1. Cómo los victorianos aprendieron a leer la Biblia con los tipos y las sombras de Cristo
Para comprender los importantes modos a través de los cuales la Tipología modeló la mentalidad victoriana, debe determinarse cómo las autoridades del momento la definieron y aplicaron y debe explicarse también como tal cuestión teológica aparentemente arcana pudo haber influenciado el pensamiento secular. En particular, lo que se quiere es saber exactamente qué puntos de la doctrina y que reglas interpretativas animaron a tantos victorianos a transferir los hábitos mentales derivados de la interpretación de la Biblia a las teorías de la evolución, a la política contemporánea, a la caracterización literaria, al simbolismo pictórico, y a otras áreas de pensamiento aparentemente bastante distantes de los estudios teológicos.
Pero incluso antes de intentar este proceso crucial de definición, se puede explicar cómo algo tan aparentemente específico como la Tipología tuvo tal influencia mediante el reconocimiento de que la Tipología formó los hábitos de lectura y de interpretación de numerosos victorianos. Cualquiera que haya observado gran parte del arte victoriano y de la crítica literaria sabe que, con pocas excepciones (como las que proporciona la lectura de «Lycidas» en Sésamo y lirios de Ruskin), la búsqueda de la lectura atenta de las obras individuales resulta en vano (looks in vain for close readings). Por lo tanto, la dificultad surge al determinar cómo la mayoría de los victorianos leían un libro, una pintura, o un edificio. No es difícil, sin embargo, determinar cómo muchos victorianos leían la Biblia, porque los sermones, los tratados, los comentarios, los himnos y las guías sobre la exégesis escritural muestran cómo lo hacían claramente y con detalles abundantes.
Todas las grandes confesiones protestantes dedicaron gran parte del tiempo y de sus esfuerzos a enseñar al creyente individual a cómo leer las Escrituras. Tanto los diversos partidos de la Iglesia de Inglaterra como los grupos disidentes ajenos a esta Iglesia establecida hicieron un uso considerable de los sermones a la hora de educar a los devotos en cuestiones sutiles de la interpretación escrituraria. Cada domingo, dos sermones eran la regla, uno por la mañana y otro por la tarde, y durante el reinado de Victoria, que parece haber sido una edad dorada para la predicación, la gente solía viajar grandes distancias para escuchar a los ministros famosos. Aunque la rivalidad entre la Iglesia y la disidencia (Church and Dissent) que caracteriza a Shepperton de Amos Barton existía ciertamente en muchas zonas, los miembros de una confesión solían aún así asistir a las celebraciones de algún otro grupo siempre que el ministro de ese otro grupo hubiera adquirido una reputación como predicador. Durante la década de 1850 y de 1860, por ejemplo, un londinense podía asistir a la celebración matutina de Henry Melvill (1798-1871), el anglicano evangélico al que muchos, incluido Ruskin, Browning, y Gladstone, consideraban el predicador más grande de su tiempo. Después de participar en una celebración en la que este capellán había predicado ante la reina, nuestro londinense podía o bien volverse a casa hasta que fuera la hora del servicio vespertino, o encaminarse hacia el Tabernáculo metropolitano donde sería una de las 5.000 personas reunidas para escuchar al baptista autodidacta, Charles Haddon Spurgeon (1834-92), el predicador más famoso de la época, quien a los veinte años ya se había forjado su reputación.
