[La siguiente biografía apareció en la edición de 1894 de Enciclopedia de literatura bíblica, teológica y eclesiástica. George P. Landow ha escaneado, dividido en párrafos, formateado en lenguaje html e hipervinculado el texto. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
George Whitefield, un evangelista preeminente y fundador de la rama calvinista de los metodistas (Methodists), era nativo de Gloucester, Inglaterra, y nació en el Bell Inn de dicho pueblo (su padre era el propietario de una taberna) el 16 de diciembre de 1714. Su padre falleció cuando el chico era aún joven, por lo que su educación correspondió exclusivamente a su madre, cuyas instrucciones piadosas y ejemplo ejercieron una influencia poderosa a la hora de imbuir su mente infantil con fuertes impresiones religiosas. Decidida a que George cultivara los talentos excelsos con los que ella veía que estaba dotado, le envió a una escuela clásica. A los quince añ os, destacaba por la exactitud y el grado de su conocimiento y por el gusto en la literatura griega y romana. Pero como su madre no era capaz de regentar el hotel y se vio reducida a la pobreza, el progreso de la educación de George se paralizó y se vio obligado a emprender algún trabajo menor en el establecimiento de modo que sus maneras y modales fueron perjudicados por su asociación con criados irreligiosos. Afortunadamente, sus impresiones religiosas sobrevivieron y una vez confirmado, recibió por primera vez el sacramento de la Eucaristía.
Cuando las circunstancias de su madre mejoraron, le envió a la Colegio de Pembroke, en Oxford, y allí, se unió en la formación de una pequeñ a selecta sociedad para el progreso mutuo del conocimiento religioso y la piedad personal junto con los Wesleys y unos cuantos contemporáneos de la universidad de espíritu similar. El doctor Benson, obispo de Gloucester, que estaba familiarizado con su talento y piedad poco comunes, decidió concederle la ordenación y la ceremonia solemne se celebró en Gloucester el 20 de junio de 1736. Su primer sermón, predicado el sábado siguiente, produjo una sensación extraordinaria. Desde Gloucester fue a Londres donde predicó alternadamente en la capilla de la Torre y en la prisión Ludgate cada martes.
En 1737, se unió a sus amigos los Wesleys como misionero en la colonia georgiana pero sólo llevaba allí residiendo cuatro meses cuando regresó a Inglaterra tanto para tomar la orden del sacerdocio como para reunir suscripciones para levantar un orfanato en esa colonia. A su llegada a Londres, se encontró con una protesta en contra suya a causa del Metodismo (Methodism). El obispo Benson desatendió el clamor y le ordenó sacerdote. Pero el acceso a los púlpitos de numerosos antiguos amigos le fue negado y por ello comenzó la práctica de predicar al aire libre en Moorfields, Kennington, Blackheath y otros barrios, a cuyos ministerios asistieron vastas multitudes. Una vez que reunió un fondo de mil libras para su orfanato, Whitefield regresó en 1739 al continente americano. En Savannah inmensas multitudes acudían a escucharle y escenas extraordinarias de entusiasmo tenían lugar. El 25 de marzo de 1740, puso el primer ladrillo del orfanato y cuando el edificio se completó, le dio el nombre de Bethesda.
