destruido cualquier forma central de belleza humana ideal que pudiera haber existido alguna vez, sostiene que sólo es posible alcanzar la permanencia presente de la belleza ideal mediante los retratos.

En segundo lugar, su énfasis en la corrupción de la mente y el corazón humano imposibilitaron que Ruskin en esta fase de la escritura de Pintores modernos permitiera que la subjetividad tuviera un papel dentro de la belleza. Reconocer la función de la subjetividad habría significado la negación de todo lo que Ruskin esperaba de sus teorías estéticas, especialmente cuando creía que el sujeto existía en la corrupción y en la diversidad. En uno de los sermones de Melvill que Ruskin aprobaba de todo corazón, el predicador mencionaba «aquella perversión y alineación absoluta de los afectos que heredamos como criaturas cuya constitución moral se halla profundamente desquiciada». Los hombres «cuya constitución moral ha sido profundamente trastornada» y cuyas emociones han sido pervertidas y alienadas, no pueden ni experimentar la belleza adecuadamente ni recibir de ella ese valor moral y religioso que Ruskin pensaba que estaba presente en lo bello, a menos que la propia belleza estuviera enraizada en la naturaleza divina. El énfasis evangélico de Ruskin sobre la naturaleza caída del hombre le exigía por tanto crear una teoría sobre la belleza como orden divino, puesto que de igual modo que el pecador podía salvarse de su depravación innata sólo mediante actos constantes de la gracia divina, así también la percepción individual de la belleza podía salvarse de la subjetividad trivial sólo mediante la presencia continua de Dios. En otras palabras, las teorías estéticas del segundo volumen de Pintores modernos, como las concepciones evangélicas del papel de Dios en la salvación individual, requieren la presencia de un Dios inmanente.

El tercer efecto de esta creencia en la depravación humana aparece en las actitudes de Ruskin hacia el desnudo en el arte. Mientras la creencia evangélica en que la caída de Adán había rebajado la calidad de la mente humana podía respaldar la empresa de Ruskin a la hora de demostrar la estatura moral del arte y de la belleza, la creencia de que la caída había transformado al cuerpo en algo esencialmente pecaminoso planteó por otra parte dificultades morales y estéticas a Ruskin en su faceta como crítico. Puesto que para él, el cuerpo se ha convertido en el emblema mismo de la depravación, cree que el artista que lo pinta siempre arriesga lo «que es excitante e impuro» (4.194). Tal actitud no entorpeció su apreciación del paisaje, y de hecho, pudo haber incluso contribuido considerablemente en ese amor hacia la naturaleza que caracterizaba su primer volumen; pero tras decidir expandir el enfoque del segundo volumen de Pintores modernos para incluir todo tipo de pintura, su desaprobación puritana del cuerpo humano le imposibilitó la estimación de la grandeza del arte en el mundo.

A lo largo del segundo volumen nos encontramos con su intenso rechazo por las cosas físicas y físicamente placenteras, que se acentúa cuando localizamos el problema del desnudo. La dificultad esencial en Ruskin es que, a diferencia de los hombres de la época clásica y renacentista, piensa que el cuerpo en tanto que cuerpo es desagradable, incómodo e incluso repugnante. Como contraposición nítida a las afirmaciones de su amigo y maestro de pintura, J. D. Harding, que sentía que el cuerpo humano era la última fuente de toda la belleza en las líneas y en las formas, Ruskin sostiene que la forma humana al descubierto posee poca belleza, en particular cuando no toma prestado ningún color o expresión. Además, le disgusta la presentación del desnudo en la pintura, porque le parece que el cuerpo y sus placeres son necesariamente peligrosos al ser inevitablemente degradantes. Aunque Ruskin posteriormente desechó la base ideológica de su aversión por lo físico, siempre mantuvo su desaprobación por la sexualidad. Así en un comentario en 1883 reformuló su anterior creencia de que la sexualidad no tiene nada que hacer en el arte: «La tendencia general del arte moderno, bajo la supervisión de París, hace que sea necesario explicar ahora al lector lo que antes le dejé que sintiera, que el instinto sexual está completamente excluido de toda consideración y de todo argumento en este ensayo. No presto atención a los sentimientos de lo bello que compartimos con las moscas y las arañas» (4.63n). Sus afirmaciones, casi cuatro décadas antes, revelan hasta qué punto creía que el artista que pintaba el cuerpo tenía que negar la naturaleza física de su temática. Primeramente, como hemos visto, sentía que la verdadera belleza humana residía en los rasgos, en la expresión facial, y no en el propio cuerpo. En segundo lugar, creía que el artista que tenía que retratar el cuerpo desnudo debía enfatizar el color, el elemento de la emoción y la espiritualidad a costa de las cualidades que pudieran sugerir la carnalidad:

