J. M. W. Turner, El jardín de las Hespérides, 1811.
USKIN se afana especialmente por aplicar sus teorías mitológicas a la crítica de arte cuando explica las pinturas de Turner, El jardín de las Hespérides (1806) y Apolo y Pitón (1811), en el quinto volumen de Pintores modernos. Inaugura su lectura del primer lienzo aclarando primeramente el significado de las ninfas y del dragón hespérides, para continuar hablando acerca de la Diosa de la discordia y de la atmósfera tenebrosa de la pintura, a partir de lo cual, finalmente extrae sus conclusiones. En primer lugar, esclarece las ideas morales que las ninfas encarnan. «Sus nombres son Egle (Brillo), Eritia (Sonrojo), Hestia (el espíritu del Hogar) y Aretusa (la ninfa virgen)» (7.396). Posteriormente comenta que ellas cuatro estaban perfectamente encomendadas para guardar «el fruto dorado que la tierra concedió a Juno cuando contrajo matrimonio»:
No cualquier tipo de fruto, sino el fruto del árbol que la tierra, la gran madre, había concedido a Juno (el poder femenino) en su matrimonio con Júpiter, o el poder masculino capaz de gobernar (diferente de la fuerza probada y agonizante de Hércules). Denomino a Juno, brevemente, como el poder femenino, puesto que ella es, especialmente, la diosa que preside el matrimonio y que considera a la mujer como la dueña de la casa. Vesta (la diosa del hogar) junto con Ceres y Venus, tienen poder en diverso grado sobre el matrimonio, al ser la consumación del amor, pero Juno es por antonomasia la diosa de las amas de casa. Su carácter representa por lo tanto todo el bien o todo el mal que puede resultar de la ambición femenina o del deseo de poder, y, en calidad de ama de casa, la tierra presenta ante ella el fruto dorado que otorga a dos clases de guardianes. La riqueza de la tierra, como fuente de la paz y de la abundancia hogareña, la vigilan las ninfas que cantan, esto es, las Hespérides, mientras que es el dragón quien salvaguarda dicha riqueza como fuente de la aflicción y de la desolación familiar (7.395-96).
El dragón, a quien Ruskin dedica la mayor parte de esta explicación, encarna la codicia y el engaño, la rabia, la oscuridad, la melancolía, la astucia y la destructividad asociadas a ello. Así, mientras «el gigante Gerión es el espíritu perverso de la riqueza que emerge del comercio . . . el dragón hespéride es el espíritu maligno de la abundancia que los hogares poseen, y que está asociado, por lo tanto, con los verdaderos centinelas de la morada o las ninfas que cantan» (7.403).
Volviendo a la Diosa de la discordia, Ruskin entiende que en esta pintura, alude esencialmente a «la fuerza perturbadora de los hogares» (7.404), aunque en realidad representa el mismo poder que el espíritu de la discordia de Homero simboliza en la guerra. «No puedo penetrar en la raíz de su nombre, Eris. Me da la impresión de que su etimología conserva algún parecido con Erinis (Furia), pero siempre significa desacuerdo, rivalidad y competencia, bien sea en la mente o en las palabras. El cometido final de Eris es primordialmente el de la 'división', y siempre es ambigua; aspira simultáneamente a dos cosas a la vez (en La Ilíada, xi. 6), y porta un manto rasgado por la mitad (La Eneida, viii. 702). Homero la describe como un ser con una voz chillona e insaciablemente codiciosa» (7.404). Según Ruskin, Turner combinó esta concepción de la discordia con la figura grotesca y simbólica de Spenser, Ate, que aparece en el cuarto libro de La reina hada, aportando «un toque final particular. La ninfa que trae manzanas ante la diosa, le ofrece una en cada mano, y Eris, al tener su mente dividida, es incapaz de elegir» (7.405-406). La presencia de la Diosa de la discordia que ensombrece las alegrías del hogar y de la familia, también justifica parcialmente la oscuridad poco común con la que Turner plasmó el jardín de las Hespérides, aunque la paleta lúgubre del artista «fue debida con toda seguridad a que Spenser principalmente describió el fruto de las Hespérides como aquel que había crecido antes en el jardín de Mammon, símbolo de la avaricia material» (7.406-407). Según Ruskin, el color al igual que la forma comportan un significado alegórico en esta pintura, y el crítico que tenga que explicarla íntegramente, debe prestar una atención especial al aspecto esencial de esta técnica.