El Tabernáculo metropolitano de C. H. Spurgeon en el sur de Londres
¿Cuál era el tipo de sermón con el que el feligrés inglés medio probablemente se encontraba los domingos a mediados de siglo? Un censo religioso que el gobierno oficial realizó un domingo, el 30 de marzo de 1853, mostraba que en Inglaterra y en Gales menos de 400.000 mil asistían a los servicios católicos romanos, mientras que 5.300.000 asistían a los de la Iglesia de Inglaterra y otros 4.500.000, pertenecientes a las diversas sectas disidentes. Dado que una de cada catorce parroquias se negó a responder a esta encuesta estatal, se puede concluir justificadamente con que la Iglesia de Inglaterra podía reivindicar un número incluso mayor de partidarios. Aunque determinar la afiliación de los ministros a los partidos dentro de la Iglesia de Inglaterra es particularmente difícil, estimaciones contemporáneas sugieren que más de la mitad pertenecían a la rama evangélica y que el resto se dividían entre la Iglesia alta (High Church), la Iglesia extensa, y los antiguos grupos High-and-Dry [nota bibliográfica/bibliographical note]. Dado que casi todos los grupos disidentes compartían las doctrinas básicas del Anglicanismo evangélico, más de tres cuartas partes de las congregaciones reunidas en domingo en la década de 1850 y 1860 habrían escuchado alguna forma de doctrina evangélica. Ciertamente, todavía se encontraban a lo largo de todo el siglo párrocos en la Iglesia de Inglaterra como el Gilfil y el Farebrother de George Eliot, pero en general fue una época de clero y de predicación doctrinal, y de este cambio, los evangélicos fueron en gran parte responsables.
Los evangélicos dentro de la Iglesia, que se concibieron como los auténticos herederos de la Reforma y de los puritanos del siglo XVII, dieron relativamente poca importancia a la tradición o jerarquía eclesiástica. En su lugar, su versión del Protestantismo enfatizó que el individuo, que debe luchar por la conversión emocional, debe lograr una experiencia emocional e imaginativa de Cristo. En la práctica, tal experiencia requería que el creyente reconociera su propia depravación interior y entonces que se proyectara imaginativamente en las agonías de su Salvador y que sintiera su efecto salvador sobre él. Como John Charles Ryle, el gran escritor anglicano evangélico, escritor de tratados, instaba:
Puedes saber mucho sobre Cristo, a través de un tipo de conocimiento intelectual. Puedes saber quién fue, y dónde nació, y qué hizo. Puedes conocer sus milagros, sus expresiones, sus profecías, y sus ordenanzas. Puedes saber cómo vivió, cuánto sufrió, y cómo murió. Pero a menos que conozcas el poder de la Cruz de Cristo por experiencia, a menos que conozcas y sientas dentro que la sangre derramada en la cruz ha lavado tus pecados particulares, a menos que estés dispuesto a confesar que tu salvación depende completamente del trabajo que Cristo hizo en la cruz, a menos que este sea el caso, Cristo no te servirá de nada� Debes conocer su cruz, y su sangre o si no, morirás en tus pecados [«La cruz» en Un nuevo nacimiento, (Grand Rapids, 1977)].
Los evangélicos, que estaban convencidos de la depravación esencial del hombre, practicaban una moralidad estricta y daban gran importancia a la observancia rígida del Sabath. Aunque creían que las buenas obras no podían salvar a una persona del infierno, aceptaban que su actuación era tanto una obligación cristiana como un signo de conversión. Su principal énfasis estaba en la predicación del Evangelio, que dio lugar a tan numerosos y grandes escritores evangélicos de sermones y tratados, y que también impulsó su organización de empresas misioneras y de sociedades bíblicas. Los miembros del partido de esta Iglesia a menudo cooperaban con disidentes patrocinando tales actividades misioneras, por lo que a menudo se les acusó de ser «metodistas dentro de la Iglesia». Puesto que deseaban elevar la condición moral y el tono de Inglaterra haciendo del vicio algo pasado de moda en las clases altas, los anglicanos evangélicos a menudo parecían ganarse el favor de los ricos y los poderosos adulándoles, al tiempo que la práctica, originada por el gran evangélico de Cambridge Charles Simeon (1759-1836), de recoger dinero para comprar los beneficios de los laicos destinados a clérigos evangélicos merecedores de los mismos, sorprendió a muchas otras partes de la Iglesia que la consideraron una práctica demasiado mundana.