La pureza de la pintura de la carne depende en grado considerable de la intensidad y de la calidez de su color. Puesto que si es opaco, y frío como la arcilla, desprovisto de toda radiación y vida carnal, las líneas de su verdadera belleza al ser severas y firmes se harán tan duras debido a la pérdida de brillo y a la gradación mediante la cual la naturaleza las ilustra, que el pintor se verá obligado a sacrificarlas por una plenitud y totalidad engañosa en un intento por crear el concepto de la carne; y una vez hecho, esto destruirá la idealidad de la forma como color y se entregará a la lascivia de la superficie (4.194-195).

La antipatía manifiesta de Ruskin por «la plenitud y totalidad engañosa . . . » de la carne que sugiera la sexualidad, aparece más adelante en su comentario de que «el esplendor del color no sólo confirma la severidad noble de la forma sino que es en sí mismo purificador y transmutador como el fuego» (4.195). Según Ruskin entonces, la carne debe purificarse puesto que no se puede presentar tal cual es, como el suave material de un cuerpo vivo; debe presentarse, o como dice Ruskin «redimirse», «por medio de la severidad de la forma y de la dureza de la línea» (4.196). En otras palabras, mientras el énfasis de Ruskin en la expresión transforma al cuerpo vivo en espíritu, su énfasis en el color y en la forma rígida convierte a la carne en un objeto, en un ente sexualmente neutral.

Ryle y otros ministros evangélicos matizan emocionalmente las funciones de Cristo y de la gracia divina en la salvación del hombre, los argumentos tercero y cuarto de la creencia evangélica. Tras señalar que «no se necesita nada en el pasaje entre el alma del hombre como pecador y de Cristo el Salvador, salvo la fe sencilla de los niños», Ryle continúa recalcando que «la esencia misma del Cristianismo no constituye una mera creencia en Cristo, sino un conocimiento experimental del Cristo crucificado e intercesor». Este «conocimiento experimental de Cristo», el Cristo que se siente, se ve y se experimenta sólo puede resultar de la gracia y por lo tanto, sólo la experiencia emocional de Cristo puede demostrar la verdadera conversión, la verdadera apertura a Dios. Según Ryle, el cuarto precepto característico del Anglicanismo evangélico es el énfasis que deposita en «el trabajo interior del Espíritu Santo en el corazón del hombre»:

Su teoría es que la raíz y el fundamento de todo Cristianismo vital en cualquier persona es una obra de gracia en el corazón, y hasta que no existe una experimentación real dentro del hombre, su religión es una mera cáscara . . . Sostenemos que, puesto que el trabajo interior del Espíritu Santo es algo necesario para la salvación del hombre, también debe ser algo que se tiene que sentir interiormente . . . E insistimos en que la ausencia de sentimientos en el corazón humano es sinónimo de total desposesión.

Para empezar, el Espíritu Santo debe permitir sentir al receptor de la gracia la presencia de la muerte inminente. Antes de volverse hacia Cristo y de apreciar el don de la vida eterna, se debe experimentar primero el miedo a la muerte y la condenación, lo cual explica por qué el predicador en un intento por asistir al trabajo de la gracia, enfatiza que todos deben fallecer. Asimismo, en un tratado dirigido a los jóvenes, Ryle asegura así a sus lectores: «Jóvenes, vuestra muerte está determinada, e independientemente de lo sanos y de lo fuertes que os encontréis ahora mismo, puede que el día de vuestra muerte esté próximo. Veo enfermar tanto a los jóvenes como a los ancianos, y entierro tanto cadáveres jóvenes como ancianos».

Según Cristianismo práctico de William, uno de los trabajos evangélicos con mayor influencia, esta experiencia sentida junto con la convicción de la muerte de uno separa al verdadero creyente de «la generalidad de los cristianos nominales que prácticamente en su totalidad están inmersos en las inquietudes del mundo presente. Saben perfectamente que son mortales, pero no lo sienten». Tras palpar la cercanía de la muerte, se debe sentir la culpabilidad y finalmente la presencia de Cristo en la vida particular, padeciendo tanto lo que Cristo sufrió por el hombre como la gracia de las propias acciones.

