[“Signos de los tiempos” apareció originalmente en La revista de Edimburgo. Este texto procede del tercer volumen de Las obras reunidas de Thomas Carlyle. 16 volúmenes. Londres Chapman y Hall, 1858. El texto ha sido escaneado, convertido al lenguaje HTML y vinculado a otros documentos de la Victorian Web por George P. Landow. Los estudiantes de la Universidad de Brown añadieron más de cuarenta anotaciones al texto en marzo y abril de 2009] .

[*** = solo disponsible en inglese. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]

No es buen síntoma que naciones ni individuos se adentren en demasiados vaticinios (vaticination). Los hombres felices viven plenamente en el presente, siendo la abundancia de este tiempo suficiente para ellos, así como para los hombres sabios, a quienes los deberes del momento los mantienen comprometidos. Nuestro gran cometido no consiste indudablemente en ver aquello que reside tenuemente en la distancia, sino en trabajar en lo que se encuentra claramente a nuestro alcance.

¿Conoces el Ayer, su propósito y sentido?;

¿Trabajaste eficientemente Hoy en lo meritorio?

Espera calmadamente la estación oculta del Mañana,

No necesitas temer lo que ocurra ni lo que pueda traer consigo.

Pero el “extenso discurso de la razón” del hombre volverá su vista “al antes y al después” e impaciente ante “el ignorante tiempo presente” se complacerá en la anticipación mucho más que en los beneficios derivados de ello. Rara vez puede el infeliz ser persuadido de que el mal del día es suficiente, y el ambicioso no se contentará con el esplendor presente, sino que pintará triunfos aún más gloriosos en la cortina de nubes del futuro.

Sin embargo, es todavía peor en el caso de las naciones, puesto que aquí los profetas no son uno, sino muchos, y cada uno incita y confirma al otro, de modo que la furia fatídica (fatidical fury) se extiende más y más hasta que finalmente incluso Saúl (Saul) debe unirse a ella. Y esto es debido a que, con todo, existe una magia real en la acción y en la reacción que las mentes ejercen las unas sobre las otras. El delirio casual de unos pocos se convierte, mediante esta reverberación misteriosa, en el frenesí de muchos, y así, los hombres pierden el uso, no sólo de su entendimiento, sino de sus sentidos corporales, mientras los corazones más obstinados en su descreencia se funden, análogamente al resto, en el horno donde todos son arrojados como víctimas y como combustible. Es doloroso pensar que esta noble omnipotencia de la compasión (Sympathy) haya sido en contadas ocasiones la vara de Aarón (Aaron's-rod) de la Verdad y la Virtud, y con tanta asiduidad ¡la vara del encantador de la perversidad y la locura! Ningún villano solitario, apenas ningún maníaco solitario, se aventuraría en semejantes acciones e imaginaciones como las que las vastas comunidades de hombres cuerdos han considerado sensata sabiduría en tales circunstancias. ¡Sé testigo de las largas escenas de la Revolución francesa (French Revolution) en estos tiempos recientes! La ligereza no protege de tales fatalidades arribadas como castigo, ni de la seriedad más absoluta de carácter. El puritano de Nueva Inglaterra [98/99] quema a las brujas (burns witches), forcejea durante meses con los horrores del mundo invisible de Satán y con todos los espantosos fantasmas, los precursores del Juicio final, cada día y cada hora. Luego, repentinamente se da cuenta de que está desesperado, llora amargamente, ora contritamente y la historia de esa estación tenebrosa queda tras él cual sueño pavoroso.

La antigua Inglaterra también ha tenido su ración de semejante histeria y pánico, aunque felizmente, como otras viejas enfermedades, se ha suavizado últimamente, por lo que los días desde Titus Oates han transcurrido mayoritariamente sin la pérdida de vidas humanas, o de hecho, sin otra pérdida más notable que la de la razón de aquellos que lo sufrieron en tal época. En esta forma mitigada, no obstante, el mal humor tiene una recurrencia bastante regular y puede reconocerse a intervalos como otras fatalidades naturales, de manera que los hombres razonables tienen que vérselas con él igual que los londinenses con la niebla marchan cautelosamente hacia la multitud que avanza a tientas y portan pacientemente linternas al mediodía sabiendo mediante una fe bien fundada, que el sol todavía existe y que un día reaparecerá. ¿Con cuánta frecuencia hemos escuchado en los últimos cincuenta años que el país estaba destruido y que se estaba hundiendo raudamente?, mientras que hasta la fecha sigue entero y a flote. El “Estado en peligro” es una fase de las cosas que hemos atestiguado cientos de veces, y en cuanto a la Iglesia, rara vez ha estado fuera de “peligro” desde que tenemos memoria.

Todos los hombres son conscientes de que el presente es una crisis de este tipo y de por qué ha llegado a serlo. Tras la revocación de las Leyes de pruebas (Test Acts) y las desventajas católicas (Catholic disabilities), se ha golpeado a muchos de sus admiradores con un estupor indescriptible. Estas cosas parecían fijas e inamovibles, tan arraigadas como los cimientos del mundo, y ¡ved aquí que en un momento se han desvanecido y que su lugar no sabe más de ellas! Nuestros dignos amigos equivocaron el somnoliento Leviatán (Leviathan) con una isla, dada la frecuencia con la que se les ha asegurado que la intolerancia fue y no podría sino ser un monstruo, y así, echando amarras en los sedimentos, han anclado confortablemente en su corteza escamosa, pensando en estar alegres, como durante algún espacio lo hicieron. Pero ahora su Leviatán se ha zambullido súbitamente por debajo, y ya no pueden sujetarse a la corriente del tiempo, sino que deben ir a la deriva de éste, incluso como el resto del mundo: pensamos que no es un destino sobrecogedor si sólo pudieran comprenderlo, lo cual, sin embargo, todavía lo harán por un tiempo. Su pequeña isla se ha ido, se ha hundido en lo profundo en medio de confusos remolinos, y ¿qué queda en el universo por lo que merezca la pena preocuparse? ¿Qué significa para ellos el que los grandes continentes de la tierra aún permanezcan, y que la estrella polar y todas nuestras estrellas de los cielos aún estén brillando y sean eternas? Su querido y reducido refugio se ha ido y no hay consuelo para ellos. Y por consiguiente, día tras día, se envían las predicciones más lúgubres a través de todo tipo de publicaciones periódicas o perennes [99/100]. El rey ha abdicado prácticamente, la Iglesia es una viuda sin bienes parafernales (jointure), el principio público está ausente, la honestidad privada está desapareciendo, la sociedad, en resumidas cuentas, está derrumbándose rápidamente en pedazos y un tiempo puramente maligno nos ha sobrevenido.

