Su pérdida de la religión da cuentas, en consecuencia, tanto de la seriedad con la que se consagra al estudio de la mitología, como de las numerosas peticiones que en su nombre hace por la tolerancia. Carlyle había argumentado en Sobre los héroes y el culto de los héroes que “Comenzaremos a tener una oportunidad de comprender el Paganismo, cuando admitamos primeramente que fue para sus seguidores, en un momento determinado, encarecidamente verdad” (Obras, V, 5), pero Ruskin, en muchos sentidos su discípulo, va aún más allá, sosteniendo que en realidad el mito sigue siendo verdadero. Ambos, Ruskin y Carlyle, por supuesto, están reaccionando frente a la venerable tradición cristiana que surgió en los primeros días de la Iglesia y que defendía que el mito había nacido dentro de las corruptas religiones paganas (véase Seznec, La supervivencia de los dioses paganos, 11-20).

Se había encontrado con otras visiones opuestas a ésta en la obra de Knight, quien señaló, por ejemplo, que “los adversarios de la adoración popular se apoderaron hábilmente pero sobre todo con avaricia de las complicaciones y de la construcción literal forzada de las fábulas mitológicas para mostrar la influencia envilecedora de las antiguas religiones… La interpretación de Evémero que transformó a los dioses en hombres, la de Tertuliano que les otorgó existencia sustancial como demonios perversos y el sentimiento vulgar de Epicuro y de Lucrecio que concibieron los mitos sólo como frívolas fábulas inventadas para entretener careciendo de propósito o de significado específico, fueron formas muy variadas de calumnia y de representación tergiversada” (El lenguaje simbólico en el arte antiguo, xv). Ruskin, que normalmente no tenía en alta estima a Knight, estuvo ciertamente de acuerdo con él aquí, puesto que con frecuencia aboga por la mitología antigua en contra de acusaciones similares. En El arte de Inglaterra (1883), por ejemplo, despreció la “teoría altanera” de que “la mitología es una forma temporal de locura humana”, yendo tan lejos hasta elaborar el “contra enunciado” extremo “de que los pensamientos de todos los hombres más grandes y más sabios hasta ahora, desde que el mundo fue creado, se han expresado mediante la mitología” (33. 294).

Asimismo, La reina del aire suplica junto con su audiencia para que se escuche justamente a los mitos griegos de Atenas: “No podemos interpretar con justicia la religión de ningún pueblo, a menos que estemos preparados para admitir que nosotros mismos, así como ellos, estamos sujetos a error en cuestiones de fe, y que las convicciones de otros, por muy singulares que sean, pueden en algunos puntos haber estado bien fundadas, mientras que las nuestras, por muy razonables, pueden en algunos detalles ser erróneas” (19. 295). Esta amable petición por la tolerancia recuerda cuán lejos Ruskin había viajado desde la rimbombancia de sus discursos católicos en Las siete lámparas de la arquitectura. Declara más explícitamente su creencia de que Dios puede conceder la verdad a todos, a los cristianos y a los paganos por igual, en La ética del polvo, la cual tras mencionar las visiones de la muerte en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, pregunta: “¿Hay algo impío en el pensamiento de que el mismo ente podría haberse expresado ante un rey griego o un vidente griego, mediante visiones parecidas?” (18. 350). Un sectario fanático, el mismo Ruskin seguramente años antes, podría haber respondido perfectamente: “Sí, tal pensamiento es impío, puesto que Dios sólo se revela a sí mismo en la Biblia y por tanto, sólo ante el verdadero creyente”. Pero una vez que Ruskin pierde su creencia inicial y acepta la idea de que Dios se manifiesta diferentemente ante cada hombre y cada época, admite de buena gana las verdades morales y espirituales dondequiera que las encuentre.