Tras interpretar así los elementos principales de El jardín de las Hespérides, Ruskin concluye con que:
Ésta es entonces la primera gran pintura religiosa de nuestro artista inglés y exponente de nuestra fe inglesa. Una obra triste en colorido que no ejecutó en el blanco ni en el dorado propio de Angélico ni en el carmesí y azul de Perugino, sino en un tono sulfuroso, como relacionado con un paraíso humeante. Ese poder, parece ser, situado en la cumbre de la colina, es nuestra Madonna británica, a la que, reverentemente, el devoto pintor inglés debe retratar . . . Nuestra Madonna o nuestro Júpiter en el Olimpo, o, quizá, para mayor exactitud, nuestro Dios desconocido. [7.407-408]
En suma, el jardín tenebroso de Turner, vigilado por el dragón, hace visible la condición espiritual de Inglaterra. Da fe de que Inglaterra, una vez que intercambió la fe en Dios por la fe en el oro, se apartó del camino de la vida, abrazando el de la muerte, y de que anhela entrar en un paraíso terrenal que será, no el Edén, el jardín de Dios, sino el jardín de Mammon en el que la cabeza de la serpiente que Cristo no magulló contempla su entorno con un triunfo gélido. Ruskin denomina a esta pintura como pintura religiosa porque expone la fe por la cual sus contemporáneos viven y trabajan, la fe, de la cual por así decirlo, sus actos, aunque no sus palabras, dan testimonio. En «Tráfico», una conferencia que impartió en abril de 1864, menciona «el culto real, activo, continuo y nacional; aquel, por medio del cual los hombres actúan mientras viven, y no ése del que hablan cuando fallecen. Poseemos, de hecho, una religión nominal a la que pagamos diezmos por su propiedad y la séptima parte del tiempo, pero también tenemos una religión práctica y severa a la que dedicamos de las diez partes las nueve partes de nuestros bienes, y de las siete partes de nuestro tiempo las seis partes restantes. Y discutimos mucho sobre la religión nominal, pero todos somos unánimes sobre esta religión práctica; por esto pienso que admitiréis que se puede describir generalmente a la diosa que lo gobierna como la 'Diosa que se arrastra' o 'La Gran Bretaña del mercado'» (18.447-448). Al igual que los evangélicos que continuamente estaban enfatizando la diferencia entre el Cristianismo nominal y el práctico, o el verdadero, Ruskin con frecuencia informa a los no conversos que profesan un culto nominal, pero que viven de acuerdo con una «religión práctica y severa» completamente diferente. Inglaterra, una vez que ha comercializado la caridad y la ha transmutado en un deseo material desenfrenado, ha elegido vivir, no mediante el amor y la cooperación, las leyes de la vida, sino mediante la competencia, la ley de la muerte. En Sésamo y lirios (1865), por ejemplo, advierte que Inglaterra se compromete afanosamente en intercambiar la grandeza por el oro y la vida por la muerte:
Una gran nación [no] envía a sus pobres hijos a la cárcel por robar seis nueces ni permite a sus insolventes robar a cientos de miles de personas con una reverencia, y a sus banqueros, ricos gracias a los ahorros de los pobres, cerrar sus puertas «bajo circunstancias sobre las que carecen de control», con un «con su permiso», y que inmensos latifundios sean comprados por hombres que han hecho su dinero viajando con barcos de vapor armados por todos los mares de China, vendiendo opio en la boca del cañón, y alterando, por el beneficio de la nación foránea, la exigencia común del salteador de caminos de «su dinero o su vida» por la de «su dinero y su vida». Tampoco una gran nación permite que la vida de sus pobres inocentes se consuma debido a la fiebre bovina ni que se pudra debido a las plagas de los estercoleros, a cambio de que sus caseros reciban seis libras extra por semana por cada una de sus vidas, ni luego debate, con lágrimas absurdas y con empatías diabólicas, sobre si no debería ahorrar piadosamente y cuidar afectuosamente de las vidas de sus asesinos . . . Y, finalmente, una gran nación no se mofa del cielo ni de sus poderes, fingiendo la creencia en una revelación que reconoce que en el amor por el dinero está la raíz de todos los males, y que declara, simultáneamente, que actúa y que pretende seguir actuando, en todas las principales hazañas y medidas nacionales, con ningún otro tipo de amor salvo éste. [18.82-83]
Cinco años antes de que Ruskin acusara de este modo a la Inglaterra victoriana de haber sacrificado todo por Mammon, escribió que la pintura mitológica de Turner proclamaba el mismo culto práctico: «El hombre más excelso de nuestra Inglaterra, durante la primera mitad del siglo XIX y en el apogeo propio de la fuerza y la esperanza de la juventud, siente que es esto, en relación con el mundo espiritual, lo que tiene que decirnos con urgencia . . . Aquí, en Inglaterra, siempre hemos interpretado este hecho espiritual como la Asunción del dragón» (7.408). Turner, el más grande de los artistas ingleses, mira a su alrededor, observa el triunfo de Mammon y firme, aunque tristemente, recoge bajo la forma de un grotesco simbólico la verdad contemplada.
Oscurece su paleta con «un tono sulfuroso, como relacionado con un paraíso humeante» (7.407-408) puesto que, verdaderamente, «el bello florecer de las campiñas hespérides se evapora en cenizas ante el centinela de las nereidas» (7.408). Al elegir vivir bajo la mirada vigilante del dragón de Mammon que guarda a las nereidas, Inglaterra, dice Turner, ha entrado en una Edad oscura. En un volumen previo de Pintores modernos, Ruskin había puntualizado que
la denominación «la Edad oscura» asignada a la época medieval, es, en lo que respecta al arte, totalmente inaplicable. Ésta fue, por el contrario, una edad luminosa, mientras que la nuestra es la oscura . . . Construimos muros de ladrillo marrones y llevamos abrigos marrones . . . Sin embargo, también existe en nuestro propio temperamento alguna razón para este cambio. En general, la nuestra es una época más triste que las anteriores, no triste de un modo noble y profundo, sino de un modo mortecinamente agotado, el modo del aburrimiento, del intelecto cansado y del desasosiego del alma y del cuerpo. [6.321]
Cuando se trata de interpretar El jardín de las Hespérides de Turner, Ruskin concluye con que el tedio, la tristeza y la falta de luz y de color, como creía que Turner había confirmado, se manifiestan en la adoración de la Diosa que se arrastra.