En semejante periodo, se esperaba que el furor de la profecía se encendiera más de lo normal. En consecuencia, los Milenaristas (Millennarians) han aparecido en la derecha y los profetas no religiosos exaltados (Millites) en la izquierda. La profecía bíblica de los hombres de la quinta monarquía (Fifth-monarchy men) y los Utilitarianistas (Utilitarians) de Bentham. Una anuncia que el último de los sellos va a abrirse (the last of the seals is to be opened) y la otra nos asegura que “el principio que da la mayor felicidad” es aquel que transforma la tierra en el cielo, en un tiempo aún más breve. Conocemos demasiado bien estos síntomas como para pensar que sea necesario o seguro interferir en ellos. El tiempo y las horas aliviarán todas las facciones. El gran fomentador del sonido délfico o de otros es el Eco. Abandonados a sí mismos, se disiparán en cuanto puedan y se extinguirán en el espacio.

Entre tanto, admitimos asimismo que el presente es un tiempo importante, como todo tiempo presente lo es por necesidad. El día más pobre que pasa por encima de nosotros es la confluencia de dos eternidades, está constituido de corrientes que manan del pasado más remoto y que fluyen adelante hacia el futuro más distante. Seríamos realmente sabios si pudiéramos discernir verdaderamente los signos de nuestro propio tiempo, y mediante el conocimiento de sus carencias y ventajas, ajustar con tino nuestra propia posición en él. En vez de mirar fija y perezosamente en la oscura distancia, miremos calmadamente a nuestro alrededor, durante un intervalo, a la escena desconcertante en la que nos encontramos. Quizá, tras una inspección más seria, algo de su desconcierto desaparezca, algunos de sus rasgos característicos y sus tendencias más profundas se revelen más claramente, por medio de lo cual también pueda nuestra relación particular con ello, nuestros verdaderos propósitos y esfuerzos, tornarse más nítidos.

Si se nos pidiera caracterizar esta nuestra época mediante un solo epíteto, nos sentiríamos tentados a llamarla no una época heroica, devocional, filosófica o moral, sino, por encima de todas ellas, la Edad mecánica. Es la era de la maquinaria, en todo el sentido interno y externo de la palabra, la era que con todo su poder indiviso, propicia, enseña y practica el gran arte de adaptar los medios a los fines. Hoy en día, nada se hace directamente o a mano, ya que todo se crea mediante fórmulas y estrategias calculadas. Para la operación más sencilla tenemos a nuestra disposición algunas ayudas y complementos, algún proceso astuto que puede abreviarla. Todos nuestros antiguos modos ejecutorios han sido desacreditados y desechados. Se expulsa al artesano vivo de su taller para hacer un hueco a las manos inanimadas, más veloces. La lanzadera cae de los dedos del tejedor (The shuttle drops from the fingers of the weaver) para pasar a unos dedos férreos que la emplean más rápido. El navegante enrolla su vela y abandona su remo [100/101], alentando a un siervo fuerte, inagotable, que marcha sobre alas vaporosas, para que lo conduzca a través de las aguas. Los hombres han cruzado los océanos mediante barcos de vapor, el Birmingham Fire-king ha visitado el fabuloso Oriente, y el genio del Cabo Verde, si hubiera algún Luis de Camoens (Camoens) ahora que pudiera rendirle cantos, se ha sentido nuevamente alarmado ante los truenos, más extraños que los de Vasco de Gama (Gamas). La maquinaria no tiene fin. Incluso el caballo ha sido despojado de su arnés y ha encontrado un raudo tren de vapor (a fleet fire-horse) en su lugar. Más aún, tenemos un artista que incuba pollitos mediante el vapor, ¡y la misma gallina clueca será reemplazada! Para todos los propósitos mundanos y para algunos no mundanos, tenemos máquinas y adelantos mecánicos: para picar en trozos los repollos, para sumergirnos en un sueño magnético. Removemos montañas y hacemos de los mares carreteras lisas, nada se nos puede resistir. Guerreamos con la ruda naturaleza y, con nuestros motores que no oponen resistencia, siempre salimos victoriosos, cargados de botines.

¡Qué logros se han conseguido así, y se siguen consiguiendo para el poder físico de la humanidad!; ¡La mejora actual o futura en la alimentación, el vestido, la vivienda y la adaptación de los hombres en todos los aspectos externos gracias a una cantidad dada de trabajo, constituye una reflexión gratificante que emerge en cada uno de nosotros! También, los cambios que este acrecentamiento de poder está introduciendo en el sistema social, cómo la riqueza se ha incrementado cada vez más, y simultáneamente se ha concentrado más y más en torno a las masas, alterando extrañamente las antiguas relaciones. Así, el aumento de la distancia entre los ricos y los pobres será una cuestión para los economistas políticos y un asunto mucho más complejo e importante que cualquiera con los que hasta ahora se han comprometido.

Pero dejando estos temas para el presente, observemos cómo el genio mecánico de nuestro tiempo se ha diseminado en otras provincias. No sólo la maquinaria manipula ahora lo externo y lo físico, sino también lo interno y lo espiritual. Aquí también nada sucede según su curso espontáneo, y no hay lugar para que los antiguos métodos naturales puedan realizarlo. Todo posee sus herramientas hábilmente ingeniadas, sus aparatos preestablecidos, y no se hace a mano, sino mediante máquinas. Así, tenemos máquinas para la educación: la máquinas de Joseph Lancaster, las de Hamilton (Lancastrian machines; Hamiltonian machines), monitores, mapas y emblemas. La instrucción, la comunión de la sabiduría con la ignorancia, ha dejado de ser un proceso indefinido y provisional que requiere un estudio de las aptitudes individuales y una variación perpetua de los medios y los métodos con el propósito de lograr el mismo fin, para ser un negocio seguro, universal y directo que un intelecto como el que tenemos ha de dirigir en bruto, mediante el mecanismo adecuado. Después, tenemos máquinas religiosas de todas las variedades imaginables. Investigando, nos encontramos con que la Sociedad bíblica (Bible-Society), que profesa una estructura superior y celestial, es una estrategia completamente terrenal, sustentada mediante colectas de dinero, el fomento de vanidades, intrigas y trucos, una máquina para convertir a los paganos. Es lo mismo en todos los otros departamentos. ¿Tiene algún hombre o alguna asociación de hombres una verdad que emitir, algún trabajo espiritual que hacer? De ningún modo pueden proceder inmediatamente y con los meros órganos naturales, sino que primeramente deben convocar una reunión pública, nombrar delegaciones, publicar folletos informativos, tener una cena pública…, simplificando, construir o tomar prestadas máquinas con las que hablar y hacerlo. Sin éstas, se sienten desesperanzados, desvalidos, una colonia de tejedores hindúes ocupando ilegalmente el corazón de Lancashire. Nótese también, cómo cada máquina debe poseer su poder movilizador en algunas de las corrientes más vigorosas de la sociedad; cada secta que se encuentra entre nosotros, por pequeña que sea, los Unitarianos, los Utilitaristas, los Anapabtistas (Anabaptists), los Frenologistas debe tener su revista periódica, bien mensual o trimestral, ondeando la harina molida para la sociedad como su molino de viento en el popularis aura.