Además, cuando perdió su religión evangélica, no sólo comenzó a considerar la mitología, como la Biblia, una fuente de verdad espiritual y ética, sino que también la interpretó, como la Biblia, en términos de múltiples significados. Por ejemplo, en el último volumen de Pintores modernos, cuando está debatiendo sobre El jardín de las Hespérides de Turner (Garden of the Hesperides), Ruskin explica: “Me parece que la fábula de las Hespérides tenía dos significados distintos para la mentalidad griega: el primero se refería a los fenómenos naturales, y el segundo a los morales” (7. 392). Citando extensamente el Diccionario de geografía griega y romana de Smith, concluye con que

las ninfas de Occidente o las Hespérides son… tipos naturales, las representantes de los suaves vientos y del sol de Occidente, que en este distrito, fueron más favorables a la vegetación. En este sentido son llamadas las hijas de Atlas y de Héspero, siendo los vientos occidentales enfriados por la nieve de Atlas. El dragón, por el contrario, es el representante del viento del Sáhara o Simún, el cual sopló por encima del jardín sobre las colinas del sur, prohibiendo toda posibilidad de cultivo más allá de su cordillera… Pero, tanto para la mentalidad griega como para la de Turner, este significado natural de la leyenda fue algo completamente subordinado. La acepción moral de ello yacía mucho más profundamente (7. 392-393).

A través de la explicación de que en este segundo sentido las Hespérides están conectadas no “con los vientos de Occidente, sino con su esplendor” (7. 393), Ruskin se inspira en Hesíodo para demostrar que representan aquellas fuerzas y actitudes morales que producen “paz y abundancia en el hogar” (7. 396).

Ruskin expuso nuevamente esta noción del mito como alegoría polisémica nueve años después en La reina del aire, aclarando que “en prácticamente cada mito importante… se han de discernir estas tres partes estructurales —la raíz y las dos ramas: —la raíz, como existencia física, sol, cielo, nube o mar; después, la encarnación personal de esto;… y por último, el significado moral de la imagen, que es verdad eterna y benéfica en todos los grandes mitos” (19. 300). Además de estos sentidos literales, físicos y morales del mito, Ruskin cree también que numerosos mitos poseen un significado o referencia histórica perdidos hace mucho tiempo, pero estos últimos significados, menos importantes que los morales o físicos, son los que Ruskin deja para “los maestros de la historia” (19. 299). La misma teoría de la mitología, que también explica en La ética del polvo aparece en Fors Clavigera de 1877. Allí, recuerda a sus lectores, “Os he dicho con frecuencia que todo en los mitos griegos es primordialmente un aspecto tipológico físico, — y en segundo lugar y principalmente moral” (29. 128). Dado que la idea de interpretar el mito de este modo se desarrolló sin duda a partir de su lectura de mitógrafos tales como Bacon y Knight y a partir de sus hábitos de leer la Escritura, resulta particularmente interesante observar que en un momento de su vida, cuando consideró el mito como una forma de Escritura, contempló asimismo la Escritura como mito y que leyó la Biblia, por tanto, en función de los sentidos morales y físicos. Por ejemplo, en el Fors Clavigera de 1876, explica que los tres hijos de Ham, Mizraim el egipcio, Put el etíope y Sidón, el sidoniano, representan “los tres poderes africanos, —A, de las llanuras regadas; B, del desierto; y C, del mar” (28. 561). Desde un punto de vista moral, significan, respectivamente, “fuerza servil del cuerpo y del intelecto”, “aflicción servil del cuerpo y del intelecto”, y “placer servil del arte sensual e idólatra” (28. 561-562). De este cuerpo de interpretaciones, concluye con que “el sentido espiritual de la esclavitud egipcia es el del trabajo sin esperanza” (28. 562). En otras palabras, aunque para entonces había regresado a alguna forma personal de Cristianismo, interpreta la Biblia fundamentalmente como lo había hecho en Hasta que esto dure (1860) —como una fuente ostensible y una confirmación con autoridad sobre sus teorías de la justicia social. Agustín y los evangélicos —por nombrar algunos de aquéllos con los que Ruskin estaba más familiarizado— siempre interpretan el periodo del cautiverio como parte de sus lecturas típicas de la Escritura, descubriendo que denota el alma sin redimir, sin gracia y en un estado de pecado. En contraste, Ruskin, que aún centra la vida humana sobre la idea del trabajo enriquecedor que mantiene ocupado a uno, ve la esclavitud dentro del contexto de su propio evangelio.

