Thomas Carlyle
El profeta secular completa el patrón establecido por Isaías y otros profetas del Antiguo Testamento prolongando las amenazas visionarias con promesas de la misma naturaleza. El capítulo cuarto de Isaías promete a todos los virtuosos de Jerusalén que “serán llamados santos” (4: 3), que el Señor “creará… sobre toda la morada del monte de Sión, y sobre los lugares de sus convocaciones, nube y oscuridad de día, y de noche resplandor de fuego que eche llamas; porque sobre toda gloria habrá un dosel” (4: 5), y el capítulo treinta y cinco profetiza que el desierto florecerá, que los ciegos verán y que los paralíticos se levantarán restaurados. El capítulo cincuenta y ocho promete a los rectos que cuando hagan la voluntad de Dios, “Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto” (58: 8). Las visiones consoladoras del profeta del Antiguo Testamento compensan sus terribles advertencias, sus visiones de paz, seguridad, abundancia y salud con las de plagas y fuego.
Para completar el patrón profético, los sabios seculares emulan a Daniel, Oseas e Isaías, y ofrecen visiones del bien que prometen que se cumplirán cuando sus oyentes regresen a los caminos de Dios y de la naturaleza. Por ejemplo, “Signos de los tiempos” de Carlyle, que podemos considerar como el primer ejemplo totalmente desarrollado de este género, sitúa detrás de sus interpretaciones, diagnósticos y advertencias sobre la condición de Inglaterra palabras de esperanza. “No estamos encadenados”, dice Carlyle, “sino por cadenas que nosotros mismos nos hemos forjado, y que nosotros mismos podemos también romper en pedazos. Esta profunda y paralizante sumisión a los objetos físicos no procede de la naturaleza, sino de nuestro particular modo insensato de contemplarla” (27. 80-81).
Incluso las máquinas y el mecanicismo no ejercen un reinado supremo por mucho que nos aflijan y lleguen a encarcelarnos: “Si el mecanicismo, como alguna campana de cristal, nos rodea y nos aprisiona, si el alma mira prospectivamente hacia una región celestial que no puede alcanzar, suspirando nostálgicamente y en su agobiante atmósfera se prepara para perecer, siendo la campana simplemente de cristal, '¡basta con que un valiente golpe rompa la campana y te veas libre!'” (27. 81).
Tras afirmar que su audiencia puede reparar los antiguos templos y recuperar la sabiduría y la salud espiritual de los antepasados, Carlyle insiste en que:
Tampoco son éstos los meros sueños diurnos de la imaginación, sino que son claras posibilidades. Con más motivo, en este momento, están incluso asumiendo el carácter de esperanzas. Estamos viendo indicios tanto en otros países como en el nuestro propio, signos infinitamente alentadores para nosotros de que el mecanicismo no siempre tiene que ser nuestro severo amo, sino que un día será nuestro siervo sumiso, siempre servicial, y que una nueva era espiritual y resplandeciente destinada a todos los hombres está lentamente evolucionando (27. 81).
En Pasado y presente, Carlyle promete igualmente a sus contemporáneos “una 'Caballería del trabajo' y un futuro inconmensurable que se verá saturado de frutos y de una sombra frondosa”, aunque admite que ahora se encuentran sólo en el “umbral, incluso aún fuera del umbral” (10. 277) de semejante tiempo bendito. Por consiguiente, clausura Pasado y presente con un párrafo cuya primera descripción del nuevo trabajo crece hasta alcanzar un crescendo visionario de esperanza:
un noble y fructífero trabajo, que aumenta permanentemente en nobleza, aparecerá, el gran y único milagro del hombre, por el cual éste se ha levantado desde los más humildes lugares de esta tierra, casi literalmente, hasta los cielos divinos. Aradores, hilanderos, constructores, profetas, poetas, reyes, Brindleys y Goethes, Odínes y Arkwrights; todos los mártires, los hombres nobles y los dioses pertenecen a una única y enorme hueste, inconmensurable, que siempre marcha adelante desde los comienzos de este mundo. La hueste inmensa, que todo lo conquista, coronada por llamas, conteniendo en sí misma a todo soldado; sagrada y solamente noble (10. 298).
Este pasaje ejemplifica muchos de los recursos individuales estilísticos y retóricos que caracterizan el cierre profético del sabio secular. Primeramente, Carlyle utiliza una estructura oracional compleja que se va construyendo hasta rozar un clímax retórico, y usa asimismo una serie gramatical que amontona ejemplos. Además, combina estos patrones estilísticos y retóricos con la imaginería sobre el progreso espiritual y los cielos. El amanecer de un nuevo día, el ascenso hacia el cielo, o el énfasis sobre el sol o las estrellas aparecen también comúnmente en tales clausuras.