Asimismo, la fuerza natural sirve de poco a los individuos. Ninguno de ellos espera ahora que la más pobre de las empresas alcance éxito sin ayuda de nadie y sin asistencias mecánicas. Debe generar intereses con alguna sociedad existente y arar su campo privado con los bueyes de ésta. En estos tiempos, más enfáticamente que nunca, “vivir significa unirse a un partido o fundar uno”. La filosofía, la ciencia, el arte, la literatura, todos dependen de la maquinaria. Ningún Newton, meditando silenciosamente, puede descubrir ahora cómo el mundo opera viendo caer una manzana (falling of an apple), pero algún otro bastante diferente a Newton, permanece junto a él en su Museo, su Institución científica, y tras las colecciones de retortas, autoclaves y pilas galvánicas “interroga a la naturaleza” imperativamente, quien sin embargo, no muestra ninguna premura en responder. A falta de Rafaeles, Miguel Ángeles y Mozarts, tenemos Academias reales (Royal Academies) de pintura, escultura, música, por las cuales los espíritus lánguidos del arte se pueden robustecer igual que con la dieta más generosa de una cocina pública. La literatura también tiene un mecanismo semejante al de la calle “Padrenuestro”*, sus cenas de empresa, sus cónclave editoriales y sus berridos profundamente subterráneos y jadeantes, de modo que la maquinaria no sólo imprime los libros, sino que, en gran medida, los escribe y los vende. La cultura nacional, el beneficio espiritual de todos los tipos, está sujeta a la misma gestión. Ninguna reina Cristina (Queen Christina), en estos tiempos, necesita mandar buscar a su Descartes, ningún rey Federico a su Voltaire (King Frederick for his Voltaire) y dolorosamente, alimentarlo con pensiones y con halagos: cualquier soberano con gusto, que desee ilustrar a su pueblo, sólo tiene que fijar un nuevo impuesto y con los ingresos establecer Institutos filosóficos. De ahí las Sociedades reales e imperiales, las bibliotecas, Gliptotecas (Glyptothèques), Tecnotecas que nos desafían en todas las capitales, al igual que tantas colmenas perfectamente acabadas, ante las cuales se espera que las extraviadas agencias de la sabiduría se apiñen de mutuo acuerdo para formar una colmena y fabricar miel. De igual modo [102/103], entre nosotros, cuando se piensa que la religión está declinando, sólo tenemos que votar por medio millón de ladrillos y de cemento y construir nuevas iglesias. Parece que en Irlanda han ido incluso más allá, fundando realmente una ¡Sociedad purgatoria por un penique semanal! (Purgatory-Society). Así, el genio de la Mecanicidad permanece con nosotros ayudándonos en todas las dificultades y emergencias, soportando en su espalda de hierro todas nuestras cargas.

*(N. del T.: En el texto original se habla de “Paternoster-row”, aludiendo a una calle del Londres medieval donde los sacerdotes de la Catedral de San Pablo solían rezar el Padrenuestro).

Estas cosas que comentamos aquí a la ligera tienen sin embargo un significado profundo e indican un cambio poderoso en nuestra manera global de vivir, puesto que el mismo hábito no sólo regula nuestros modos de acción, sino los de pensamiento y sentimiento. Los hombres se han mecanizado en intelecto y en corazón, así como en sus manos. Han perdido fe en el esfuerzo individual y en la fuerza natural de cualquier clase y no conservan esperanzas ni luchan por la perfección interna, sino por las combinaciones y disposiciones externas, instituciones, constituciones, para el mecanismo de un estilo o de otro. Todos sus denuedos, vínculos, opiniones, se vuelven hacia el mecanicismo y poseen un carácter mecánico.

Podemos rastrear esta tendencia en todas las grandes manifestaciones de nuestra época: en su aspecto intelectual, en los estudios que más favorece y en su manera de conducirlos, en sus aspectos prácticos, su política, arte, religión, moral; en todas las fuentes y a través de todas las corrientes de su actividad espiritual, no inferior a la material.

Considérese, por ejemplo, el estado de la ciencia en general en Europa durante este periodo. Desde todos los ángulos se admite que las ciencias metafísicas y morales están decayendo, mientras que las físicas están cada día concentrando más respeto y atención. En la mayoría de las naciones europeas no existe ahora tal cosa como la ciencia de la mente, sólo más o menos cierto avance en la ciencia global o en las ciencias especiales de la materia. Los franceses fueron los primeros en desertar de la metafísica, y aunque recientemente han querido revivir su escuela, ésta no presenta signos de vitalidad. La tierra de Malebranche, Pascal, Descartes, Fenelón, únicamente tiene ahora sus Cousins y Villemains (Cousins and Villemains)*, mientras en el departamento de física, se consideran muchos más nombres. Entres nosotros, la filosofía de la mente, tras una infancia raquítica que nunca alcanzó el vigor de la virilidad, entró repentinamente en decadencia, languideció y finalmente se extinguió, con su último y amable cultivador, el profesor Stewart. En ninguna nación, a excepción de Alemania, se ha llevado a cabo esfuerzo alguno que haya sido decisivo en la ciencia psicológica, por no hablar de ningún resultado concluyente. En definitiva, la ciencia de la época, es física, química, fisiológica y en todas sus formas, mecánica. Nuestras matemáticas favoritas, el exponente altamente apreciado de todas estas otras ciencias, se han ido convirtiendo también en algo más y más mecánico. [103/104] La excelencia en lo que se llama sus departamentos más encumbrados depende menos del genio natural que de la pericia adquirida para empuñar su maquinaria. Sin menospreciar los maravillosos resultados que un Lagrange o un Laplace deducen mediante ésta, podemos comentar que sus cálculos, diferenciales e integrales, suponen un poquito más que una fábrica aritmética astutamente construida donde los divisores, una vez introducidos, están por así decirlo, fundamentados en el producto verdadero, ocultos y sin otro esfuerzo por nuestra parte que el de un giro firme de la manilla. Tenemos más matemáticas que nunca, pero menos erudición matemática. Arquímedes y Platón no podrían haber leído la mecánica celeste (Mécanique Céleste), ni tampoco el Instituto francés sería capaz de ver nada en el dicho, “¡Dios geometriza!”, salvo una pedantería sentimental.

*(N. del T.: Carlyle alude al filósofo francés Victor Cousin (1792-1867) y al político y escritor francés Abel-François Villemain (1790-1870).