La noción de que la Escritura se puede leer en términos de alegoría física y moral, aparece en El avance del saber de Bacon, una obra que Ruskin conocía bien. Citando los Hechos de los Apóstoles 7: 22, Bacon explica que de Moisés se dice que “se le veía en todo el aprendizaje de los egipcios… Echad un vistazo a la ley ceremonial de Moisés y os encontraréis, además de con la prefiguración de Cristo… con que los más sabios rabinos han viajado provechosa y profundamente para observar un sentido natural para algunos, para otros moral”. Es muy probable, sin embargo, que Ruskin interpretara el significado de los hijos de Ham de un modo parecido a las teorías de Bacon sobre la exégesis de las Escrituras, no porque las tomara prestadas, sino porque llegó independientemente a una noción similar a partir de sus métodos de lectura mitológica. Aunque los escritores sobre mitología a quien Ruskin conocía, interpretan alternadamente el mito física y moralmente, ninguno de ellos, como Ruskin, cree que el mito proporcione consistentemente dos niveles de significado alegórico. No obstante, pudo haberse encontrado con interpretaciones ocasionales del mito que explicaran los sentidos varios de un incidente en concreto. Por ejemplo, las notas de la Ilíada ofrecían tal explicación múltiple sobre el castigo de Júpiter impuesto a su esposa en el libro XV.

Homero explica misteriosamente en este lugar la naturaleza del Aire, que es Juno; los dos yunques que tiene en sus pies son los dos elementos, la tierra y el agua; y las cadenas de oro alrededor de sus manos son el éter o fuego que invade la región superior; los dos elementos más groseros se llaman yunques, para mostrarnos que las artes sólo se ejercitan en ellos dos. Sólo sabemos que aquí podemos encontrar una alegoría moral así como física. El poeta, atado mediante estas masas a los pies de Juno, y mediante la cadena de oro con la que está maniatada, podría significar, no sólo que los asuntos domésticos deberían ser como grilletes para retener a la esposa en casa, sino que las obras apropiadas y hermosas como cadenas de oro deberían emplear las manos de ésta.

A esto se puede replicar que la prohibición moral a las amas de casa no parece salir bien parada mediante la imagen de Juno atormentada por Zeus, después del traicionero asesinato de Hércules por parte de ésta. En realidad, muchas de las interpretaciones que Ruskin habría encontrado tanto en el Homero de Pope como en los escritos sobre mitología que conocía tienden a ser igualmente infundadas, inapropiadas y para nada convincentes. Las propias lecturas de Ruskin de la mitología, como veremos, se inclinan, en contraste, a ser más diplomáticas y sutiles, en parte porque a diferencia de muchas de sus fuentes informativas sobre el mito, él interpreta las figuras y los incidentes no en términos de simples ecuaciones, sino en función de relaciones complejas entre las fuerzas morales o físicas. Este hábito de lectura del mito con gran delicadeza y atención por el contexto sugiere, una vez más, que los métodos interpretativos de Ruskin deben mucho menos a los escritos sobre el mito que a su formación evangélica en la exégesis de las Escrituras.