John Ruskin
uskin, un maestro de la floritura retórica que cierra el texto, recurre a muchos de estos recursos a lo largo de Pintores modernos, Las piedras de Venecia y sus otros escritos. Por ejemplo, finaliza su capítulo “Sobre el primer plano” en el primer volumen de Pintores modernos con dicha fusión del clímax retórico y la mención conclusiva de una estrella. Según él, todo en la naturaleza nos enseña las lecciones
de que el trabajo del gran espíritu de la naturaleza es tan profundo e inaccesible en los objetos más sencillos como en los más nobles; que la mente divina es tan visible en toda la energía de su funcionamiento en cada humilde orilla del río y en cada canto rodado como lo es en la elevación de los pilares del cielo y en el establecimiento de los cimientos de la tierra; y que para la mente que percibe todo adecuadamente, existe la misma infinitud, la misma majestuosidad, el mismo poder, la misma unidad y la misma perfección, manifiesta tanto en la fundición de la arcilla como en la dispersión de las nubes, en el modelado del polvo como en la iluminación de una estrella diurna (3. 492 — 93).
Ruskin combina igualmente sus florituras retóricas características con semejantes revelaciones proféticas sobre la presencia de Dios a lo largo de Las piedras de Venecia. Un buen ejemplo de tal cierre profético es el que aparece, por ejemplo, en las últimas oraciones de “El trono” que abren el segundo volumen. En este capítulo, ha contrastado las actitudes convencionales hacia Venecia con la realidad de sus orígenes humildes, tras lo cual en su papel como profeta y sabio secular señala “el valor del ejemplo proporcionado simultáneamente con la inescrutabilidad y la sabiduría de los senderos de Dios”.
Si hace dos mil años hubiéramos podido ver “el lento asentamiento del limo de aquellos ríos turbios hasta el mar contaminado” y la formación resultante de una “llanura inane, infranqueable, no navegable”, apenas habríamos entendido
¡el propósito glorioso que entonces se hallaba en la mente de Aquél en cuyas manos están todos los que vienen a la tierra! Apenas habríamos imaginado que… de hecho existió un preparativo y un único preparativo posible, para la fundación de una ciudad que sería establecida como un broche dorado sobre el cinturón de la tierra, con el fin de escribir su historia en los blancos pergaminos de los oleajes marinos y de expresarla en sus truenos para reunir y exhalar, con un latido mundial, ¡la gloria de Occidente y de Oriente, procedente del corazón abrasador de su fortaleza y su esplendor! (10. 145).
Desempeñando así la función de sabio secular, Ruskin interpreta el significado de un grupo de islas aparentemente sin importancia dentro del lago de Venecia. Cualquier historiador, o incluso cualquiera con intereses en la antigüedad, podría así haber señalado aquellas islas que proporcionaron las primeras semillas de Venecia y de su imperio. Lo que distingue este pasaje de la sinceridad de tales discusiones históricas, es por supuesto, no sólo el que Ruskin encuentre en estos hechos históricos un plan divino, sino que presente su interpretación sobre ello con una floritura retórica dramática que alude a la Biblia. Como apuntan Cook y Wedderbum, los editores de Ruskin, la frase “en cuyas manos están todos los que vienen a la tierra”, alude al Libro del Apocalipsis 7: 1; Ruskin usa esta alusión como medio indicativo ante muchos de sus lectores victorianos de que han encontrado materias relativas a la ley divina y a la profecía inspirada. Es más, el crescendo de la exuberante escritura con la que la oración se construye, encuentra justificación en el supuesto hecho de que se mueve desde cuestiones históricas meramente terrenales hasta las leyes divinas que encarnan, según la afirmación de Ruskin.
Ruskin, que nunca se esconde a la hora de mantener que puede leer la intención divina, finaliza con frecuencia sus capítulos con tal alusión bíblica o señalando la presencia de Dios. El segundo volumen de Las piedras de Venecia se cierra característicamente con esta nota. Apartándose brevemente de su tema principal, Ruskin ruega por la preservación de Venecia y de sus obras de arte, a las cuales el hombre, el tiempo y los elementos amenazan, y como hace con tanta asiduidad, cita su propia experiencia para indicar el valor de lo que sus contemporáneos permiten que se destruya. Menciona diversas habitaciones estatales del palacio ducal
que estaban llenas de pinturas de Veronese y Tintoreto, que embellecían preciosamente sus paredes como numerosos reinos; tan preciosamente, de hecho, y tan llenas de majestuosidad, que en ocasiones caminando al atardecer por el Lido, desde donde la gran cadena de los Alpes, crestado con nubes plateadas, podía verse elevándose por encima de la fachada del palacio ducal, solía sentir tanto sobrecogimiento al contemplar el edificio como las colinas, y podía creer que Dios había hecho un trabajo más grande al infundir el aliento de los poderosos espíritus en la estrechez del polvo por los cuales sus arrogantes paredes fueron erigidas, y sus leyendas abrasadoras escritas, que al elevar las rocas de granito por encima de las nubes celestiales, enmascarándolas con sus diversos mantos de flores púrpura y de pinos umbríos (10. 43-39).