Más aún, la totalidad de nuestra metafísica en sí misma, desde la época de Locke hasta ahora, ha sido física, no una filosofía espiritual, sino material. La estimación singular en la que se tuvo durante tanto tiempo a su Ensayo como una obra científica (una valoración fundada, de hecho, en el carácter estimable del hombre) se interpretará un día como un curioso indicio del espíritu de aquellos momentos. La integridad de su doctrina es mecánica en su objetivo, origen, método y resultados. No es una filosofía mental, sino una mera discusión concerniente a la génesis de nuestra conciencia o ideas, o como quieran llamarse; una historia genética de lo que vemos en la mente. Los grandes secretos de la necesidad y de la voluntad, de la dependencia vital o no vital de la razón sobre la materia, de nuestras relaciones misteriosas con el tiempo y el espacio, con Dios, con el universo, no se han abordado en lo más mínimo en estas investigaciones, y no parecen guardar la más ligera conexión con ellas.

La última serie de nuestros metafísicos escoceses tenía una vaga noción de que gran parte de esto era erróneo, pero no sabían cómo enderezarlo. La escuela de Reid adoptó también desde un principio un rumbo mecánico, porque no veía otro. Las conclusiones singulares a las que Hume, partiendo de las premisas admitidas de estos metafísicos, estaba llegando, motivaron el alumbramiento de esta escuela, y sus miembros dejaron libre al instinto, como un perro peligroso poco juicioso, para que les protegiera de estas conclusiones. Tiraron fuertemente de la cadena lógica mediante la cual Hume les estaba remolcando fríamente, así como al mundo, hacia los abismos insondables del Ateísmo y del Fatalismo. Pero en cierto modo la cadena se rompió entre ambas facciones y el problema es que ahora nadie se preocupa por ninguno, mucho más que lo puedan hacer por los trabajos contemporáneos de Hartley, Darwin, o Priestley en Inglaterra. Se pensaría que las vibraciones y las ligeras agitaciones de Hartley fueron bastante materialistas y mecánicas, pero nuestros vecinos continentales han ido inclusive más allá. Uno de sus filósofos ha descubierto recientemente que “en la medida en la que el hígado secreta la bilis, el cerebro secreta el pensamiento”, un descubrimiento asombroso que el doctor Cabanis [104/105], aún más recientemente en sus Relaciones entre lo físico y lo moral del hombre, ha llevado hasta un desarrollo de lo más circunstanciado. La filosofía metafísica de este último investigador no es para nada ni tenebrosa ni insustancial, ya que deja claramente al descubierto nuestra estructura moral con sus cuchillos de disección y sus probetas reales de metal, exhibiéndola ante la inspección de la humanidad, mediante microscopios Leuwenhoek, y ante la inflación del soplete anatómico. Se inclina a sostener que es el cerebro el que sigue secretando el pensamiento, pero luego, que la poesía y la religión (y merece verdaderamente la pena saberlo) son “¡un producto del intestino delgado!”. Admiramos enormemente a este doctor erudito, el estoicismo científico con el que se pasea por la tierra de los prodigios, sin asombrarse en absoluto, como un sabio por medio de la imponente y ostentosa zona londinense de Vauxhall, donde la gente vulgar puede disfrutar y creer en sus fuegos artificiales, cascadas y sinfonías, pero donde no encuentra nada real salvo salitre, cartón y cuerdas de tripa de gato. Su libro puede considerarse como el ultimátum a la metafísica mecánica de nuestro tiempo, la materialización extraordinaria de lo que en Martinus Scriblerus era todavía una idea, que “de igual modo que la fruta hindú de Jack tenía la cualidad de asarse como la carne, así también el cuerpo poseía la cualidad del pensamiento”, punto fuerte sobre el cual los eruditos de Nuremberg construirían un hombre de madera y de cuero, “capaz de razonar igual que la mayoría de los párrocos de la región”. Vaucanson fabricó realmente un pato de madera que parecía comer y hacer la digestión, pero aquel atrevido proyecto de los de Nuremberg quedó pendiente para un virtuoso más moderno.

Esta condición de los dos grandes departamentos del conocimiento, el externo, exclusivamente cultivado en base a principios mecánicos, el interno, finalmente abandonado porque se descubrió que cultivado sobre tales principios no generaba ningún resultado, basta para indicar el sesgo intelectual de nuestro tiempo y su disposición omnipresente hacia semejante línea investigadora. Efectivamente, la persuasión interna se ha ido haciendo más difusa a lo largo del tiempo, y de vez en cuando incluso se manifiesta en la expresión de que, con excepción de lo externo, no existen las ciencias verdaderas, que nuestro único camino concebible hacia el mundo interior (si es que hay alguno) pasa por el exterior; simplificando, que lo que no se puede investigar ni comprender mecánicamente, no se puede investigar ni comprender en absoluto. Llamamos especialmente la atención sobre estas inclinaciones intelectuales como síntomas destacados de nuestra era, porque la opinión siempre se relaciona doblemente con la acción, primero como causa, luego como efecto, y la tendencia especulativa de nuestra época nos proporcionará en general y por consiguiente, las mejores indicaciones de su predisposición práctica.

En ninguna parte, por ejemplo, la fe profunda, casi exclusiva que tenemos en la Mecanicidad, es más visible que en la política de nuestro tiempo. El gobierno civil incluye por naturaleza mucho de lo mecánico y debe tratarse en conformidad. Lo denominamos de hecho, en el lenguaje ordinario [105/106], la Máquina de la sociedad, y hablamos de él como de la gran rueda trabajadora de la que deben derivar todas las máquinas privadas, o a la que deben adaptar sus movimientos. Considerado meramente como una metáfora, todo esto está muy bien, pero aquí, como en tantos otros casos, “la espuma se endurece hasta convertirse en una cáscara” y la sombra que hemos evocado injustificadamente permanece terrible ante nosotros y no se marchará aunque le invitemos a hacerlo. El gobierno incluye mucho también de lo que no es mecánico y no puede abordarse mecánicamente, siendo esta última verdad, tal como se presenta ante nosotros, la que menos y menos comprenden las especulaciones políticas y los esfuerzos de nuestra época.

No, en un principio, podríamos notar el poderoso interés prestado a las meras componendas políticas, en sí mismas el signo de una era mecánica. El descontento generalizado de Europa toma esta dirección. El grito profundo y vigoroso de todas las naciones civilizadas, un clamor que ahora todo el mundo ve, debe contestar y contestará, es: ¡Dadnos una reforma gubernamental! Una buena estructura legislativa, una revisión correcta del Ejecutivo, una organización sapiente de lo judicial, es todo lo que falta para la felicidad humana. El filósofo de esta época no es un Sócrates, un Platón, un Hooker o un Taylor que inculca a los hombres la necesidad y el valor infinito de la bondad moral, la gran verdad de que nuestra felicidad depende de la mente que está en nuestro interior, y no de las circunstancias externas a nosotros. Sino un Smith, un De Lolme, un Bentham que inculca principalmente todo lo contrario: que nuestra felicidad se basa completamente en las circunstancias circundantes y no que la fuerza y la dignidad mental dentro de nosotros es en sí misma la criatura y la consecuencia de éstas. Si las leyes y el gobierno estuvieran en buen estado, todo iría bien para nosotros, ¡el resto se solucionaría solo! Los que disienten de esta opinión, expresada o implícita, son difíciles de encontrar ahora. A pesar de que los hombres difieren en su aplicación, todos admiten este principio.