Que Ruskin, a pesar de la pérdida de la religión, aún enfatiza las verdades y métodos de su anterior creencia se muestra más claramente por el modo en el que deriva las interpretaciones cristianas del mito clásico. Retornando a El jardín de las Hespérides, nos encontramos con su recordatorio de que “el lector puede haber oído, quizá, en otros libros del Génesis aparte de en el de Hesíodo, algo sobre un dragón ocupado con un árbol que portaba manzanas, y sobre cómo su cabeza fue aplastada” (7. 398). Sus palabras de cierre se refieren, por supuesto, a la profecía del Génesis que los poetas y predicadores cristianos, incluidos Milton y Melvill, siempre interpretaron tipológicamente como la victoria futura de Cristo sobre Satán. Tras utilizar la evidencia de Homero, Hesíodo, Eurípides, Virgilio, Dante, Spenser, Milton, Bacon y la Biblia, Ruskin concluye con que el dragón hespéride “es, por decirlo suavemente, 'Plutón, el gran enemigo' de Dante, el demonio de todas las pasiones perversas conectadas con la codicia, es decir, el demonio en esencia del fraude, la rabia y la tristeza. Considerado como el diablo del Fraude, se dice que descendió de la viperina Equidna, llena de mortífera astucia, remolino sobre remolino, igual que el demonio de la Rabia que consume todo lo hizo de Forcis; como el diablo de la Tristeza vino de Ceto. En su guardia y su melancolía, es insomne (compárese el diálogo de Micyllus con Luciano), y respira remolinos de aire y fuego; es el destructor, procedente de Tifón así como de Forcis, y además de todo esto, posee la irresistible fuerza de su mar ancestral” (7. 400-401).

Su interpretación exige varios comentarios: para empezar, Ruskin, a diferencia de los comentaristas del siglo XVIII sobre Homero, no concibe la alegoría como una mera ecuación de un vicio o virtud con la figura enunciada. En su lugar, ve el símbolo poético o pictórico justamente como los Evangélicos vieron la narrativa bíblica —como una causa para meditar sobre el hombre y su naturaleza, sobre el pecado y la salvación. Su concepción del mito alegórico, en otras palabras, pide un amor por la interpretación y un placer por desentrañar los aspectos delicados de la verdad espiritual que en su gran mayoría habían desaparecido de la escena crítica varios cientos de años antes. En segundo lugar, deberíamos observar que sus interpretaciones son autoconscientemente cristianas, puesto que aquí, el dragón hespéride encarna, con bastante claridad, el espíritu de la avaricia, la codicia y al Mammón al que Ruskin dedica tanta atención en sus escritos posteriores. Uno debe darse cuenta de que cuando Ruskin escogió tal interpretación sobre el empleo del mito griego por parte de Turner, lo hizo así no ignorando inocentemente otras interpretaciones del mito, sino partiendo de la creencia declarada de que las mismas verdades que había aprendido en la capilla de Beresford, aparecían en la mitología griega. Conocía las discusiones de Knight sobre la utilización de los mitos y símbolos serpentinos en el ritual fálico, sus discusiones sobre las interpretaciones neoplatónicas de la mitología y sus citas basadas en evidencias procedentes de fuentes hindúes, órficas, egipcias, de la antigua Escandinavia, japonesas, tártaras e indias americanas. Ruskin, cuya noción de la bivalencia del significado natural y moral en los mitos se corresponde con la de los antropólogos recientes, era perfectamente consciente de la naturaleza ambivalente del simbolismo mítico. En La reina del aire, por ejemplo, señala primeramente que “como el gusano de la corrupción, ella [la serpiente] es la más poderosa de todos los adversarios de los dioses—el adversario especial de la luz y del poder creativo de éstos —Pitón frente a Apolo” (19. 363). Al mismo tiempo, la serpiente, que encarna lo terrenal, también representa la fertilidad —“el poder de la tierra sobre la semilla” (19. 363). Además, “hay un poder en la tierra para eliminar la corrupción y para purificar…” y en este sentido, la serpiente es un espíritu curativo, —la representante de Esculapio y de Higía” (19. 364). A pesar de la presencia y complejidad de estos otros significados, Ruskin sostiene que la serpiente denota, esencial e inevitablemente, las fuerzas corruptas y malignas de la muerte.