Este énfasis en una experiencia religiosa y sentidamente emocional, tan central dentro de la creencia evangélica, sirvió como apoyo a la teoría crítica romántica en la que Ruskin se inspiró para formular sus propias opiniones sobre el arte y la estética. Primeramente, el predicador evangélico y el devoto individual exigían las mismas cualidades para la experiencia religiosa que el poeta y el teórico romántico: tanto el Evangelicalismo como el Romanticismo (romanticism) requerían emociones espontáneas, personales, intensas y sinceras sobre las que cimentar la vida o el arte de uno. Esta convergencia de la religión y de la poesía es comprensible a la luz del hecho de que ambas recurrieron a teorías sobre la percepción moral y la imaginación empática. Realmente, cada vez que William citaba en su Cristianismo práctico la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith, que presentaba las teorías emocionalistas (emotionalist) sobre la percepción moral y la simpatía, sancionaba a esta obra de modo muy similar a como lo pudiera hacer un partido oficial. Además, dedicó amplias secciones de su obra devocional y proselitista a defender el papel de las emociones en la religión, algo sobre lo que el partido de la Alta Iglesia tenía serias dudas. Su principal argumento sobre el papel de las emociones se parece mucho a las propias afirmaciones de Ruskin sobre la naturaleza humana, puesto que argumenta que la religión debe atraer a la totalidad del hombre, tanto a sus emociones como a su razón.

Con la introducción de las emociones dentro de la religión siempre se corre el riesgo de hacer aflorar los peligros de una subjetividad que aísla y divide, pero los predicadores evangélicos aseguraron a los creyentes que la misma fe garantizaría la influencia de la gracia sobre las emociones y no como Swift había aseverado, que éstas serían el producto de la inspiración divina. Igualmente, Ruskin buscó asegurar a su audiencia no sólo que las experiencias que sentían profundamente relativas al arte y a la belleza eran en sí mismas vehementes, nobles y esenciales para la vida espiritual del hombre, sino que derivaban directamente de Dios. En concreto, la teoría de lo bello de Ruskin que postula la presencia simbólica de Dios enuncia la naturaleza religiosa de este modo de experiencia estética. Cuando examinemos sus teorías de la alegoría y la imaginación alegórica en el siguiente capítulo, observaremos cómo Ruskin intentó por otros medios que sus teorías garantizaran el valor y la verdad de la experiencia estética, modelándola en base a la vida de la fe.

Finalmente, los anglicanos evangélicos creían «que la verdadera gracia de Dios es algo que siempre se manifestará en la conducta, el comportamiento, los gustos, las actuaciones, las elecciones y los hábitos de la persona en concreto», y aunque defienden que las buenas obras no pueden ganar la salvación que es totalmente un regalo de Dios, les confieren un gran valor como signo de la gracia divina en acción. Ryle enfatiza: «Afirmamos con toda confianza que el fruto es la única y certera evidencia de la condición espiritual del hombre». Como primera prueba de la gracia en el nuevo miembro converso a la fe, éste debe ejemplificar en su propia vida las creencias que profesa, y tiene que hacer de su vida un emblema de la religión en acción, una doctrina que Melvill enfatizó en un sermón que a Ruskin le gustó lo suficiente como para resumirla en su diario: «El creyente debe ser una muestra de la representación de la religión, y es a él a quien le corresponde exhibir la evidencia práctica de lo que es la religión y de lo que hace». No sólo eso, Melvill explica en otra parte: «Como pueblo de Dios, la religión debe estar presente en cada acontecimiento de su vida y deben cuidar de que cualquier situación se vea inundada de su influencia», una empresa constantemente evidente en la estética, la crítica de arte y la teoría económica de Ruskin.

Entonces, mientras el verdadero creyente intentaba convertirse en un emblema vivo de su fe, portando «la religión a cada acontecimiento de su vida», debía también conseguir que los otros fueran receptivos a las palabras de Dios. La creencia evangélica en una religión emocional y sentida, más este compromiso con las buenas obras, originó este celo característico por ayudar al bienestar espiritual de los demás. En «La grandeza de ser un instrumento en la conversión del prójimo» de Melvill, que Ruskin consideró como un «sermón excelente», el predicador tipificó al «verdadero cristiano» como «aquel que se quema fervorosamente por la gloria de Dios y que ama a su prójimo, como hijo del mismo padre que ha sido redimido por la misma sangre. Muéstrale por tanto lo que puede hacer para promover la gloria de Dios o para beneficiar a sus semejantes, y enséñale a lo que se podrá aferrar con entusiasmo, dando cumplimiento a sus deseos y sirviendo a sus energías».