Asimismo, mecánicos y de igual simplicidad, son los métodos propuestos por ambas partes para completar o asegurar esta perfección organizativa autosuficiente. Nuestra preocupación ya no es la condición moral, religiosa y espiritual de la gente, sino su condición física, práctica y económica, tal y como las leyes públicas la regulan. Así, se rinde culto y afecto al cuerpo político más que nunca, pero al alma de la política menos que nunca. El amor al país, en cualquier sentido elevado o generoso, en cualquier otro sentido que en un sentido casi animal o como mero hábito, guarda poca importancia ligada a él en semejantes reformas o en la oposición manifestada ante las mismas. Los hombres han de guiarse sólo por sus propios intereses. El buen gobierno es un buen equilibrio de éstas, y con la excepción de un ojo y de un apetito penetrante hacia el egoísmo, no requiere ninguna virtud en ningún sector. Para ambos grupos constituye enfáticamente una máquina: para los descontentos, “una máquina de impuestos” para los contentos [106/107], una “máquina aseguradora de propiedad”. Sus deberes y defectos no son los de un padre, sino los de un policía activo de la parroquia.

Así, es cómo por medio del simple estado de la máquina, preservándola intocable o si no, reconstruyéndola y engrasándola de nuevo, la salvación del hombre como ser social se puede asegurar e indefinidamente promover. Urde correctamente el tejido de la ley, y sin esfuerzos añadidos por tu parte, ese espíritu divino de la libertad que todos los corazones veneran y anhelan, llegará por sí mismo a habitarlo, y bajo sus alas sanadoras cada influencia nociva se marchitará, cada influencia buena y saludable se expandirá cada vez más. Más aún, somos tan devotos a este principio y simultáneamente tan curiosamente mecánicos que un nuevo negocio, especialmente fundado sobre ello, ha emergido entre nosotros bajo el nombre de “codificación” o elaboración de códigos en abstracto. Por medio de éste, cualquier persona, por cualquier consideración razonable, puede acomodarse a un código patentado mucho más fácilmente que los individuos curiosos con pantalones patentados, puesto que no se necesita previamente tomar medidas a la gente.

Para nosotros que vivimos en el meollo de todo esto y que vemos continuamente la fe, la esperanza y la práctica de cada uno fundarse en la Mecanicidad de un tipo o de otro, es normal que nos parezca bastante natural, y como si no pudiera haber sido de otro modo. No obstante, si recordamos o reflexionamos un poco, nos encontraremos tanto con que ha sido como con que podría volver a ser de otra manera. El ámbito de la Mecanicidad, que alude por consiguiente a organismos políticos, eclesiásticos o de otro tipo social, se consideró una vez como envolvente y estamos convencidos de que en cualquier momento puede abarcar una porción limitada de los intereses humanos, pero bajo ningún concepto, la porción más sublime.

Hablando un poco pedantemente, existe una ciencia de la Dinámica en las fortunas y la naturaleza del hombre, así como de la Mecánica. Hay una ciencia que trata de y que prácticamente aborda las inmodificables fuerzas primarias y las energías del hombre, los orígenes misteriosos del amor, el miedo, la sorpresa, el entusiasmo, la poesía, la religión, todos aquellos que poseen un carácter verdaderamente vital e infinito; así como una ciencia que esencialmente se concentra en lo finito, en la modificación de sus desarrollos, cuando asumen la forma de “motivos” inmediatos como esperanza de recompensa o como temor ante el castigo.

Ahora bien, es cierto que en épocas anteriores los sabios, los amantes ilustrados de esta índole de hombres que generalmente se mostraban como moralistas, poetas o sacerdotes, estudiaron, sin abandonar el dominio mecánico, principalmente lo dinámico, aplicándose fundamentalmente a regular, aumentar y purificar los poderes internos primarios del individuo, imaginando que allí residía la dificultad esencial y el mejor servicio que podían emprender. Pero en nuestra era se ha puesto de manifiesto una divergencia mayor. Ahora, éstos aparecen como filósofos políticos, focalizan exclusivamente sobre el ámbito de la Mecánica y ocupándose de calcular y estimar los motivos de los hombres, se afanan mediante comprobaciones curiosas, reconciliaciones, y otros ajustes de beneficios y pérdidas para que les guíen hasta su verdadera ventaja, mientras, desafortunadamente, estos mismos “motivos” resultan ser tan innumerables y tan variables para cada individuo que ninguna conclusión auténticamente útil puede alguna vez extraerse a partir de su enumeración. Pero aunque la Mecanicidad, sabiamente ingeniada, ha hecho mucho por el hombre desde un punto de vista social y moral, no podemos estar convencidos de que haya sido siempre la fuente principal de su valor o felicidad. Considérense los grandes elementos del disfrute humano, los logros y posesiones que exaltan la vida del hombre hasta su altura presente, y véase qué parte de éstos se debe a las instituciones, al mecanismo de cualquier laya, y cuál a la fuerza instintiva y desmesurada que la naturaleza por sí misma le presta y que aún sigue con él. ¿Veremos por ejemplo que la ciencia y el arte están principalmente en deuda con los fundadores de las escuelas y universidades? ¿La ciencia no se originó más bien, y se desarrolló, en los cuartos privados de los Roger Bacon, los Kepler, los Newton, en los talleres de los Faustos, y los Watts? ¿En dónde y bajo qué aspecto la naturaleza, desde los primeros tiempos hasta ahora, ha enviado un espíritu dotado sobre la tierra? Nuevamente, ¿fueron Homero y Shakespeare miembros de cualquier gremio con beneficios, o se convirtieron en poetas gracias a esto? ¿Fue la premeditación la que creó la pintura y la escultura, viniendo al mundo por medio de instituciones destinadas a este fin? No, la ciencia y el arte han sido, desde el principio hasta el final, el libre regalo de la naturaleza, un don no solicitado e inesperado, con frecuencia fatal. Estas cosas surgieron, por así decirlo, por generación espontánea en la tierra libre y en el sol de la naturaleza. No fueron plantados ni injertados, ni incluso multiplicados con creces o perfeccionados por la cultura o el abono de las instituciones. En general, sólo han conseguido con esto una ayuda parcial, y con demasiada frecuencia, han sufrido los daños. Redactaron las constituciones por sí mismos. Se originaron en la naturaleza dinámica del hombre, no en su condición mecánica.