El lector del siglo XX de novelas victorianas que se ha encontrado con Mr. Stiggins en Pickwick Papers y con el odioso Mr. Slope en Barchester Towers puede preguntarse perfectamente cómo los evangélicos de dentro y de fuera de la Iglesia de Inglaterra pudieron atraer a tal número de partidarios devotos. Desde luego, después de leer las novelas de Dickens, Trollope, Kingsley, y muchas otras figuras menores, podríamos sentirnos tentados a asumir que todos los clérigos evangélicos tenían complexiones grasas y rojizas, manos húmedas, y estómagos corpulentos que esperaban llenarse con pastas de té. Además, estas criaturas poco atractivas, que parecen haber recorrido su camino por la vida aprovechándose de mujeres sensibles, gastaron la mayor parte de sus energías en los rigores de la observancia del Sabath. [Siga la versión de Trollope acerca de este estereotipo/Trollope's version]. Cuando se movían por otros, su benevolencia (si se puede creer a los novelistas) siempre asumía la forma de un envío de chalecos de franela a los habitantes de �frica tropical y Biblias a las víctimas hambrientas de las inundaciones.
Los evangélicos a menudo farisaicos, que defendían celosa y seriamente la promoción del Evangelio, eran blanco fácil de burlas, y de hecho, recibían estas burlas como un signo de que los infieles les perseguían por servir a Cristo. Además, dado que los evangélicos más estrictos consideraban las novelas como invenciones del diablo, los practicantes de esta forma literaria tenían todavía otra razón para dirigir sus sátiras a estos herederos de la tradición puritana. No obstante, los evangélicos dominaron la religión británica desde la última década del siglo XVIII hasta pasada la década de 1860 y aunque los tractarianos (Tractarian) lideraron el renacimiento de los años 1830 y 1840 y el posterior movimiento de la Iglesia extensa (Broad Church) gradualmente rivalizó con este partido en la Iglesia, la mayoría de los hombres y mujeres ingleses, así como aquellos en Escocia y Gales, siguieron siendo evangélicos. Los anglicanos evangélicos y los grupos relacionados, tales como los baptistas, los metodistas y los presbiterianos, ganaron primero, y posteriormente mantuvieron su posición como líderes dentro de la vida británica porque trajeron una religión vital y sentida a la nación. Aunque la severidad y el celo puritano de los evangélicos era fácil de ridiculizar, muchos que llegaron a mofarse de Wesley, Whitefield, Newton, Simeon y de otros grandes predicadores se sintieron profundamente conmovidos.
En un momento en el que la Iglesia establecida aparentemente había perdido todo sentido de su misión, el despertar evangélico de finales del siglo XVIII trajo consigo un apoyo espiritual a gente de todas las clases. El énfasis evangélico en la experiencia imaginativa y emocional de Cristo, que hizo de esta forma de Protestantismo un equivalente religioso (y un estímulo) del Romanticismo inglés, convirtió a la creencia en un factor determinante en las vidas de los hombres. Aunque estamos acostumbrados a considerar el Puritanismo evangélico un fuerza severa e inhumanamente restrictiva sobre la vida inglesa, el hecho, más bien, es que proporcionó una creencia imaginativa y emocional que dotó a sus partidarios de un sentido de sus propias identidades.
En cambio, el Anglicanismo alto, conocido también como Puseyismo, Newmanismo y Tractarianismo, se opuso a la religión emocional evangélica y a su énfasis sobre las experiencias de los creyentes laicos individuales que enfatizaban la reserva, y derivaron esta noción de la reserva de lo que los adeptos consideraban como un principio central en las relaciones de Dios con el hombre. Como Isaac Williams argumentaba acerca de la página que abre el Tratado número 80, Sobre la reserva en la comunicación del conocimiento religioso
En las manifestaciones de Dios ante la humanidad aparecen, en conjunción con un deseo extraordinario por comunicar ese conocimiento, una tendencia a ocultar y a correr un velo sobre ello, como si fuera un misterio para nosotros, a menos que tuviéramos cierta disposición para recibirlo.
Igualmente, en la observación de la práctica temprana de la Iglesia por esconder puntos de doctrina a los no iniciados para no mancillarlos, Williams y otros tractarianos encontraron un amplio precedente para enfatizar la condición espiritual elevada del clero ordenado. Como oposición a los evangélicos, que dieron comparativamente poca importancia a los sacramentos o a la jerarquía eclesiástica, la Iglesia alta encontró que la esencia del Cristianismo residía en el sacerdocio ordenado que descendía mediante una sucesión inquebrantable desde los apóstoles hasta el presente. Su énfasis sobre la tradición de la Iglesia también promovió la recuperación tanto de la decoración ritual como de la decoración elaborada eclesiástica. Mientras que los evangélicos, que a menudo rendían culto en iglesias relativamente vacías, sin adornos, suministraban al creyente con una satisfacción emocional y estética bajo la forma de prédicas y de himnos, los anglicanos altos, que rechazaban los himnos y los sermones emotivos, daban a sus congregaciones los placeres estéticos de la riqueza del entorno ritual. Sin exagerar mucho, se puede afirmar que los evangélicos buscaban los placeres del oído y los anglicanos altos los de la vista [Arte, música y diversas denominaciones — Art, music, and the various denominations].