Ruskin exhorta a sus lectores con esta interpretación porque considera que Dios creó a la serpiente como “a un divino jeroglífico sobre el poder demoníaco de la tierra, —de toda la naturaleza terrenal” (19. 363). La serpiente, en otras palabras, sirve como una palabra en lo que Ruskin diecisiete años antes había denominado el “lenguaje tipológico”. En La reina del aire, donde su término para el lenguaje tipológico se convierte en “mito natural”, comenta que cuando se estudia mitología, no debe olvidarse que Dios así como el hombre dota a los mitos de significación. Quejándose de que la mayoría de los estudiantes de mitología han “olvidado que exista algo parecido a los mitos naturales”, Ruskin subraya que debemos mirar con cuidado dentro de estos “oscuros dichos de la naturaleza” (19. 361), tanto porque transmiten verdades importantes como porque fundan todos los mitos humanos; de hecho, “toda guía hacia el correcto sentido de los mitos humanos y variables dependerá probablemente de que captemos en primer lugar el sentido de aquéllos que son naturales e invariables. El jeroglífico muerto puede haber significado esto o aquello —el jeroglífico vivo siempre significa lo mismo, pero ¡recuerda!, uno es tan jeroglífico como el otro, incluso más, —una 'escultura sagrada o reservada', algo con un lenguaje interior” (19. 361). Estas observaciones sobre el mito natural revelan que Ruskin aún acepta lo que antes hemos destacado que era una concepción esencialmente medieval del universo.

Once años después de que abandonara el servicio religioso de la capilla de Turín, Ruskin todavía se encuentra dentro de un mundo que lleva la impronta de la ley moral de Dios. Siguió creyendo, como sus antepasados medievales, que Dios pretendía que el hombre buscara en la naturaleza, y que “leyera” al cordero y al cocodrilo como los elementos lingüísticos de un universo verbal.

Lo que es más extraño sobre las continuas alegorizaciones de Ruskin sobre el mundo natural es que no dio la espalda al desarrollo de la ciencia contemporánea, convirtiéndose así en un fisiólogo victoriano. Aún más, una nota de La reina del aire asegura a su lector que los “hechos” sobre los que se va a detener “no son de ningún modo antagónicos con las teorías que las investigaciones incansables e infalibles del señor Darwin (Mr. Darwin) están convirtiendo cada día en más probables” (19. 358n). El texto acompañante explica que la teoría evolutiva, que muestra cómo las especies se desarrollan, sigue siendo irrelevante para los significados que Dios ha imprimido sobre las especies que una vez creó:

Sea cual sea el origen de las especies… los grupos a los que el nacimiento o el accidente les ha reducido mantienen una relación bien definida con el espíritu del hombre. Es perfectamente posible, y en última instancia concebible, que el cocodrilo y el cordero puedan haber descendido del mismo átomo ancestral de protoplasma;… pero el hecho prácticamente importante para nosotros es la existencia de un poder que crea… cocodrilos y corderos… el uno repelente para el espíritu del hombre, el otro atractivo, de un modo bastante inevitable, representando para él los estados morales del bien y del mal, que se convierten en mitos de destrucción o redención, y, en el sentido más literal, en “Palabras” de Dios (19. 358-359).