No todos los evangélicos hablaban con la educación y la generosidad de Melvill, ya que este deseo vehemente por hacer el bien a los demás produjo una arrogancia evangélica característica, bien ejemplificada en la afirmación de Ryle de que «el fervor hará que el hombre odie la enseñanza que no pertenece a las Escrituras, del mismo modo que odia el pecado. Hará que considere el error religioso como una pestilencia que debe revisarse sea cual sea el coste». El precio de los sentimientos de los otros nunca, parece ser, fue tan alto como para que los evangélicos fervorosos lo pagaran, y voluntariamente, es más con mucho gusto, censuraron a otros con esa libertad que nace de la convicción testaruda de que Dios aprueba las palabras y los hechos de los conversos. El propio Ryle admitió francamente que aunque mucha gente «piensa que no es caritativo decir algo que parece condenar a los otros», él por ejemplo no podía entender dicha caridad: «Me da la impresión de que es el tipo de caridad que ve a su vecino beber lentamente un veneno y que nunca interfiere para evitarlo». Los evangélicos se inmiscuyeron gustosamente, derramando la taza de veneno de las manos de los ingleses como en las diversiones de los trabajadores durante el Sabbath.

Aunque ocasionalmente hicieron algún bien, particularmente a la hora de suprimir el comercio de esclavos (suppressing the slave trade) actuaron frecuentemente de un modo arrogante y desdeñoso y después de que Ruskin se separara de los evangélicos, les cogió una profunda aversión debido a la convicción de que ellos y sólo ellos, poseían la verdad. En Fors Clavigera Ruskin caracterizó satíricamente al padre de Federico el Grande como «un eclesiástico evangélico de la ortodoxia más estricta» porque estaba «completamente decidido a vivir su propio camino, suponiendo, como la gente puramente evangélica siempre hace, que su propio camino fuera también el de Dios» (28.68). Igualmente, en una conferencia impartida en Oxford en 1870, describió no sólo el partido evangélico sino todo «el Protestantismo moderno» como esa religión «consistente en una creencia asegurada en el perdón divino de todos vuestros pecados, y en la precisión divina de todas vuestras opiniones» (22.8l).

Sin embargo, aunque criticó posteriormente mucho la cruzada arrogante y celosa de los evangélicos, dejó una fuerte impronta en su propio pensamiento, reforzando su convicción tanto de que sabía la verdad como de que debía transmitirla a otros. Asimismo, las sociedades evangélicas para la prevención del vicio y para la distribución de las Biblias, para la conversión de los paganos y la salvaguarda de las personas sin hogar y los extraviados, surgieron de las mismas actitudes que se pueden percibir en las afirmaciones de Ruskin sobre la clase trabajadora. Y parte de la arrogancia de Ruskin por los artistas procedía del hecho de que, como los evangélicos en la religión, creía que él era el portador de una verdad que beneficiaba a los demás, con o sin su ayuda o incluso deseo. Cuando tenía nueve años, Ruskin copió en su cuaderno la creencia evangélica de que «Aquel que no está conmigo, está contra mí» y los signos de esta actitud continuaron marcando su vida y sus escritos muchos años después de que abandonara el Evangelicalismo.