Antes de considerar el valor de la brillante lectura, aunque quizá sorprendente que hace Ruskin de esta pintura, debemos examinar su interpretación igualmente compleja de Apolo y Pitón, el segundo lienzo al que dedica un capítulo en el segundo volumen de Pintores modernos. Este capítulo, «Egle, la ninfa hespéride», se abre mientras Ruskin compara esta obra posterior con la que acaba de debatir extensamente: «Cinco años después de que las Hespérides fueran pintadas, otro gran tema mitológico apareció de la mano de Turner: otro dragón, esta vez no triunfante, sino agonizando ante el dolor de la muerte, esto es, Apolo asesinando a Pitón» (7.409). Esta pintura, que había descrito con anterioridad en sus notas a El legado de Turner (1856) como «una de las obras más nobles de Turner» (13.122), es mucho más sencilla que El jardín de las Hespérides. Apolo desnudo, la única figura del cuadro, se arrodilla con su cabeza irradiando luz y observa, con una flecha en la mano, las contorsiones catastróficas de Pitón a punto de perecer, cuyas letales punzadas de dolor han hecho añicos los árboles y han derrumbado con estrépito rocas enormes a su paso. Tal y como el título del capítulo de Ruskin enfatiza, ésta es esencialmente una pintura sobre el triunfo y la luz, no la oscuridad, puesto que mientras que la nota definitoria de su discusión sobre El jardín de las Hespérides era el dragón, es decir, «El centinela de las nereidas» del título, aquí sobresale la hespérida Egle, la ninfa que encarna la «luminosidad».
J. M. W. Turner, Apolo y Pitón, 1811. Esta reproducción en color no aparece en la versión
impresa: cuando me encontré por primera vez con esta pintura en el almacén del sótano
de la Tate Gallery (creo que fue Martin Butlin quien me la mostró en 1963), todavía no
se había limpiado ni restaurado. La reproducción monocroma que la Tate poseía, tenía por
tanto un aspecto mucho más turbio [Pinche sobre la imagen para agrandarla].
Aunque no profundiza tanto en las fuentes literarias de esta pintura como lo había hecho en las Hespérides, dado que cree en la obviedad del significado de esta batalla, la lee de múltiples modos, no sólo explicando el sentido físico y moral de la obra, sino también su significado como un emblema del propio Turner, así como de las bellezas del arte en general. Utilizando el término «tipo» como una extensión de su sentido figurado, comenta que «La pintura es simultáneamente el tipo y la primera expresión del gran cambio que estaba aconteciendo en la mente de Turner. Una transformación, cuyos resultados no se manifestaron claramente en su vida hasta mucho después. No obstante, en el colorido de esta pintura, se encuentran los primeros signos de ello, y en su temática, el símbolo» (7.409). Esta victoria del dios sobre la serpiente que representa en alegoría física la supremacía del sol y de la luz sobre la niebla y la oscuridad, posee un significado de alcance mayor, en el sentido moral, como es el de la victoria del amor, de la vida y de la pureza sobre el pecado y la muerte. Ruskin también la considera como la perfecta representación emblemática del descubrimiento progresivo por parte de Turner de las alegrías y bellezas del color, y como tal, plantea el problema del papel del color en el arte. Explica que Turner «comenzó esta pintura como una declaración fidedigna de la aflicción que prevalece en el mundo, pero que ahora le ha permitido ver asimismo su hermosura. Turner se convierte, nítidamente y sin rival, en el pintor de la gracia y la luz de la creación . . . De su luz, y no de una luz meramente difusa, sino con tintes interpretativos, de una luz vista preeminentemente a través del color» (7.410). Así, aunque Turner no desarrolló plenamente sus dones coloristas hasta después de 1820, esta pintura exhibida en 1811 ya pronostica el éxito prometedor del artista sobre la tenebrosidad de sus predecesores y del color violín marrón de Sir George Beaumont. En la narración sucinta de la historia de la evolución artística de Turner, Ruskin expone cómo el artista «pasó lenta pero firmemente entre un acorde dorado tenue, y pintó cansinamente el efecto favorito de Cuyp, 'el sol elevándose a través del vapor', durante muchos años. Pero esto no fue suficiente para él. Debe pintar el sol en todo su esplendor, y no el sol elevándose a través del vapor. Si echáis una ojeada a Apolo matando violentamente a Pitón, veréis que las nubes presentan un color rosa y azul así como dorado, y si después volvéis al Apolo del Ulises y . . . observaréis que da la impresión de que Apolo no 'se eleva a través del vapor', sino sobre éste, en una especie de victoria sobre tal neblina» (7.411).