Aunque los clérigos de la Iglesia alta y baja no estaban de acuerdo con los puntos principales de la doctrina, debemos tener cuidado para no exagerar las diferencias. Ambos partidos manejaron la Biblia de modos muy similares y, de hecho, cuando un predicador particular no se preocupa específicamente por defender una doctrina en concreto, tal como la necesidad de la conversión o de la sucesión apostólica, a menudo parece un partidario del otro bando [evidencia basada en Trollope]. Las elaboradas interpretaciones tipológicas de Newman y Keble, por ejemplo, se parecen mucho a las de Melvill. Por supuesto, una razón por la cual los tractarianos tenían tanto en común con el ala evangélica de la Iglesia (y con los disidentes fuera de ella) es que muchos clérigos de la Iglesia alta fueron en un momento evangélicos. Una vez que se convirtieron en partidarios del partido de la Iglesia alta, raramente abandonaron todas sus actitudes previas así como hábitos intelectuales. (Véase Thomas Vargish, Newman: La contemplación de la mente (Cambridge, 1970) que demuestra, por ejemplo, que las concepciones de Newman de la mente humana se formaron durante esta fase evangélica y permanecieron inalterables en esencia durante su movimiento desde el Tractarianismo hasta la Iglesia romana).
Por oposición a las otras dos facciones de la Iglesia establecida, la facción liberal, conocida como el Movimiento de la Iglesia extensa, confiaba voluntariamente en la razón en cuestiones de fe. Estos seguidores de Coleridge incluían a Thomas Arnold, Henry Hart Milman, F. W. Robertson, F. D. Maurice, y Charles Kingsley. Los miembros de esta sección de la Iglesia de Inglaterra comparativamente pequeña e inconexamente organizada enfatizaban la humanidad de Jesús, y a diferencia de la otra Iglesia y de los grupos disidentes, aceptaban que la Biblia estaba divinamente inspirada sólo de modo más bien libre y figurado. De hecho, si hay un procedimiento que caracterice a estos teólogos progresistas es la reinterpretación muy personal del Cristianismo tradicional, de sus doctrinas, y de su terminología. En esencia, intentaron preservar el Cristianismo del ataque cada vez mayor de las ideas modernas, en particular de aquellas del continente, abandonando creencias rápidamente descartadas sobre bases racionales y reemplazándolas con interpretaciones míticas o simbólicas de la Biblia. Aunque las actitudes de la Iglesia extensa hacia las Escrituras inevitablemente recortaron la exégesis tipológica, basada en el axioma de que la Biblia es literalmente verdadera, muchos clérigos de la Iglesia extensa aún continuaron usando versiones extendidas de la Tipología porque tanto ellos como sus audiencias se habían acostumbrado a ellas.
Esta sección de la Iglesia establecida ha recibido justificadamente una cantidad considerable de atención de los eruditos literarios, no sólo porque prefiguró desarrollos importantes para el Cristianismo inglés sino porque muchos de sus adeptos fueron figuras literarias. Sin embargo, estos teólogos y predicadores progresistas, que fueron relativamente pocos en número, tuvieron poca influencia sobre el creyente medio inglés de mediados de siglo y posteriormente.
