[*** = en inglès. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
anto Carlyle como Brontë advierten a sus lectores de la idolatría. Carlyle condena al sufragista populacho de idólatra, de igual modo que Brontë acentúa el peligro de que Jane idolatre a Rochester. No obstante, mientras que los motivos puramente religiosos conducen el interés de Brontë hacia este tema de la idolatría, Carlyle desea comunicar un mensaje político y denunciar en última instancia la democracia.
En “La estatua de Hudson” (mapa del sitio) Carlyle cuestiona la autoridad del populacho para votar y la subsiguiente legitimidad de los líderes electos con amargo sarcasmo: “¿Son éstos vuestros… grandes hombres?”. Responde por ellos que estos líderes elegidos por el pueblo “no merecen ningún culto”, acusando en consecuencia al pueblo de idólatra. Han depositado su fe en dirigentes que no merecen adoración. Carlyle continúa predicando que “nuestra primera carencia… es la de una aristocracia nueva, real” que sustituya a la pobremente electa “aristocracia con título, extinta e imaginaria”. En otras palabras, el pueblo de Inglaterra, habiéndose apartado de Dios, necesita distanciar su culto de los falsos ídolos y dirigirlo hacia el Dios real que merece reverencia. Su elección de la aristocracia y simbólicamente del populacho de estatuas británicas revela su “horrible idolatría” de “feas columnas e imágenes… del mal real” (317). Carlyle censura al pueblo por venerar a falsos dioses y sutilmente le considera inadecuado para votar porque es incapaz de hacerlo a favor del “Dios” verdadero.
La controvertida ***Ley de reforma de 1832, que extendió el poder para votar a “aquéllos por debajo de la escala socioeconómica y añadió en los censos doscientos mil a los trescientos mil votantes” perturbó profundamente Inglaterra y en particular a Carlyle, incluso veinte años después cuando escribió “La estatua de Hudson”. Convencido de que sólo aquéllos que podían emitir un voto educado deberían votar, Hudson golpeó con sus puños como desaprobación de que las masas abusaran de su nuevo derecho al voto. La elección de estos “ídolos” para las posturas políticas, persuadió a Carlyle de que el pueblo en general estaba incapacitado para escoger un líder para ellos mismos y que inevitablemente caería en la idolatría. Por lo tanto, Carlyle concluyó con que la concesión del derecho al voto para el pueblo era un error desde el principio. En el fondo, Carlyle condenó la democracia que permitía este tipo de caos para estar ociosa y que conducía a un gobierno lleno de oficiales elegidos con ignorancia que no merecían ejercer dichas funciones.
Como muchos otros autores victorianos, Carlyle recibió instrucción sobre las técnicas de interpretación bíblica, pero incluso después de abandonar la fe en Dios “que modeló sus actitudes básicas hacia el mundo del hombre y de la naturaleza”, estas actitudes, así como estas técnicas eruditas, permanecieron (“Grotescos inventados”). Carlyle aplicó una de estas técnicas aprendidas, llamada la tipología bíblica, a su trabajo “La estatua de Hudson”. Como uno de los grandes escritores sabios seculares, Carlyle asume la postura del juez que recuerda a los profetas del Antiguo Testamento y que condena al pueblo por “abandonar los caminos de Dios” (“El género de la escritura de los sabios seculares”), o más concretamente, por abandonar a Dios para adorar a falsos ídolos. Tras interpretar la idea aparentemente común de una estatua en honor a Henry Hudson dentro del contexto de un tema más amplio, Carlyle persuade al lector para que considere, por lo menos, sus atrevidas maldiciones y afirmaciones. Carlyle establece una sólida justificación para juzgar. Sólo después de desarrollar este valor ante sus lectores, procede a revelar su opinión concerniente a la idolatría del pueblo votante.
En Jane Eyre, Charlotte Brontë también advierte de la separación de Dios mediante la adoración a los falsos ídolos. Sin embargo, el propósito de Brontë yace simplemente en promover el Cristianismo genuino en una época en peligro de perder de vista a Dios. A diferencia de Carlyle, Brontë, que no había desechado su fe en Dios, no utiliza el Cristianismo como medio para un fin, sea político o de otro tipo.
En el capítulo XXV, Jane se da cuenta de que “mi futuro marido se estaba convirtiendo en todo mi mundo y en algo más que el mundo: casi en mi esperanza del cielo. Se encontraba entre mí y cada pensamiento religioso, como un eclipse entre el hombre y el inmenso sol. En aquellos días, no podía ver a Dios debido a su criatura, de la cual había hecho un ídolo” (241). Jane ha convertido a Rochester en un ídolo, igual que el pueblo de “La estatua de Hudson” ha fabricado ídolos con dioses indignos en vez de con el Dios verdadero. Brontë, entonces, condena también la idolatría. Después de que Jane se dé cuenta de su pecado de idolatrar al hombre, sabe que su deber como devota cristiana es abandonar a Rochester, de modo que pueda gozar de la luz de Dios. Después de eliminar a su ídolo Rochester como obstrucción hacia Dios, Jane será capaz de ver la Verdad.
Un contexto bíblico puede ayudar al lector a comprender el punto de vista de Brontë en Jane Eyre. En Éxodo 20, versículos 2-5 de la Biblia, Dios decreta los diez Mandamientos donde declara
Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás otros dioses por delante de mí. No te harás ídolo alguno ni de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de las aguas que están por debajo de ella. No te postrarás ante ellos ni les darás culto porque Yo… soy el Señor tu Dios.
Además, en la Primera carta a los Corintios 10: versículo14 del Nuevo Testamento, Pablo escribe, “Por lo tanto, mis queridos amigos, huid de la idolatría”. La fe de Brontë en la Biblia y en Dios fue una fuente de motivación, según escribía las luchas de Jane con la idolatría.
Para enfatizar la equivocación de Jane al idolatrar en profundidad a Rochester, Brontë usa el punto de vista de un adulto y concluye el capítulo XXV desde la óptica de una Jane más mayor, más sabia que reflexiona retrospectivamente sobre su joven estupidez. Recordando su pasado, se da cuenta claramente de su insana obsesión por Rochester. La futura Jane se percata de que “en aquellos días” no podía ver a Dios debido al ídolo que se había construido. Libre de aquellos días, Jane recibe autoridad para meditar objetivamente sobre sus circunstancias reales sin el caos y el torbellino emocional. Mediante este punto de vista, la misma Brontë habla a los lectores y les advierte de la idolatría. Este pasaje también desenmascara el peligro urgente en el que Jane se ha sumergido de manera inconsciente.
Modificado por última vez en 1993; traducido el 21 de noviembre de 2012