Aunque su ministerio tenía mucho éxito en Savannah, suspiraba por su tierra natal y en consecuencia, en 1741, regresó una vez más a Gran Bretañ a donde continuó con su diligencia infatigable predicando el Evangelio. Persiguiendo este objetivo, realizó un viaje por toda Inglaterra, Gales y Escocia, predicando por numerosos lugares y ante inmensas multitudes, siempre al aire libre. Mientras estaba en Gales, se casó con la señ orita Jones, una viuda con quien hacía tiempo que había establecido un vínculo afectivo y poco después de su matrimonio, se encaminó hacia Londres, donde, siendo invierno, algunos de sus admiradores levantaron un cobertizo de madera en el que predicó y llamó el Tabernáculo. Estaba bajo el patrocinio de la condesa viuda de Huntingdon, del cual era capellán y cuya benevolencia compartía especialmente como apoyo de la comunidad de la cual él era la cabeza. A la muerte de esta dama, su lugar fue reemplazado por lady Erskine. A comienzos de agosto de 1744 y a pesar de que el señ or Whitefield se encontraba en un estado de salud delicado, se embarcó de nuevo hacia América. En Nueva York, se puso sobremanera enfermo y le amenazó la muerte, pero gradualmente se recuperó y retomó sus deberes arduos e importantes. Todavía estaba indispuesto con dolores en un lado, por lo que se le aconsejó que fuera a las Bermudas. Aterrizó allí el 15 de marzo de 1748 donde se encontró con un recibimiento de lo más caluroso y atravesó la isla de punta a punta, predicando dos veces al día. Sus congregaciones eran grandes y allí reunió más de cien libras para su orfanato. Pero como temía una recaída de su enfermedad si volvía a América, tomó pasaje en un bergantín y llegó sano y salvo a Deal, y la noche siguiente partió para Londres, tras una ausencia de cuatro añ os.
A su regreso, el señ or Whitefield se encontró con que su congregación en el Tabernáculo estaba muy dispersa y con que ante sus propias circunstancias pecuniarias decadentes, todos los muebles de su casa habían sido vendidos para pagar la deuda del orfanato. Su congregación ahora comenzó a contribuir y su deuda se fue liquidando lentamente. Por entonces, lady Huntingdon le envió a predicar a la casa de varios nobles que deseaban escucharle, entre los cuales estaba el conde de Chesterfield que se reconoció altamente satisfecho mientras Lord Bolingbroke le dijo que durante su discurso había hecho una gran justicia a los atributos divinos. En septiembre visitó Escocia por tercera vez donde fue alegremente recibido. Sus pensamientos estaban entonces completamente comprometidos en un plan para transformar su orfanato (que en un principio sólo iba dirigido a huérfanos de padre) en una institución de aprendizaje literario y académico. En febrero de 1749 hizo una excursión a Exeter y a Plymouth donde fue recibido con entusiasmo y ese mismo añ o regresó a Londres, después de viajar cerca de seis mil millas por la Inglaterra occidental. En mayo fue a Portsmouth y a Ports, lugares en los que fue destacadamente útil en numerosas ocasiones por la instrumentalidad de su predicación que volvía de la oscuridad a la luz y del poder de Satán al de Dios. En septiembre fue a Northampton y a Yorkshire donde predicó ante congregaciones de diez mil personas, pacíficas y atentas, y sólo en uno o dos lugares fue tratado con rudeza. En 1751, el señ or Whitefield visitó Irlanda y fue recibido jubilosamente en Dublín donde sus trabajos, como siempre, fueron muy útiles. De Irlanda procedió hasta Escocia, donde se encontró también con un gran ánimo para continuar con su trabajo infatigable. El 6 de agosto partió de Edimburgo hasta Londres para embarcarse hacia América. El 27 de octubre llegó a Savannah y se encontró con que el orfanato estaba en una condición muy favorable.
Ante el sufrimiento experimentado por el clima, decidió no pasar el verano en América y embarcó de nuevo hacia Londres donde llegó sano y salvo. Su mente activa, siempre formando algún nuevo plan para extender el reino del Redentor, se volvió ahora hacia la edificación de un nuevo tabernáculo. La fundación se fijó el 1 de marzo de 1753 y se inauguró el domingo, 10 de junio de 1754. Después de predicar en ella durante un par de días, abandonó de nuevo Inglaterra por Escocia, aprovechando cada oportunidad de predicar en el camino hasta que llegó a Edimburgo, y tras viajar doce mil millas, regresó a casa el 25 de noviembre y abrió el Tabernáculo en Bristol, después de lo cual retornó a Londres y en septiembre de 1756 abrió su nueva capilla en Tottenham Court Road. Tuvo muchísimo trabajo. Predicaba quince veces a la semana, cientos de personas se marchaban de la capilla sin haber podido entrar. Debido a su atención incesante a la congregación y a las dos capillas en Londres, su resistencia se vio considerablemente reducida. Aproximadamente al final del añ o, y cuando su salud mejoró, se decidió sin embargo a visitar una vez más América. Hacia finales del mes de noviembre abandonó Inglaterra y llegó a Boston a principios de enero. Tras pasar el invierno agradable y fructíferamente en América, se embarcó otra vez hacia sus orillas natales y desembarcó en Inglaterra; el 6 de octubre de 1765 abrió la capilla de la condesa de Huntingdon en Bath. Poco después de su llegada a Londres, la señ ora Whitefield fue sorprendida por una fiebre inflamatoria y se convirtió en su víctima el 9 de agosto. El 14 Whitefield leyó su sermón funeral, distinguido por su patetismo, así como por su elocuencia humana y piadosa.