La concepción de Ruskin del mito natural se asemeja a sus teorías sobre la belleza (theories of beauty) en los puntos importantes, y puede, de hecho, haber sido modelada de acuerdo con ellas. En primer lugar, cree que los hombres reciben placer de la belleza “instintiva y necesariamente” (3. 109), y que asimismo, los hombres experimentan placer o desagrado ante los mitos naturales “de un modo bastante inevitable”. Los hombres reaccionan más o menos uniformemente a la belleza como reaccionan ante el mito natural, porque Dios creó al hombre en armonía con las leyes morales del universo y con la naturaleza de Su propio ser. Además, tanto la belleza como los mitos naturales evocan primeramente una respuesta emocional instintiva y, cuando se estudian con cuidado, revelan un significado moral más profundo. Por añadidura, las emociones producidas por la belleza y el mito natural conjuntamente son en esencia desinteresadas; puesto que igual que la belleza no deriva de la utilidad o de su efecto práctico sobre el hombre, la relación práctica del hombre con el cordero o con el cocodrilo, la serpiente o el pájaro, tiene menos importancia que el hecho de que Dios creara estos jeroglíficos vivos con un significado interior. Por ejemplo, los hombres no temen ni aborrecen a las serpientes fundamentalmente porque amenacen la vida humana. De hecho, “hay más veneno en un desagüe descuidado, —en la corriente de agua detenida al lavar los platos en la entrada de una casita de campo, —que en la áspide más mortífera del Nilo”. Nuestro “horror” por la serpiente “es por el mito, no por la criatura” (19. 362). Por último, el mito natural cumple el mismo propósito polémico que el de las teorías de Ruskin sobre la belleza, puesto que ambos contribuyen a una especie de “objetividad” en el arte y en la estética. Ambos aseguran que las reacciones humanas que son emocionales y subjetivas, ocurren uniformemente. Aunque Ruskin se demora así brevemente en el núcleo divinamente ordenado de ciertos mitos, a lo largo de sus escritos, se preocupa mucho más por la mitología como creación humana y por su sociedad. A diferencia de otras formas de lo grotesco simbólico y de la mayoría de los fenómenos artísticos que aborda, el mito y el elemento mítico en el arte son en cierto sentido, empresas grupales. Las mitologías se desarrollan lenta, gradualmente en su agrupación del significado, y requieren las contribuciones de muchos hombres durante largos periodos de tiempo. Cuando discutía sobre los patrones decorativos simbólicos de las vasijas griegas, Ruskin comentó en Fors Clavigera que “Un símbolo apenas suele inventarse justo cuando se le necesita. Alguna forma o cosa ya reconocida se vuelve simbólica en un momento determinado” (27. 405). Se podría aplicar esta concepción del desarrollo gradual de un símbolo desde algo que primeramente carece de significados profundos hasta la concepción ruskiniana de la mitología, puesto que cree que los mitos crecen igualmente a partir de una historia que con frecuencia está desprovista de un significado importante. En consecuencia, dado que los mitos crecen y cambian, volviéndose más ricos y más significativos, “la cuestión no es en absoluto lo que una figura mitológica significó en su origen, sino en lo que se convirtió en cada desarrollo mental posterior en la nación heredera del pensamiento” (18. 348). Además, “el significado real de cualquier mito es aquel que posee durante la edad más noble de la nación de la cual es coetáneo” (19. 301). Los mitos que surgen en el seno de una nación reciben gran parte de su importancia porque encarnan los ideales y aspiraciones de sus miembros, y por tanto, según Ruskin, significa poco si la leyenda que los hombres aceptan está basada en hechos, ya que una leyenda carente de una base factual puede ser más valiosa para una sociedad y decirnos más sobre sus creencias de lo que se puede fácilmente demostrar:

Cada vez que se comience a buscar la autoridad real de las leyendas, se encontrará generalmente que las feas poseen unos buenos fundamentos mientras las hermosas ninguno. Esté preparado para esto, y recuerde que una leyenda encantadora es aún más preciosa cuando carece de cimientos. Realmente, podría haberse encontrado a Cincinato arando junto al Tíber más de cincuenta veces, y su significado habría sido escaso para cualquiera, y menos todavía para ti o para mí. Pero si Cincinato nunca hubiera sido encontrado de tal guisa o no hubiera existido nunca en carne y hueso, sino que la gran nación romana, en la fuerza de su convicción de que el trabajo manual de labrar el terreno era bueno y honorable, hubiera inventado un Cincinato desprovisto prácticamente de cuerpo, y le hubiera colocado, según su fantasía, en los surcos del campo, poniendo sus propias palabras en la boca de éste, otorgando el honor de sus antiguas hazañas en su mano fantasmal, ante esta fábula que carece de fundamento —esta preciosa acuñación del cerebro y de la conciencia de un poderoso pueblo— tú y yo, créeme, habríamos tenido que leerla, conocerla y tomarla en serio, con diligencia (27. 357-358).

Tal mito ante el cual todos los de una nación rinden homenaje no sólo imagina sino que refuerza sus creencias centrales. Una creencia en Cincinato revela la “convicción” romana “de que el trabajo manual… era bueno y honorable”, la creencia en la conquista de la serpiente del agua por parte de Hércules revela la convicción griega de la verdad del heroísmo, y una creencia en la batalla entre Apolo y Marsias desvela la convicción de que en el conflicto “entre la música intelectual o la música brutal o sin sentido” (19. 343), lo ordenado y significativo debe prevalecer.