J. M. W. Turner, Ulises despreciando a Polifemo de Turner. [Pínchese sobre la pintura
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La pintura, entonces, debe verse como una representación simbólica de la propia conquista de Turner sobre la oscuridad. Pero también epitomiza una segunda batalla, la batalla con la audiencia, puesto que «el público protestaba fervorosamente defendiendo a Pitón . . . Ni miraban ni oían, sólo gritaban continuamente, 'Que perezca Apolo. Devuelve la vida a Pitón'» (7.412). Cuatro años antes, en sus notas sobre El legado de Turner, Ruskin había declarado que Ulises despreciando a Polifemo (1829) servía asimismo como un tipo inconscientemente creado sobre el mismísimo destino del pintor:
Los tuertos le hicieron a él mismo callar y le aprisionaron en una cueva 'que los laureles oscurecían' (de donde no extrajo ningún bien, salvo perjuicio, de toda la fama de los grandes de antaño), vio cómo los tuertos se comieron a sus compañeros en la cueva (muchos pintores de buena fe se pusieron de parte de Turner cuando comenzó a utilizar estas herramientas); finalmente, cuando su momento probablemente había llegado, arrojó el robusto tronco de pino (completamente en llamas, la luz de la naturaleza en bruto), a los rostros de los tuertos y les dejó rasgándose las vestiduras en los bancos de nubes . . . para marcharse a surcar el mar conforme el amanecer rompía sobre las islas encantadas. [13.136-137]
Turner, El temerario remolcado a dique seco, 1838. [Pínchese sobre la imagen
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Cuando Ruskin compara esta pintura con El temerario de una década después, señala cómo la modificación de los temas se ajusta a la carrera y la vida del artista, como si el mejor modo de evocar su empatía fuera mediante situaciones similares a las vividas:
Una de las pinturas, como se observará, inmortaliza el amanecer, la otra la puesta de sol.
Una pintura estampa un barco que entra de su viaje, la otra aquel que cierra su curso para siempre.
Una pintura, en todas las particularidades de su motivo, ilustra inconscientemente el triunfo de su propia vida.
La otra, en todas las particularidades de su motivo, ilustra inconscientemente el declive de su propia vida. [13.168-69]
Aunque Ruskin no mantiene que la intención de Turner fuera la creación de semejante alegoría personal, se puede argumentar junto con Jack Lindsay que el artista incluyó referencias personales encubiertas en muchas de sus obras. Argumentando a partir de la evidencia de la poesía inédita de Turner, por ejemplo, Lindsay deduce del poema, «El amor es un océano encolerizado», que el pintor desde muy pronto «utilizó la imagen del naufragio para los desastres personales». Ruskin, que tenía acceso a los cuadernos de Turner y que enfatizó el significado de su poesía, pudo haber extraído también sus conclusiones a partir de dicha evidencia. Pero tanto si lo hizo como si no, la elaborada exégesis de Ruskin sobre las obras de Turner de acuerdo con estos criterios, testifica el sentido que le otorgó a la carrera del pintor, sus sentimientos hacia las inquietudes del artista, y, sobre todo, hacia la confianza de que el arte comportaba una significación.
Después de que Ruskin señalara el significado implícito, aunque posiblemente no intencionado, de Apolo y de Pitón como un símbolo de la batalla de Turner con su público, examinó el significado del grito «'Que perezca Apolo. Devuelve la vida a Pitón' . . . puesto que es aquí no sólo donde descansa la cuestión del gran acierto o de la gran equivocación de la vida de Turner, sino la cuestión de lo correcto y lo incorrecto en toda la pintura. No, en este asunto cuelga la nobleza de la pintura totalmente como un arte, puesto que es nítidamente el arte del colorido, no de la modelación o de la interrelación. Los escultores y los poetas pueden hacer esto y la propia labor del pintor es el color» (7.4l2). En este sentido entonces, diecisiete años después de que comenzara su apología de Turner, el gran colorista, Ruskin nuevamente respalda el papel del color, del color brillante dentro del arte, y a pesar de los numerosos cambios que habían experimentado su conocimiento sobre el arte, la creencia religiosa y los énfasis teóricos, no sorprende verle explicar las glorias del color de la misma manera que mucho tiempo atrás había expuesto las glorias de la belleza, sintiéndose atraído hacia la tipología. En primer lugar, señala el don particular de Turner hacia el arte: «la perfección en los acordes del color a través del escarlata. Otros pintores han interpretado los tonos dorados y los azules del cielo; Tiziano plasmó con toda perfección especialmente el último. Pero nadie se había atrevido a pintar, nadie parecía haberse percatado del escarlata y del púrpura . . . Su innovación más peculiar como colorista fue el descubrimiento de la sombra escarlata» (7.413). Continuando con la batalla entre los partidarios de Rubens y de Poussin, de Delacroix y de Ingres, de Turner y de los críticos, Ruskin pregunta: «¿Realmente el color representa la parte sensual, inmoral, ínfima y más degradada de la pintura? ¿Son las Hespérides, Egle y Eritia, las diosas sensuales, las traidoras?» (7.413). En una anotación a pie de página que ocupa casi seis hojas de la Edición para biblioteca, propone sus argumentos a favor del color, pero el pilar fundamental sobre el que focaliza en el texto es simplemente «que el color en general, pero principalmente el escarlata que se utilizaba con el hisopo en la ley levítica, es el gran elemento santificador de la belleza visible que se halla inseparablemente vinculado a la pureza y a la vida» (7.414-15). Sin desear, dice, discutir circunstanciadamente sobre «la conexión mística entre la vida y el amor establecida en el sistema hebreo de la religión sacrificial en la que podemos rastrear la mayoría de las ideas recibidas respecto a la santidad, la consagración y la purificación» (7.416), remite al lector al Levítico y se circunscribe a la aseveración de que el color es «el tipo del amor» (7.419).