Ahora estaba preparado para su séptimo viaje hacia América donde llegó a salvo el 30 de noviembre, pero su esfera de actividad se estaba rápidamente reduciendo. Su queja, que era asma, hizo rápidas incursiones en su constitución y aunque había amenazado varias veces su disolución, al final fue repentina e inesperada. Desde el 17 de septiembre hasta el 20, este obrero fiel en la viñ a de Cristo predicó diariamente en Boston y aunque, muy indispuesto, continuó de aquí hasta el día 21 y prolongó su trabajo hasta el 29 cuando leyó un discurso en Exeter, New Hampshire, al aire libre durante dos horas. A pesar de esto, partió para Newburyport donde llegó esa tarde con la intención de predicar a la mañ ana siguiente. Su descanso fue constantemente alterado y se quejó de una gran opresión en sus pulmones y a las cinco de la mañ ana del sábado, el 30 de septiembre de 1770 y a la edad de sólo 55 añ os, entró en el descanso preparado para el pueblo de Dios. Según su propio deseo, Whitefield fue enterrado en Newburyport. Él y Wesley, aunque uno en corazón, divergieron en sus opiniones teológicas ya que sus caminos se separaron al comienzo de sus carreras. La amistad existente entre ellos no tuvo un carácter efímero sino que permaneció fuerte hasta el final; Wesley predicó un discurso conmemorativo de funeral de sus virtudes y valor.
Whitefield no era un hombre erudito como su contemporáneo Wesley pero poseía un sentido inusual del compartir con los corazones de sus congregacionistas. Era «benevolente y amable, compasivo y educado, pero era celoso y firme y rara vez permitía que sus sentimientos inundaran su juicio. Era eminentemente hábil a la hora de excitar un grado de atención por la religión, y millones han bendecido su nombre, así como decenas de miles reverencian su memoria.
Whitefield no era un predicador común. Partidarios del carácter y de los principios más opuestos tales como Franklin, Hume y John Newton, se han unido en prestar testimonio a la belleza y eficacia de la oratoria de púlpito de Whitefield. El doctor James Hamilton de Londres, describiendo a Whitefield, dijo que era el príncipe de los predicadores ingleses. Muchos le han superado escribiendo sermones, pero ninguno se le ha acercado como orador de púlpito. Muchos le han eclipsado con la claridad de su lógica, la grandeza de sus concepciones y la belleza chispeante de sus frases sencillas, pero en cuanto al poder para clavar el Evangelio directamente en la conciencia, él despuntó a todos. Con un rostro lleno y radiante, y el porte franco y amable que el pueblo inglés ama, combinó una voz de compás rico que igualmente podía estremecer a los campos de Moor con truenos musicales o susurrar su terrible secreto en los oídos, y añ adió a su voz melódica y a su aspecto feliz una acción de lo más expresiva y elocuente. Nadie nunca usó tan atrevidamente, ni con tanto éxito, los estilos elevados de la imitación. Sus pensamientos eran posesiones y sus sentimientos eran transformaciones y si él hablaba porque sentía, sus oyentes comprendían porque veían. No sólo eran amateurs entusiastas como Garrick, que se puso a llorar y a temblar ante sus estallidos pasionales, sino que incluso los críticos más fríos de la escuela de Walpole fueron sorprendidos en simpatías momentáneas y asombros reticentes. Lord Chesterfield estaba escuchando en el banco de lady Huntingdon cuando describió al pecador disfrazado de un mendigo ciego, guiado por un perrito. El perro se escapa por alguna causa y le abandona de tal manera que se ve obligado a andar a tientas guiado sólo por su