Además, Ruskin compartió la actitud evangélica a no ser criticados por otros. Al mismo tiempo que este partido de la Iglesia descartaba con facilidad los sentimientos de los cristianos «estrechos de miras», censurándolos a plena voluntad, reaccionaron en contra de toda crítica de su propio grupo como signo claro de la obra de Satán. De hecho, todos ellos no hicieron sino valorar tal crítica como un martirio que los hijos de Dios debían soportar en un mundo perverso y ateo. Durante los primeros años del movimiento evangélico, que comenzaron en la segunda mitad del siglo XVIII, muchos miembros de la Iglesia de Inglaterra despreciaron su entusiasmo indecoroso y su predicación itinerante. Pero mucho después de lograr el poder dentro de la Iglesia y de extender su influencia en la nación, los evangélicos siguieron considerándose a sí mismos, más bien incoherentemente, como una pequeña secta perseguida que soportaba valientemente las mofas de aquellos que pronto se encontrarían entregados a las llamas del infierno. Ryle ejemplifica la complejidad usual del martirio evangélico cuando advierte a sus lectores de que «El pueblo verdadero de Dios es todavía un pequeño rebaño desdeñado. La verdadera religión evangélica aún lleva implícita el reproche y el desprecio. Muchos piensan todavía que el siervo real de Dios es un débil entusiasta y un tonto». Melvill también dijo a su congregación que «el miembro converso, al que se desprecia en secreto, será, de una u otra forma, perseguido por los no conversos».

Ruskin también era de la opinión de que él y aquellos cuyas causas defendía eran «perseguidos por los ateos», y esta actitud hacia la crítica hostil a menudo colorea sus afirmaciones tanto en Pintores modernos, en concreto el primer volumen, como en sus obras posteriores sobre economía política. Por supuesto, el hecho de que con frecuencia propugnara causas impopulares como Turner, los prerrafaelitas, y el socialismo cristiano que vienen inmediatamente a la memoria, hizo que se expusiera con toda certeza a demasiada crítica hostil. Y mientras Ruskin a veces aceptaba calladamente esta crítica hasta un punto que en ocasiones no ha sido calibrado, solía reaccionar en gran parte con hostilidad y sarcasmo ante cualquier comentario adverso, aunque al igual que los evangélicos con la religión, su apoyo de la verdad le sometió al martirio en la arena pública. A pesar de que tal actitud es segura y en gran medida una cuestión de personalidad individual, la religión en la que sus padres le educaron le sirvió para reforzarlo continuamente.

Podemos también percibir en Ruskin esa falta de compasión asociada con los evangélicos. Como cabe esperar, la seguridad de los evangélicos de que eran poseedores de la verdad absoluta, les llevó a menudo a creer que su gran propósito de salvación justificaba cualquier medio que ellos, en calidad de elegidos y hombres a los que se había dado una segunda oportunidad, consideraban necesario. Ryle era un exponente de esto cuando afirmaba: «Detesto a esos remilgados que se niegan a ayudar a las obras religiosas si el instrumento con el que se va llevar a cabo tiene un defecto». Ford K. Brown en Padres de los victorianos ha mostrado hasta qué punto los evangélicos podían carecer sorprendentemente de remilgos. Al creer que debían convertir al vicio en impopular y pasado de moda antes de expulsarlo del país, utilizaron gustosamente muchos instrumentos con defectos. Por ejemplo, los organizadores evangélicos de las sociedades para salvar a las «mujeres caídas» no pensaron que estuviera fuera de lugar convertir a afamados calaveras, siempre que tuvieran un título, en sus patrocinadores y presidentes honorarios, puesto que pensaban que tal acción serviría a la larga a los intereses de la moral. Así, nos encontramos con la grotesca situación de que aquellos que ayudaban a las mujeres a caer y que se mostraban encantados cuando esto ocurría presidían movimientos que erradicaban sus placeres favoritos. Los evangélicos no buscaron evitar semejantes situaciones hipócritas, puesto que como Ryle asevera, «El fervor se justifica al final gracias a sus resultados».

Asimismo, esta confianza acerca de que él estaba en posesión de la única verdad fue con toda seguridad una razón por la que Ruskin continuó citando las Escrituras para respaldar sus argumentos, sabiendo perfectamente, como lo sabía, que tal estilo y tal tono se acomodaban a la melodía de la época y a las expectativas de muchos de los presentes en su audiencia. Además, era perfectamente consciente de la reacción pública hostil que esperaba a aquel que había renunciado a la fe. Como escribió en 1859 a Charles Eliot Norton, un íntimo amigo: «No creo en el Evangelicalismo, y mis amigos (en otro tiempo) evangélicos ahora me observan con tal horror como observarían a uno de los cerdos poseídos de Genesaret» (36.363). Otra razón de la reticencia de Ruskin, por lo menos después de 1862, fue que en ese año prometió a otra íntima amiga, Mrs. La Touche, que no haría ninguna declaración pública sobre la pérdida de la fe hasta pasados otros diez años.


Modificado por última vez el 25 de julio de 2005; tracidio el 15 de febrero de 2011