El cielo y sus nubes, el vehículo que regala los dorados y los escarlatas del sol al hombre, personifica para Ruskin, como cree que lo hace para Turner, lo que posteriormente calificó como un mito natural. La nube o el firmamento, advierte Ruskin al lector
significa la entrega de los cielos al hombre. Esta ayuda puede transmitirse por medio del juicio o de la compasión, del relámpago o del rocío. Pero el arcoíris o el color de las nubes siempre denotan la misericordia, la concesión de la vida, el amparo del cielo que alimentará y prolongará la existencia. Y de igual modo que la luz del sol, indivisa, es el tipo de la sabiduría y de la rectitud de Dios que se divide y se suaviza en colores a través de la protección del firmamento . . . así, es el tipo de la sabiduría de Dios, constituida en santificación y en redenció. [7.418]
Mediante sus argumentos, extraídos una vez más de su conocimiento de los típicos sacrificios ordenados en el Levítico que prefiguraban la santificación y la redención que había de llegar, Ruskin puede por tanto concluir con que el color es el símbolo del amor, su encarnación, la palabra del amor de Dios en forma visible. En el arte es la Palabra convertida en Carne.
Para los antiguos griegos, el conflicto entre Apolo y Pitón representaba la batalla de la luz y del color con la oscuridad, de la vida con la muerte, de la pureza con el pecado y la enfermedad. Mientras que el dragón hespéride vigilaba el tesoro, este «gusano de la decadencia eterna» («EL CORRUPTOR») la destruye». La pelea entre Apolo y Pitón es la lucha de la pureza contra la depravación, la vida contra el olvido, el amor contra la tumba . . . la juventud y la virilidad contra el pecado mortal, el pecado venenoso, infecto e irredimible» (7.420). Ruskin lee así esta pintura como la imagen definitoria de Turner sobre todas las batallas que los hombres y las naciones deben librar, y aunque Apolo, el «conquistador de la muerte» (7.420), el sanador de la gente, se arrodilla aquí triunfante, esta victoria, como todo lo que se impone sobre el pecado, la muerte y el tiempo, es una victoria que está necesariamente cualificada para repetirse sempiternamente: el hombre puede encontrarse con la derrota final, pero en este tipo de contiendas nunca con el triunfo final. Ruskin, que en otro punto cita a Platón para expresar que «Nuestra batalla es inmortal» (29.82), cree que la visión global de Turner sobre la vida fusiona inevitablemente la victoria con un nuevo peligro, la consumación de una batalla con la sugerencia de otra nueva. Y como evidencia, dirige la atención hacia una pequeña serpiente que emerge de la sangre del vencido Pitón para exclamar: «�Desgraciadamente para Turner! Parece ser que no concibió que este diminuto gusano de serpiente no pudiera ser asesinado. Entre medias de todo el poder y la belleza de la naturaleza, siguió viendo la muerte de este gusano retorciéndose entre las malas hierbas» (7.420). Turner, dice Ruskin, no tenía esperanza: no era capaz de concebir la hegemonía aplastante ni la rosa sin el gusano, o la belleza sin la putrefacción. Como destacan las notas a El legado de Turner: «Parece que durante toda su vida una única pena y un solo temor le acosaron, el sentido de lo transitorio, el carácter destructivo y tentador de la belleza. La elección de un tema que fuera la clave de todas sus composiciones, las 'Falacias de la esperanza', le condicionaron sobremanera» (13.159). Apolo y Pitón nos permiten acceder de este modo a la imagen mental de Turner, un exponente del hombre emblemático del siglo XIX, valiente, amante de la belleza, visionario pero sin esperanza, sin creencia y sin consuelo.
Las interpretaciones de Ruskin sobre Apolo y Pitón y El jardín de las Hespérides que hábilmente aplican su sofisticada teoría del significado artístico a las pinturas individuales, no sólo demuestran su habilidad para los análisis exhaustivos, sino también con cuánta frecuencia y con cuánta maestría invoca a la tradición literaria para desarrollar el arte pictórico. En el corazón de estas lecturas relativas a la pintura, la poesía y el mito, reside la confianza característica de Ruskin de que todas las cosas canalizan un significado, que todos los aspectos de una obra, cuando se examinan, desvelan contenidos relevantes para el hombre. Su destreza extraordinaria, primero para percibir los detalles importantes de una pintura o de un poema, y luego para explicarlos a la luz de la tradición literaria, artística y mitológica, genera interpretaciones que anticipan los métodos de la crítica reciente. Sin lugar a dudas, los usos que Ruskin hace de la lectura atenta, del análisis formal, de los datos biográficos, del simbolismo personal, del mito, y de las tradiciones iconográficas le determinan como el predecesor de honor de gran parte de la mejor crítica y de los más excelsos eruditos de este siglo.
Aunque poca duda cabe de la importancia fundamental de Ruskin como defensor, teórico e intérprete de las artes, el estudiante de su obra debe responder la pregunta crucial de hasta qué punto sus lecturas de Turner son apropiadas y válidas. En John Ruskin (1954), Joan Evans nos instruye acerca de que «Ruskin carecía de la comprensión de la visión de Turner sobre el mundo, y que le 'interpretó' en base a las ciencias y a la moralidad ante las que un hombre que era un poeta de la pintura debió ser un completo alienígena» (93). Ésta es una acusación que debe someterse a examen. Cuando Miss Evans rechaza despreciativamente las obras influenciables de Ruskin acerca de la crítica social como «disputas contra los molinos de viento de la economía política» (305), cualquiera que sea consciente de la gran influencia atribuida a la obra de Ruskin por parte de aquellos más implicados en la política y en la economía, incluidos Ghandi, R. H. Tawney y numerosos miembros del parlamento1, puede descartar sus comentarios con la certeza de que Evans se ha adentrado en un territorio desconocido y que no está lo suficientemente familiarizado con su geografía. Sus acusaciones sobre las interpretaciones ruskinianas de Turner, por otra parte, siguen siendo serias, puesto que en calidad de historiador del arte, escribe desde una posición de cierta autoridad. Por ello, para determinar la validez de los enfoques de Ruskin sobre las obras de su artista favorito, propongo examinar en primer lugar la naturaleza de las suposiciones de ambos artistas sobre el arte para ulteriormente analizar hasta qué grado Turner alimentó las opiniones políticas y morales que sus críticos le atribuyeron.