O si tomamos como ejemplo uno infinitamente elevado, el de la Religión cristiana, que, bajo cada teoría, en la mente creyente o descreída, debe considerarse siempre como la gloria suprema o más bien como la vida y el alma de toda nuestra cultura moderna: ¿Cómo surgió el Cristianismo y se extendió en el extranjero entre los hombres? ¿Fue por medio de las instituciones, los organismos y los sistemas mecánicos bien organizados? No tanto; por el contrario, en todas las instituciones pasadas y existentes para tales fines, se ha encontrado invariablemente que su espíritu divino languidece y decae. Emergió en las profundidades místicas del alma humana y se difundió fuera mediante la predicación de la palabra, “mediante esfuerzos completamente naturales e individuales, y fluyó, como fuego santificado, [108/109] de corazón a corazón, hasta que todos fueron purificados e iluminados por medio de él, y su luz celestial brilló como todavía brilla, y (como sol o estrella) resplandecerá por siempre sobre los destinos totalmente oscuros del hombre. Aquí tampoco hubo ninguna Mecanicidad y el logro más excelso del individuo se consumó dinámicamente, no mecánicamente. Aún más, nos aventuraremos a decir que ningún éxito elevado, que ni incluso ningún movimiento de largo alcance entre los hombres, se consiguió alguna vez de otro modo. Por extraño que pueda parecer si leemos la historia con un grado de reflexión profunda, veremos que los cheques y los saldos de beneficios y pérdidas nunca han sido los grandes agentes en los hombres, que nunca se han despertado a los esfuerzos profundos, exhaustivos y omnipresentes mediante cualquier panorama computable de beneficios y pérdidas para cualquier objeto visible y finito, sino siempre para algún propósito invisible e infinito. Hablando comercialmente, las Cruzadas tomaron su auge en la Religión, careciendo su mira de valor. Fue el mundo invisible ilimitado el que se mostró desnudo ante las imaginaciones de estos hombres, encogiéndose lo visible como un pergamino bajo su candente luz. Este vasto movimiento no fue mecánico, ni tampoco producido por medios mecánicos. Aquí, no se requirió ninguna cena en la Sociedad esotérica masónica (Freemasons' Tavern) con el largo tren de la maquinaria moderna, ninguna reconciliación maliciosa de “intereses invertidos”: sólo bastó la voz apasionada de un único hombre, el alma extasiada mirando a través de los ojos de un único hombre para que la robusta Europa revestida de acero temblara bajo sus palabras y le siguiera a donde indicaba. En eras posteriores, siguió siendo lo mismo. La Reforma tenía un objetivo invisible, místico e ideal; su resultado se encarnaría realmente en las cosas externas, pero su espíritu, su valor fue interno, invisible e infinito. Nuestra Revolución inglesa tuvo igualmente su origen en la Religión. Los hombres lucharon durante aquellos días de antaño, no por el monedero, sino por la conciencia. Aún más, en nuestros propios días, no es diferente en ningún sentido. La Revolución francesa en sí misma contuvo algo superior que el pan barato y que una ley de Habeas Corpus (Habeas-corpus act). Aquí también se encerraba una idea, una fuerza dinámica pero no mecánica. Fue una batalla, aunque en último término ciega e irracional por la naturaleza infinita y divina de los derechos y de la libertad del país.

De esta guisa, el hombre de cualquier época reivindica consciente o inconscientemente su derecho de nacimiento celestial. De esta guisa, la naturaleza sostiene su curso maravilloso e incuestionable, y todos nuestros sistemas y teorías no son sino remolinos de espuma o bancos de arena que de vez en cuando ésta lanza hacia arriba y arrastra con su corriente. Cuando podamos secar el océano con represas de molino y embotellar la fuerza de la gravedad para venderla al detalle en jarras de gas, entonces, podremos esperar comprender las infinitudes del alma humana bajo las fórmulas del beneficio y la pérdida, y gobernar sobre esto también, como sobre un motor patentado, mediante cheques, válvulas y saldos [109/110].

Aun más, incluso en relación al propio gobierno, ¿es necesario recordar a todos y cada uno que la libertad sin la cual toda vida espiritual es de hecho imposible, depende de influencias infinitamente más complejas que de, bien la extensión o el recorte del “interés democrático”? ¿Quién está allí para “tomando el rumbo más prioritario” ser capaz de señalar lo que estas influencias significan? ¿El tipo de influencias profundas, sutiles y enmarañadas que han sido y que pueden ser? Puesto que el hombre no es la criatura ni el producto de la Mecanicidad, sino que en un sentido mucho más verdadero, es un creador y productor, es el noble pueblo el que constituye al noble gobierno, en vez de al contrario. En general, las instituciones son muchas, pero no lo son todo. Los espíritus más libres y excelsos del mundo se han fundado a menudo sobre circunstancias externas extrañas: San Pablo y sus hermanos los Apóstoles fueron esclavos políticos, Epícteto fue personalmente uno de ellos. Nuevamente, olvidemos las influencias de la Caballería y de la Religión y preguntémonos: ¿Qué países produjeron a Colón y a Las Casas? O, descendiendo de la virtud y del heroísmo hasta la mera energía y el talento espiritual: Cortés, Pizarro, Alba, Jiménez? Los españoles del siglo XVI fueron indisputablemente la nación más noble de Europa, aunque tenían a la Inquisición y a Felipe II. Actualmente tienen el mismo gobierno y es la nación más vil. Ya ni el asedio de Leyden, ni Guillermo el silencioso, ni incluso un Egmont o un DeWitt ha vuelto a aparecer entre ellos. En nuestro caso también, donde tantas cosas han cambiado, el efecto no ha seguido para nada a la causa como debería haber hecho (hace dos siglos, el hablante común se dirigía a la reina Isabel arrodillado, feliz de que el pie de la virago no lo golpeara). No obstante, la gente estaba gobernada no por un Castlereagh, sino por un Burghley, tenían a su Shakespeare y a su Philip Sidney, en el lugar de a nuestro Sheridan Knowles y a Beau Brummel.

Estos y otros hechos similares son tan familiares, las verdades que predican tan obvias y en todas las épocas pasadas se ha creído y actuado conforme a ellas tan universalmente que deberíamos sentirnos casi avergonzados de repetirlos, si no fuera porque por todas partes su memoria parece haberse extinguido o en el mejor de los casos, haberse disipado en una débil tradición de ningún valor como principio práctico. Si juzgamos por el fuerte clamor de los edificadores de nuestra Constitución, los estadistas, los economistas, los directores, reformadores de las Sociedades públicas, en una palabra, todo tipo de mecanicistas, desde el carretero hasta el constructor de códigos y por el silencio casi total de todos los predicadores y profesores que deberían dar voz a la poesía, la religión y la moralidad, podríamos imaginar que o bien la naturaleza dinámica del hombre para todos los intentos espirituales falleció, o bien que se perfeccionó de modo que no se pudo hacer nada más con ella mediante los antiguos métodos [110/111], y que de ahí en adelante, toda esperanza para él residió sólo en sus planes mecánicos.