bastón. Inconscientemente avanza hasta el borde de un precipicio, su bastón se cae de su mano hacia abajo del precipicio, demasiado lejos, haciendo eco. Él se adelanta prudentemente para recuperarlo, por un momento su mente se queda serena: «Buen Dios», gritó Chesterfield, «se ha ido», en el momento en que saltaba de su asiento para prevenir la catástrofe. Pero la gloria de la predicación de Whitefield era su Evangelio caritativo y emotivo. Sin él, todos sus golpes atrevidos e imitaciones brillantes no habrían sido mucho mejores que los triunfos retóricos de muchos dramaturgos de púlpitos. Era un orador, pero sólo buscó ser un evangelista. Como un volcán del cual son expulsados el oro y las gemas junto con cosas comunes, donde el oro y el granito se funde todo junto en una fusión fiera, así, los pensamientos brillantes y las imágenes espléndidas podían proyectarse desde su púlpito, mezclándose todas en el riachuelo que transportaba al evangelio y a él mismo en un fervor mixto. De hecho, tan simple era su naturaleza que la gloria a Dios y la buena voluntad hacia el hombre la habían inundado y poco más cabía en ella. Carente de una Iglesia que encontrar, una familia a la cual enriquecer y una memoria que inmortalizar, él era simplemente el embajador de Dios, e inspirado por su espíritu genial y piadoso, tan lleno de la reconciliación del cielo y de la restauración de la humanidad, pronto se convirtió él mismo en un Evangelio viviente. Cuando volvía a su trabajo directamente después de comulgar con su Señ or, y con fuerza de la plegaria aceptada, se producía una elevación en su rostro «que a menudo paralizaba la hostilidad y todo su ser se sentía poseído por un sentimiento de sublimidad, entre el alboroto y la confusión. Con un movimiento eléctrico, solía traer al juglar con su gorra de tonto desde su posición elevada en el árbol o galvanizar un trozo de ladrillo del alcance de un bellaco escondido o arrastrar en sumisión y silencio avergonzado a toda la feria de Bartolomé, mientras un estallido revelador de doctrina sentenciosa, de Escritura vivificadora, descubría a cientos de sorprendidos las verdades olvidadas de otro mundo o los secretos insospechados del hombre interior. A través de «mi corazón roto», era una especie de confesión con la que estaba familiarizado y ver a la mujer anciana y sorda, acostumbrada a lanzarle imprecaciones según pasaba por la calle, subiendo a las escaleras del púlpito para captar sus angélicas palabras, era un espectáculo que el Evangelio triunfante a menudo escuchaba en su día. Cuando se sabe que su voz podía ser escuchada por miles de personas a lo ancho de todo el imperio así como en América, que solía predicar tres veces en un día de trabajo y que recibía en una semana miles de cartas de personas que habían despertado gracias a sus sermones, si no se puede formar una estimación de los resultados de su ministerio, al menos alguna idea se puede sugerir acerca de su vasto alcance y de su eficacia singular».
Whitefield publicó un gran número de sermones, diarios, etc., y todos sus trabajos fueron editados en Londres entre 1771 y 1772 (7 vols. 8 vo), incluida Una vida de Gillies. Para otra literatura, véase Allibone, Diet. De los autores británicos y americanos, s. v. La mejor biografía es de Tyerman, Vida de George Whitefield (Londres, 1876, 2 vols. 8vo).
Bibliografía
M'Clintock, John, y James Strong. Enciclopedia de literatura bíblica, teológica y eclesiástica. Nueva York: Harper y Brothers, 1894.
Modificado por última vez el 12 de agosto de 2002; traducido 2 de noviembre de 2010