Inequívocamente, Turner y Ruskin secundaron unas concepciones sobre la poesía y la pintura como artes hermanas que fueron prácticamente idénticas, puesto que ambos no sólo consideraron al artista como un poeta, sino que acentuaron la relevancia de la temática y del método poéticos dentro de las artes pictóricas. Turner concedió un gran valor a las alusiones poéticas y a sus propias «Falacias de la esperanza», mientras que Ruskin, como algunos otros aunque pocos, percibió la influencia que éstas tenían en su arte particular. Los dos también compartían la visión del artista como un profeta. Turner, por ejemplo, escribió en una ocasión, «¿Por qué no se asocia con mayor frecuencia la figura del poeta con la del profeta?, puesto que si no se hace así, debería» (Citado en El barco del atardecer de Lindsay, 48). Ruskin, quien casi literalmente transfiere sus nociones de los profetas del Antiguo Testamento a los artistas, aseguró en el primer volumen de Pintores modernos que el propio Turner había enlazado la naturaleza del artista con la del vidente: «Turner, cuyas concepciones son gloriosas, su conocimiento inescrutable, su poder único, . . . ha sido enviado como un profeta de Dios para desvelar a los hombres los misterios del universo, permaneciendo como el gran ángel del Apocalipsis, arropado por una nube, con un arcoíris sobre su cabeza, y con el sol y las estrellas entre sus manos» (3.264). Los críticos periodísticos atacaron esta descripción de Turner al considerarla blasfema, pero aunque Ruskin modificó gran parte del capítulo de la tercera edición en la que ésta aparecía y no utilizó este pasaje, continuó identificando a Turner con un profeta. (Sobre los ataques por parte de Blackwood y del Ateneo, véase la Edición para biblioteca de las obras de Ruskin, 3.254n y mi obra «Las revisiones de Ruskin de la tercera edición de Pintores modernos, Volumen 1», VN: 33, 1968, 13). El ángel en el sol (1852) de Turner puede ser perfectamente, como Jack Lindsay sugiere, la justificación del artista de la concepción de Ruskin y de la suya propia como artista-vidente (Turner, 213).
Además de compartir estas nociones básicas sobre el arte y el artista, ambos creyeron que la obra de Turner formaba un todo coherente, un cuerpo unificado de poesía pictórica. Las bahías de Inglaterra (1856) dan buena cuenta del «deseo intenso» de Turner «por organizar sus obras en grupos encadenados, y su intención evidente, con respecto a cada pintura, de que fuera considerada como la expresión parcial de un sistema continuo de pensamiento» (13.9). Como explica una nota dentro del quinto volumen de Pintores modernos, Ruskin recordaba la orden que Turner le dio referente a sus obras: «'Mantenlas juntas'. No parecía importarle cuánto las perjudicaba, siempre que la impronta del pensamiento permaneciera en ellas y conservaran su lugar en la secuencia que abriría la puerta de su significado» (7.434n; críticas de Evans sobre Ruskin2).
Igualmente importante fue el hecho de que Ruskin percibió y compartió las intenciones alegóricas del artista. Los hábitos mentales típicos de Turner aparecen en una anécdota que Thornbury relató:
Cuando la plancha del lugar de nacimiento de Wickcliffe se grabó para el «Yorkshire» de Whitaker, Turner, al retocar el borrador de la pintura, introdujo un estallido de luz que no estaba en el original. Ante la pregunta del grabador de por qué había hecho eso, Turner replicó, «Ése es el lugar en el que Wickcliffe nació y allí se encuentra la luz de la Reforma gloriosa». «Pero, ¿qué quieres decir con esos gansos revoloteando en un primer plano?» «¡Oh!, ésas, ésas son las viejas supersticiones que el genio de la Reforma está ahuyentando». (Lindsay en El barco del atardecer 62-63, cita este pasaje, que, a su vez, aparece en uno de los ensayos de Ann Livermore).
Esta anécdota claramente demuestra que las complejas e inesperadas intenciones simbólicas que Ruskin atribuyó a Turner no son en modo alguno, como Miss Evans cree, ajenas al artista. Otro ejemplo de los complicados métodos simbólicos y alegóricos de Turner aparece en las pinturas de Cartago y Roma. Aquí, el artista utiliza las historias de la Edad antigua para recoger tanto las falacias de la esperanza humana como el modo a través del cual la codicia y la corrupción destruyen a las naciones. Además, como Jack Lindsay ha evidenciado, los naufragios de Turner, las escenas bíblicas y otras obras, contienen a menudo elaboradas alegorías morales y políticas. (Véase por ejemplo, El barco del atardecer, 46-49).