Definir los límites de estos dos departamentos de la actividad del hombre que trabajan conjuntamente y por medio el uno del otro tan intrínseca e inseparablemente, sería por su propia naturaleza un intento imposible. Su importancia relativa, incluso para la mente más sabia, variará en función de la época, según las carencias especiales y las disposiciones de tales tiempos. Entretanto, queda suficientemente claro que sólo en la correcta coordinación de los dos y el auge vigoroso de ambos, reside nuestra verdadera línea de acción. La labranza indebida del ámbito interno o dinámico conduce a rumbos perezosos, visionarios e impracticables, y especialmente en las áreas rudas, a la superstición y al fanatismo, con su largo séquito de aciagos y bien conocidos males. El cultivo indebido de lo externo, nuevamente, aunque su perjuicio es menos inmediato, e incluso por el momento productor de tantos beneficios palpables, debe, a la larga, mediante la destrucción de la fuerza moral que es el padre de todas las otras fuerzas, demostrar ser no menos ciertamente, y quizá aún más desesperadamente, pernicioso. Asumimos que ésta es la gran característica de nuestra época. Mediante nuestra pericia en la Mecanicidad, ha llegado a ocurrir que en el manejo de las cosas externas superamos a todas las otras épocas, mientras que en lo que respecta a la naturaleza moral pura, en la genuina dignidad del alma y del carácter, quizá somos inferiores a la mayoría de las épocas civilizadas.

Es más, si miramos con mayor detenimiento, encontraremos que esta fe en la Mecanicidad ha arraigado ahora en las fuentes más íntimas y primarias de la convicción humana, y está por consiguiente enviando a toda su vida y sus actividades, innumerables tallos, portadores de frutas y de veneno. La verdad es que los hombres han perdido su creencia en lo invisible y creen, esperan y trabajan sólo en lo visible, o, por expresarlo de otro modo: ésta no es una época religiosa. Sólo lo material, lo inmediatamente práctico, no lo divino y lo espiritual, es importante para nosotros. El carácter infinito y absoluto de la virtud se ha trasladado en finito y condicional, dejando de ser un culto a lo bello y lo bueno, para convertirse en un cálculo de lo lucrativo. De hecho, la adoración no se reconoce entre nosotros de modo alguno, o se explica mecánicamente como el temor al dolor o la esperanza del placer. Nuestra deidad verdadera es la Mecanicidad. Ha sometido a la naturaleza externa para nuestros fines y pensamos que hará todas las otras cosas. Somos gigantes con el poder físico y en un sentido metafórico, somos titanes que luchan por conquistar también el cielo, acumulando montaña sobre montaña.

La fuerte personalidad mecánica, tan visible en las búsquedas y métodos espirituales de esta época, se puede remontar mucho más lejos hasta la condición y la disposición prevalente de nuestra propia naturaleza espiritual. Considérese, por ejemplo, la moda generalizada en lo que respecta al intelecto durante nuestro tiempo [111/112]. El intelecto, el poder que el hombre tiene para conocer y creer, es actualmente casi sinónimo de la lógica o del mero poder de la organización y la comunicación. Su herramienta no es la meditación, sino el argumento. “La causa y el efecto” es casi la única categoría con la que observamos y trabajamos con naturaleza en su totalidad. Nuestra primera pregunta en relación con cualquier objeto no es, ¿qué es?, sino, ¿cómo es? Ya no estamos obligados instintivamente a captar y a mostrar a nuestra intuición lo que es bueno y encantador, sino a investigar, como espectadores, cómo se produce, de dónde proviene y hacia dónde va. Nuestros filósofos favoritos carecen de amor y de odio; permanecen entre nosotros no para hacer o crear nada, sino como una especie de molinos lógicos, para desgranar las verdaderas causas y los verdaderos efectos de todo lo realizado y creado. Para el ojo de un Smith, un Hume o un Constant, todo lo que funciona apaciblemente está bien. Una orden de Ignacio de Loyola, el Presbiterianismo de John Knox, un Wickliffe o un Enrique VIII, son simplemente numerosos fenómenos mecánicos, causados o causantes.

El eufemista de nuestro tiempo difiere mucho de sus agradables predecesores. El dandy intelectual (dapperling) de nuestros días se jacta fundamentalmente de su perspicacia irresistible, de “morar en la luz de la verdad” y demás, lo cual, bajo examen, resulta ser una morada dentro de la apresurada luz de la “lógica encorsetada” y de la inconsciencia profunda de que existe otra luz en la que habitar u otros objetos con los que inspeccionarla. El asombro está extinguiéndose realmente por todas partes: es el signo de que la admiración ya no se cultiva. Hablemos de cualquier hombre sin importancia pero que conoció la Reforma excelsa y majestuosa, de un Lutero elevado y grandioso quien sin dilación, se metería de lleno en “explicarlo”, en cómo las “circunstancias del momento” llamaron a tal personaje y le hallaron, suponemos, pertrechado y dispuesto a ponerse en camino para cumplir con su cometido; en cómo las “circunstancias del momento” lo crearon, lo moldearon y lo mantuvieron apaciguadamente a flote hasta conducirlo al resultado, cómo, simplificando, este hombre sin importancia, si hubiera estado allí, ¡habría hecho lo mismo! Dado que es la “fuerza de las circunstancias” la que lo hace todo, mientras que la fuerza de un solo hombre no puede hacer nada. Ahora bien, todo esto se enraíza en poco más que en una metáfora. Imaginamos a la sociedad como una “máquina” y que la mente se opone a la mente, como el cuerpo al cuerpo, por lo cual, dos o a lo sumo, diez pequeñas mentes deben ser más fuertes que una gran mente. ¡Notable disparate! Puesto que pensamos que la simple verdad, que la verdad al desnudo es que las mentes se oponen entre sí de un modo bastante diferente, y que un hombre que posee una sabiduría superior, una verdad, hasta la fecha espiritual y desconocida dentro de sí mismo, es mucho más fuerte no que los diez hombres que la poseen o que diez mil, sino más que todos los hombres que no la poseen, permaneciendo entre ellos con un poder muy etérico, angélico, como si se tratara de una espada procedente de la propia armería celestial, templada en el cielo, que ningún escudo ni torre de bronce podrá finalmente soportar [112/113].