Aunque la persona ordinaria aceptó estos mitos como narrativas históricas, dice Ruskin, rara vez pensó en sus profundos significados. De hecho, “la creencia literal [en un mito] estaba, para la mentalidad de la gente común, tan profundamente enraizada como la nuestra lo está en las leyendas de nuestro propio libro sagrado;… se sospechaba muy poco la base de un acontecimiento no milagroso de igual modo que ellos, como nosotros, rara vez rastreaban el simbolismo explicativo” (19. 298). Esta comparación manifiesta entre la Biblia y la mitología griega, que demuestra nuevamente cómo Ruskin concedió casi el mismo valor a las leyendas de la antigua Grecia que a las del Cristianismo, indica también su convicción de que sólo los líderes espirituales de una nación comprenden realmente su mitología: “Pero, para todo ello, existió una determinada corriente subterránea de conciencia en todas las mentes, relativa a que las figuras significaban más de lo que mostraban en un primer momento, y según las propias facultades sentimentales de cada hombre, éste las juzgaba y las leía” (19. 298-299). Los grandes hombres de una nación, sus artistas y líderes espirituales, ven lo más profundo de estos mitos. Construyen sobre ellos, los remodelan y les añaden significado.

Dado que los artistas y los otros líderes espirituales ven mucho más en las leyendas que la gente común, la mitología sigue siendo esencialmente la creación de los grandes individuos. Aunque el gran hacedor del mito, como el gran poeta-artista, se inspira en los ideales y en las creencias de sus compañeros, avanza más allá de sus expectativas y nunca llega a ser plenamente comprendido por éstas. Pero dado que el pueblo acepta la verdad básica del mito, el antiguo creador del mito nunca se ve alienado de su sociedad del modo en que Turner se encontró. Así, a pesar de que Ruskin cree que la mitología se desarrolla hasta cierto punto como una empresa cooperativa, su concepción esencialmente Carlyleana del artista como vidente le conduce a concluir que el creador del mito pertenece a un grupo primordialmente compuesto, no de sus contemporáneos, sino de sus grandes predecesores.

Turner, como un gran artista, toma su lugar junto a los antiguos creadores del mito, puesto que él también acepta los significados del pasado para después reinterpretarlos de maneras nuevas. Para que el gran pintor inglés pueda así añadir un nuevo significado a los antiguos mitos, debe tanto conocerlos como entender profundamente su significado. Mientras explica la acepción del dragón en El jardín de las Hespérides, Ruskin comenta: “Hasta dónde descubrió realmente por sí mismo las implicaciones colaterales de la tradición hespéride, lo desconozco, pero que captó su pista principal, y que sabía quién era el Dragón, de eso no cabe duda” (7. 40l-402). Como Ruskin explica, la concepción del pintor del dragón “encaja en cada una de las circunstancias de las tradiciones griegas” (7. 402). Esta convergencia de lo antiguo y lo moderno surge parcialmente por el hecho de que Turner percibió el “mito natural” en el corazón de su temática, y en parte por su conocimiento de la tradición griega. Al leer esta pintura, Ruskin, como ya hemos observado, se inspira en Homero, Hesíodo, Eurípides, Virgilio, Dante, Spenser, Milton y la Biblia, de igual modo que al interpretar los vicios y las virtudes representados sobre las columnas del Palacio ducal de Venecia se refiere a Dante, Spenser, Orcagna, Giotto y Simón Memmi. Estos artistas y poetas, junto a otros pocos, representan para Ruskin la tradición occidental de la cual todos los grandes pensadores, incluido Turner, han bebido. En varias ocasiones en Fors Clavigera, Ruskin se detuvo para exponer listas de escritos esenciales que creía que todos deberían conocer. Por ejemplo, cuando propuso fundar una biblioteca para la cofradía de San Jorge, escribió que “para los escritos teológicos comunes que en última instancia van a constituir los cimientos de este cuerpo de literatura secular, he escogido siete autores… los hombres que han enseñado la verdad teológica más pura hasta ahora conocida para los judíos, los griegos, los latinos, los italianos y los ingleses, es decir, Moisés, David, Hesíodo, Virgilio, Dante, Chaucer, y para el séptimo, resumiendo la totalidad con la capacidad del juicio, San Juan el Divino” (28. 500). Aunque Ruskin modifica y vuelve a desordenar sus listas para adecuarlas al propósito del momento, queda claro que considera a los autores en los que se inspira como las fuentes de lo mejor de la tradición occidental, como la clave del mito, y que cree que Turner conocía todas estas obras.