Intrínsecamente ligado al uso de esta historia antigua, nos encontramos en Turner con el conocimiento y la aplicación de la mitología. Aunque el pintor pudo no haber conocido o no haberse inspirado en los textos concretos que Ruskin citaba en sus explicaciones, no hay duda de que Turner poseía un vasto conocimiento sobre la mitología y de que la comprendía exactamente tal y como afirmó su partidario. Según los editores de la Edición para biblioteca, gran parte del acervo de Turner sobre el mito emanaba de El diccionario clásico de Lempriere, donde se comenta: «A menudo se ha objetado que las composiciones clásicas de Turner carecían de significados mitológicos profundos, dado que Lempriere era su única fuente de inspiración. Tal crítica manifiesta una falta de familiaridad con su libro, puesto que el autor casi siempre añade a sus versiones provisionales de los mitos una interpretación, según su entender, de los significados físicos y morales» (13.108-109n). No es necesario, sin embargo, apoyar la defensa de Ruskin en el argumento de que la principal fuente de Turner, Lempriere, anticipó la complejidad de tales lecturas alegóricas sobre la mitología, puesto que de hecho, como Jerrold Ziff y Jack Lindsay han declarado, la deuda del artista con Akenside justifica el grueso de su estrecho conocimiento sobre la cultura clásica. Por ejemplo, el argumento de Himno a las náyades de Akenside explica así:
Las ninfas, que presiden los arroyos y los riachuelos, reciben un saludo al romper el día como muestra de honor por sus diversas funciones así como por las relaciones que mantienen con el mundo natural y el moral. Su origen puede ser deducido a partir de las primeras deidades alegóricas o poderes de la naturaleza, según la doctrina de los antiguos poetas mitológicos, concerniente al nacimiento de los dioses y a la eclosión de las cosas. Sucesivamente se las considera como las entidades que ponen en movimiento el aire y que alientan la brisa veraniega, que nutren y que embellecen el reino vegetal, que contribuyen a la plenitud de los ríos navegables, y consecuentemente, a la conservación del comercio, gracias al cual impulsan la parte marítima del poder militar. A continuación se representa su influencia favorable sobre la salud cuando ésta se ve asistida por el ejercicio al aire libre, lo cual introduce su vínculo con el arte de la física, y los felices efectos de los arroyos medicinales de agua mineral. Por último, son aclamadas por la verdadera amistad que les une a las musas (Citado por Lindsay, Turner, 145).
El uso de la mitología en Akenside se asemeja mucho al de Ruskin y proporciona otra fuente de ideas que el crítico atribuyó a El jardín de las Hespérides. A pesar de ser un hombre ilustrado, Turner no poseía el conocimiento de Ruskin sobre las fuentes originales clásicas, pero había tropezado con ejemplos considerables sobre el mito, no sólo en los diccionarios clásicos y en la obra de otros artistas, sino también en los poemas de Thomson, Akenside, Pope y de otros poetas dieciochescos, por lo que él también conocía a Ovidio, a Homero y otras fuentes mitológicas por medio de la traducción. De ello se deduce que ni el conocimiento ni el uso del mito que Ruskin achacó a Turner fueron bajo ningún concepto extraños para el artista.
Además, Turner, cuyas palabras finales en el lecho de muerte parece que fueron: «El sol es Dios», claramente soportan la opinión sobre la luz y el color que su principal devoto le atribuyó (Citado por Lindsay, Turner, 213). En concreto, el pintor recurrió al color con intenciones alegóricas y simbólicas precisas. El primer volumen de Pintores modernos describe el «carmesí y el escarlata» de El barco de esclavos como un juicio relativo a la culpabilidad del navío: «Faena en medio del relámpago del mar, con sus finos mástiles escritos sobre el cielo con líneas de sangre, ceñido a su condena en esta tonalidad temerosa que designa el cielo con horror, y que mezcla su corriente furibunda con la luz del sol, la cual, proyectada más allá del empuje desolador de las olas sepulcrales, enrojece el inmenso mar» (3.572). En las anotaciones a El legado de Turner señala que los versos que el artista puso como apéndice a La guerra, otra obra carmesí, «son muy importantes, al ser la única expresión verbal de la asociación mental entre el color del atardecer con el de la sangre . . . ».
'¡Ah!, tu tienda con forma de caparazón es como el campamento nocturno de un soldado, abandonado en medio de un mar de sangre — ' (13.160).
'Ah, thy tent-formed shell is like A soldier's nightly bivouac, alone Amidst a sea of blood. — ' (13.160).
Para cuando compuso el último volumen de Pintores modernos, ya había encontrado otra corroboración y explicado que «el propio signo del cielo que, auténticamente comprendido, es el tipo del amor, fue para Turner, el tipo de la muerte». El escarlata de las nubes fue su símbolo de la destrucción. En su mente fue el color de la sangre, y así lo empleó en La caída de Cartago. Nótese esto en la escritura de sus propias palabras:
Mientras, sobre las olas de occidente el sol ensangrentado, en creciente calima, auguraba la sospecha de una tormenta, y se despedía grandiosamente.
While o'er the western wave the ensanguined sun, In gathering haze a stormy signal spread, And set portentous.
«De modo que recurrió a ello en El tratante de esclavos� en Ulises, en La guerra de Napoleón y en Goldau» (7.437-438n). Como Ruskin probablemente sabía al haberse encargado de la organización El legado de Turner, el artista había establecido esta asociación entre el carmesí de la puesta de sol y la sangre tempranamente, es decir, en su libro de bosquejos entre 1806 y 1808, en el que escribió las palabras «Fuego y sangre» sobre un sol poniente (El barco del atardecer, 25).