Para responder a nuestra primera pregunta, entonces, el feligrés medio asistiría con probabilidad a algún tipo de celebración evangélica y la reputación de un ministro particular como predicador seguramente le guiaría en la elección del tipo de celebración. Si uno estaba enfermo, asistía a otro servicio, vivía demasiado lejos de Londres o de otras grandes ciudades, o estaba temporalmente fuera de casa, se podían leer los sermones de los predicadores famosos de las páginas de El homilista, El púlpito y El púlpito del centavo, periódicos semanales que publicaban sermones de predicadores renombrados y que en consecuencia extendieron su influencia no sólo por toda Inglaterra sino por todo el mundo angloparlante [Ruskin y Eliot mencionan El púlpito — The Pulpit]:
Lectura familiar de la Biblia en Escocia : «Escena en una casita escocesa» de J. D. Watson, una ilustración del poema de Robert Burns de ese mismo nombre en Poesía inglesa sagrada de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, ed. Robert Aris Willmott (London: Routledge, Warne, y Routledge, 1863), 213. Esta ilustración no apareció en la edición impresa de Los tipos victorianos.
Al regresar a casa, nuestro victoriano devoto probablemente leía extractos de una selección más amplia de escritos religiosos. Miembros de estrictas casas evangélicas, en las que estaban prohibidas las lecturas ligeras y los entretenimientos seculares los domingos, solían dedicarse a estudiar la Biblia, a publicar sermones, a periódicos religiosos, y a obras devotas bien afianzadas procedentes de épocas anteriores, tales como El progreso del peregrino de Bunyan, y a El paraíso perdido de Milton. Al tomar la Biblia familiar, nuestro religioso victoriano, si era un evangélico, encontraría con toda probabilidad la anotación detallada del comentador evangélico afamado de las Escrituras, Thomas Scott (1747-1821), cuyos comentarios aparecieron por primera vez semanalmente durante la década de 1790, después de lo cual fueron compilados en un volumen y posteriormente impresos con las propias Escrituras. El individuo leería la Biblia y los comentarios relevantes en alto para toda la familia, meditaría, o incluso tomaría numerosas notas sobre los mismos, como la madre evangélica de Ruskin le pedía que hiciera desde los nueve años.
Otros que deseaban trascender estos comentarios sustanciales en su búsqueda de Cristo en el antiguo Testamento podrían optar por uno de los muchos comentarios sobre los libros individuales, tales como La revelación o los Salmos. Si uno simpatizaba con los Hutchinsonianos, los seguidores de John Hutchinson (1674-1737) que se caracterizaban por lecturas elaboradas, a menudo salvaje y exageradamente tipológicas y alegóricas de la Biblia, el creyente podía escoger El libro de los salmos, epítome de la escritura abierta del antiguo Testamento, en la que el plan de cada salmo se ofrece, se constata expresamente la temática y toda la obra se expone como profeta de Cristo, y de su Iglesia (1817) de Samuel Eyles Pierce. El más ortodoxo, por otro lado, podría elegir la guía de tres volúmenes del anglicano John Morison, cuyo título clarifica que iba dirigida al laico: Exposición del libro de los salmos, explicatoria, crítica y devota. Dirigida principalmente para ayudar a los cristianos particulares en la investigación ilustrada de las composiciones, en las que la historia nacional de los judíos, y la experiencia personal de David se mezclan a menudo con el espíritu de la profecía (1832). Más avanzado el siglo, los restantes de cualquier otra confesión consultarían al baptista Charles Haddon Spurgeon y a su El tesoro de David (1870), cuyos tres volúmenes contienen una antología de los comentarios de varios siglos sobre los salmos individuales.
En muchas familias disidentes, evangélicas y de la Iglesia alta, los padres solían leer sermones impresos y pasajes de la Biblia a la familia reunida y a los siervos, tanto los domingos como los días de la semana antes de que la familia se retirara durante la noche. Durante la semana muchos ingleses e inglesas también leían poesía devocional que oscilaba cualitativamente hablando desde In Memoriam (1850) de Tennyson, la épica visionaria del evangélico Edward Henry Bickersteth, Hoy y para siempre (1866) y El año cristiano (1827) del tractariano Keble, hasta los esfuerzos de Frances Ridley Havergall y Charlotte Elizabeth Tonna. Muchos de estos poemas utilizan recurrentemente tipos bíblicos, paráfrasis y alusiones, proporcionando así otros medios para inculcar los hábitos de la lectura bíblica.
Versión impresa publicada en 1980; versión web 1998; traducido 30 noviembre 2010.