Dado que los artistas y los otros líderes espirituales ven mucho más en las leyendas que la gente común, la mitología sigue siendo esencialmente la creación de los grandes individuos. Aunque el gran hacedor del mito, como el gran poeta-artista, se inspira en los ideales y en las creencias de sus compañeros, avanza más allá de sus expectativas y nunca llega a ser plenamente comprendido por éstas. Pero dado que el pueblo acepta la verdad básica del mito, el antiguo creador del mito nunca se ve alienado de su sociedad del modo en que Turner se encontró. Así, a pesar de que Ruskin cree que la mitología se desarrolla hasta cierto punto como una empresa cooperativa, su concepción esencialmente Carlyleana del artista como vidente le conduce a concluir que el creador del mito pertenece a un grupo primordialmente compuesto, no de sus contemporáneos, sino de sus grandes predecesores.

Turner, como un gran artista, toma su lugar junto a los antiguos creadores del mito, puesto que él también acepta los significados del pasado para después reinterpretarlos de maneras nuevas. Para que el gran pintor inglés pueda así añadir un nuevo significado a los antiguos mitos, debe tanto conocerlos como entender profundamente su significado. Mientras explica la acepción del dragón en El jardín de las Hespérides, Ruskin comenta: “Hasta dónde descubrió realmente por sí mismo las implicaciones colaterales de la tradición hespéride, lo desconozco, pero que captó su pista principal, y que sabía quién era el Dragón, de eso no cabe duda” (7. 40l-402). Como Ruskin explica, la concepción del pintor del dragón “encaja en cada una de las circunstancias de las tradiciones griegas” (7. 402). Esta convergencia de lo antiguo y lo moderno surge parcialmente por el hecho de que Turner percibió el “mito natural” en el corazón de su temática, y en parte por su conocimiento de la tradición griega. Al leer esta pintura, Ruskin, como ya hemos observado, se inspira en Homero, Hesíodo, Eurípides, Virgilio, Dante, Spenser, Milton y la Biblia, de igual modo que al interpretar los vicios y las virtudes representados sobre las columnas del Palacio ducal de Venecia se refiere a Dante, Spenser, Orcagna, Giotto y Simón Memmi. Estos artistas y poetas, junto a otros pocos, representan para Ruskin la tradición occidental de la cual todos los grandes pensadores, incluido Turner, han bebido. En varias ocasiones en Fors Clavigera, Ruskin se detuvo para exponer listas de escritos esenciales que creía que todos deberían conocer. Por ejemplo, cuando propuso fundar una biblioteca para la cofradía de San Jorge, escribió que “para los escritos teológicos comunes que en última instancia van a constituir los cimientos de este cuerpo de literatura secular, he escogido siete autores… los hombres que han enseñado la verdad teológica más pura hasta ahora conocida para los judíos, los griegos, los latinos, los italianos y los ingleses, es decir, Moisés, David, Hesíodo, Virgilio, Dante, Chaucer, y para el séptimo, resumiendo la totalidad con la capacidad del juicio, San Juan el Divino” (28. 500). Aunque Ruskin modifica y vuelve a desordenar sus listas para adecuarlas al propósito del momento, queda claro que considera a los autores en los que se inspira como las fuentes de lo mejor de la tradición occidental, como la clave del mito, y que cree que Turner conocía todas estas obras.


Modificado por última vez el 27 de julio de 2005; tracidio el 15 de febrero de 2011