Quizá más importante para nuestra investigación es el hecho de que ambos hombres compartieran la creencia de que la adoración a Mammon había destruido las naciones y que suponía una amenaza para Inglaterra. «¡Oh! Oro», uno de los poemas del manuscrito del artista, relaciona la «Lucha caótica, tumulto primitivo que prolifera» (101) con el amor al dinero, mientras que su pintura de la llegada de Guillermo III a Inglaterra portaba la siguiente nota: «El yate en el que su Majestad navegaba, tras muchos cambios y revisiones, fue destrozado finalmente en las arenas de Hamburgo, mientras estaba siendo reparado en Hull Trade». Lindsay señala que «incluso cuando expresa lo que considera un momento determinante para la libertad, Turner nos recuerda la torsión que desfigura los propósitos y las esperanzas de los hombres, el barco triunfante de la libertad se destruye al final como un mero instrumento de la industria» (62n). Se puede añadir que la mención a «Los armadores fruncen el ceño/tintineando su dinero» (112) en otro poema de Turner podría respaldar la interpretación de Lindsay. La indicación más clara de que Turner propugnó las actitudes de Ruskin relativas a los efectos de la codicia y del oro, aparece en los últimos versos del poema que sirvió de apéndice a El barco de esclavos: «¡Esperanza, esperanza, engañosa esperanza!/¿Dónde está tu mercado ahora?». Estamos de acuerdo con Lindsay en que esta pintura no sólo arremete contra el ya decadente negocio de los esclavos sino también contra la sociedad inglesa, una sociedad asimismo unida por el dinero circulante (51). Independientemente de que se desee o no aceptar la interpretación de esta pintura en concreto, se debe admitir que la conexión continua que Turner llevó a cabo en la secuencia de Cartago de la codicia, el lujo y la corrupción como la causa del declive nacional, alumbra que el pintor y el crítico mantuvieron las mismas actitudes morales, la misma condena de Mammon y una estimación idéntica sobre sus efectos en la era pasada y presente. Aníbal y su armada cruzando los Alpesy La decadencia de Cartago revelan, por ejemplo, que las concepciones de Turner sobre la historia y la utilización de una nación anterior como modelo para Inglaterra, encajan precisamente con las creencias y con los métodos de Ruskin tanto en Las piedras de Venecia como en su lectura de El jardín de las Hespérides.
Como desenlace, Ruskin detectó agudamente el sentido de aislamiento de Turner, su falta de fe, su pesimismo y su aflicción ante la belleza marchitada. El sentido de soledad que Ruskin tanto enfatizó en el último volumen de Pintores modernos aparece, por ejemplo, en estos versos que el artista dirigió a un mundo hostil:
Deja que mis obras sobrevivan al hacedor que te las lega porque sé muy bien que donde nuestras posesiones concluyen tu elogio comienza; pocos serán los que tejan guirnaldas florales para las sienes del poeta, hasta que éste yazca ahí abajo en su angosta morada con los gusanos (127).
Let my works
Outlive the maker who bequeaths them to thee
For well I know where our possessions end
Thy praise begins few there be who weave
Wreaths for the Poet ('s) brow, till he is laid
Low in his narrow dwelling with the worm. [127]
Aunque, como constató en otro poema, el arte «reclama . . . los pasos fugaces del despilfarro/del oscuro olvido» (128), Turner se dio cuenta de que el mundo, con demasiada frecuencia, presta muy poca atención al arte que agasaja con tales obsequios, lamentándose de la transitoriedad de la nobleza y la hermosura: su pintura de El temerario, por ejemplo, transmite este sentido de la pérdida, este sentido de la muerte de la nobleza, mientras sus versos «Sobre la demolición de la casa del Papa en Twickenham» se quejan de que su nación también se ha olvidado con rapidez de honrar al «British Maro» (117).
Quizá el único punto importante sobre el que se puede reprochar a Ruskin sus interpretaciones de Turner sea que no acentúen adecuadamente las alegorías políticas encubiertas del artista. Según una obra reciente de Lindsay y John McCoubrey, Turner se implicó en los acontecimientos políticos contemporáneos, incluidos las Guerras napoleónicas y los proyectos de reforma parlamentaria. Mucho más republicano que su crítico, Turner habla de la batalla perpetua entre la libertad y la tiranía.3 A pesar de la especificidad de los comentarios sobre cuestiones coetáneas que Ruskin llegó a percibir, Turner, que a menudo hermana sus alegorías políticas con sus ataques a Mammon, suele desembocar en posturas similares a las de Ruskin. Otro punto divergente, acaso, es que Turner pudo no haber desarrollado sus comentarios elaborados sobre la sociedad y la política hasta 1812, mientras que Ruskin interpretó las pinturas exhibidas en 1806 y en 1811 (60). El último volumen de Pintores modernos, por supuesto, aborda Apolo y Pitón y El jardín de las Hespérides como pinturas que marcan una próxima transformación en el arte de Turner, y es por ello bastante probable, aunque no seguro, que Ruskin pudiera haber anticipado las obras alegóricas de Turner, leyendo en las anteriores los temas y métodos posteriormente plasmados. Aunque Ruskin pudo posiblemente haber leído en profundidad estas pinturas particulares, no cabe duda de que comprendió perfectamente los propósitos y métodos de Turner, y de que Turner encontró en Ruskin el mejor intérprete y defensor que ningún otro artista hubiera tenido la buena fortuna de imaginar.
Modificado por última vez el 27 de julio de 2005; tracidio el 4 de marzo de 2011