Nuevamente, al indicar la presencia de Dios en lugares y cosas inesperados, Ruskin desencadena una nota positiva sobre la que cerrar su discusión, puesto que al insistir sobre el papel de Dios cuando creó tanto el arte veneciano como los orígenes de la ciudad, logra demostrar qué cosas inspiradoras y maravillosas ocurren cuando el hombre no se aparta de Dios, sino que sigue lo divino que hay en su interior, como Ruskin afirma que ha hecho al escribir Las piedras de Venecia.
Henry David Thoreau
horeau usa desplazamientos tonales y retóricos similares para cerrar sus ejercicios en esta forma de escritura. La “Caminata” lírica concluye con la esperanza de un Edén terrenal: “De modo que deambulamos hacia la tierra sagrada, hasta que un día el sol brille más esplendentemente que nunca, refulgiendo por casualidad en nuestras mentes y en nuestros corazones, iluminando la totalidad de nuestras vidas con una gran luz que nos despierte tan cálida, serena y dorada como la de la orilla de un río en otoño” (226). “La esclavitud en Massachusetts” que más correctamente es una declaración del sabio secular, utiliza la belleza de la naturaleza para sugerir una visión positiva y un bien posible tras un exceso de sátira con puntería e invectivas amargas1. Caminando hacia un estanque, Thoreau confiesa que los delitos de su sociedad echan a perder el placer por la naturaleza: “¿Quién puede mantenerse sereno en un país donde tanto los gobernantes como los gobernados carecen de principios? El recuerdo de mi país arruina mi paseo. Mis pensamientos tienen intenciones homicidas hacia el Estado e involuntariamente conspiran en su contra”. Es entonces cuando evoca que “el otro día” olió la fragancia de una lila, “el emblema de la pureza”, que sirvió para mostrarle “la pureza y la dulzura que en ella residen, y que se pueden extraer del limo y de la basura de la tierra”, por lo que se da cuenta de: “¡Cómo la fragancia de esta flor confirma nuestras esperanzas! Por su causa, pronto dejaré de desesperarme por el mundo, a pesar de la esclavitud, de la cobardía y de la ausencia de principios de los hombres del norte” (108).
“Los últimos días de Brown”, que presentan al gran abolicionista en términos de martirio cristiano e incluso crístico, argumentan que durante su muerte, Brown logró la verdadera victoria del espíritu. La parte esencial de John Brown, asevera Thoreau, aún sigue viva y de hecho crece cada vez con mayor fuerza por toda la región. Por consiguiente, aunque escuchó que Brown falleció en el patíbulo, se negó y todavía se niega a creerlo:
Con toda seguridad, escuché que durante el día de su conversión fue ahorcado, pero no supe lo que aquello quería decir. No sentí ninguna pena ante semejante relato, e incluso durante uno o dos días ni escuché que había muerto, y no lo creeré aun cuando pasen muchos más. De entre todos los hombres que se dice fueron mis contemporáneos, me dio la impresión de que John Brown fue el único que no había muerto… Nunca oigo hablar sobre ningún hombre particularmente valiente o impetuoso sin que mi primer pensamiento sea de John Brown, y de la relación que éste pueda mantener con él. Me lo encuentro a cada paso. Está más vivo que nunca. Se ha ganado la inmortalidad. No está limitado en el Elba o en Kansas. Ha dejado de trabajar en secreto. Trabaja en público, y bajo la luz más clara que brilla sobre esta tierra [152-53].
“Una súplica para el capitán John Brown”, que presenta su tema como la encarnación contemporánea de Cristo, utiliza nuevamente esta imaginería de la promesa visionaria cuando Thoreau traslada a Brown desde la tierra hasta el cielo y desde la esencia de un ser humano y un héroe a la de una presencia angelical: “Hace aproximadamente mil ochocientos años, Cristo fue crucificado; esta mañana, tal vez, el capitán Brown fue colgado. Éstos son los dos extremos de una cadena que no carece de vínculos. Ha dejado de ser el anciano Brown; es un ángel de luz” (137).
Modificado por última vez el 14 de julio de 2008; traducido el 15 de noviembre 2010