Pero actualmente rara vez se nos ocurren estas consideraciones. Disfrutamos, no vemos nada mediante la visión directa, sino sólo mediante reflejos y desmembración anatómica. Como Sir Hudibras, para cada “¿por qué?”, debe haber otro “¿por qué?”. Poseemos nuestra modesta teoría sobre todas las cosas humanas y divinas. La poesía, el quehacer del mismo genio que durante todas las épocas con uno u otro significado se ha llamado inspiración y se ha defendido que era misteriosa e inescrutable, ha dejado de carecer de explicación científica. La construcción de la egregia rima es similar a cualquier albañilería o mampostería: tenemos teorías de su elevación, altura, decadencia y caída que parecerían haberse extendido recientemente entre todos nosotros. ¿Por qué deberíamos decir algo sobre nuestras “teorías del gusto”, tal y como se denominan, en las que el amor profundo, infinito e inconfesable por la sabiduría y la belleza que mora en todos los hombres, encuentra “explicación”, haciéndose mecánicamente visible a partir de la “asociación” y sus aspectos parejos? Hume nos ha escrito una “Historia natural sobre la religión” en la que el resto de historias naturales se incluyen. De modo igualmente un tanto extraño coincide el sentimiento general con el de Hume en este maravilloso problema, puesto que en lo concerniente a si su “Historia natural” es correcta o no, si la religión debe tener una Historia natural, todos nosotros, tanto clérigos como laicos, parecemos estar de acuerdo. Efectivamente, él la considera como una enfermedad y nosotros nuevamente como salud; hasta aquí hay una discrepancia, pero en nuestros principios iniciales estábamos en consonancia.

El asunto de hasta qué punto prevalece en estos días la descreencia teológica en su visión de la Sagrada Escritura (nos referimos a la disidencia intelectual con respecto a la Iglesia), sería sumamente importante si no fuera, bajo cualquier circunstancia, un interrogante casi imposible. No obstante, cualquier individuo puede ver que domina la falta de creencias, cuyo carácter esencial es aún más notorio, sin apenas encontrar en derredor la más leve contradicción, incluso en el mismo púlpito. La religión en la mayoría de los países, más o menos en cada país, ha dejado de ser lo que fue y lo que debería ser, un salmo de mil voces desde el corazón del hombre al Padre invisible, la fuente de toda Bondad, Belleza, Verdad, revelada en cada una de estas revelaciones; pero, en su mayor parte, un sentimiento sabiamente prudente fundado en el mero cálculo, una cuestión, como todas las restantes lo son ahora, de conveniencia y utilidad, por el cual, alguna cantidad reducida de gozo mundano se puede intercambiar por una cantidad superior de disfrute celestial. Así, la religión es también un beneficio, un trabajo a cambio de salario, no una reverencia, sino una esperanza vulgar o un temor. Sabemos que muchos, esperamos que muchísimos, sean aún religiosos en un sentido muy diferente; si no fuera así, nuestro caso sería realmente desesperante, pero para testimoniar que éste es el temperamento de la época, tomemos a cualquier hombre calmo y observador que esté o no de acuerdo con nuestros sentimientos sobre el tema y preguntémosle si nuestra opinión sobre ello no está en general bien fundamentada.

Si consideramos la literatura veremos asimismo que ofrece un testimonio similar. En ninguna época anterior [113/114], la literatura, comunicación impresa del pensamiento, ha gozado de tanta importancia como ahora. A menudo escuchamos que la Iglesia está en peligro y verdaderamente lo está, en un peligro que parece ser desconocido, puesto que sus funciones están siendo cada vez más desbancadas aún con sus diezmos bajo la seguridad más perfecta. La auténtica Iglesia de Inglaterra (Church of England) reside en este momento en los editores de los periódicos. Éstos predican a la gente diariamente, semanalmente, amonestando a los mismos reyes, recomendando la paz o la guerra con una autoridad que sólo poseían los primeros reformadores y la antigua casta de Papas. Infligen censura moral, imparten motivación, consuelo y edificación moral, “administrando la disciplina de la Iglesia” siempre diligentemente. Se puede decir también que en las decisiones privadas, los nuevos predicadores se asemejan un poco a los frailes mendicantes de antaño, exteriormente llenos de fervor sagrado, interiormente no exentos de estrategias y de hambre de cosas terrenales. Pero omitiendo esta clase y la multitud infinita de personajes diluidos que tocan el caramillo como muestran en los pajares, echemos un vistazo a las regiones más altas de la literatura, donde deberían escucharse las melodías puras de la poesía y la sabiduría, si es que existen en algún sitio. No hay deficiencia de talento natural, uno o dos individuos ricamente dotados nos proporcionan incluso superioridad al respecto. Pero, ¿cuál es la canción que entonan? ¿Es la melodía de la estatua de Memnón que respira música a medida que la primera luz del día la toca? ¿Es una “sabiduría líquida” que descubre ante nuestros sentidos las armonías profundas e infinitas de la naturaleza y el alma humana? ¡Oh, destino, no! No es un himno matutino o vespertino al espíritu de la belleza, sino un fiero choque de címbalos y el grito de multitudes conforme los niños atraviesan el fuego hacia Moloch. La poesía en sí misma no tiene ojos para lo invisible. La belleza ya no es el dios al que adora, sino alguna imagen bruta de la fuerza que podemos llamar un ídolo, puesto que la fuerza es una y lo mismo con la belleza, siendo su culto un himno también. La luz mansa y silenciosa puede moldear, crear y purificar toda la naturaleza, pero el sonoro remolino de viento, el signo y producto de la desunión y de la debilidad, fallece y es olvidado. La amplitud con la cual la literatura ha expandido esta veneración por los físicamente más fuertes se puede juzgar a partir de quién lee o la crítica o el poema. Alabamos una obra, no como “verdadera”, sino como “fuerte”, siendo nuestro encomio más excelso el de que nos ha “influenciado”, nos ha “aterrorizado”. Se ha observado bien que todo esto es el “culmen de la barbarie”, el síntoma no del refinamiento vigoroso, sino de la corrupción lujuriosa. También dice mucho del amor indestructible de los hombres por la verdad el que nada de esta naturaleza permanecerá con ellos; que incluso el talento de un Byron no puede permanentemente seducirnos a un culto idólatra, que él igualmente, con todo su encanto de sirena salvaje, ya comienza a ser ignorado y olvidado. [114/115]

Una vez más y en cuanto a nuestra condición moral, aquí aquel que se mueve puede leer que las mismas influencias físicas y mecánicas están trabajando por todas partes. Con respecto a la “superioridad moral”, de la que tanto oímos, también nosotros desearíamos ser agradecidos; simultáneamente, sería de ciegos negar que esta “superioridad moral” es más bien una “actividad criminal inferior”, producida no por el gran amor hacia la virtud, sino por la perfección mayor de la policía, y de aquella policía mucho más sutil y fuerte llamada la opinión pública. Ésta última nos vigila con sus ojos de Argos más intensamente que nunca, pero el “ojo interior” parece estar sobrecargado de sueño. Vemos que en nuestra moralidad, como en cualquier otra parte, existen pocas huellas de cualquier creencia en lo invisible y en las cosas divinas, y es mediante las consideraciones tangibles y materiales por las que nos guiamos, no por lo interior ni lo espiritual. La abnegación, el padre de toda virtud, en cualquier sentido verdadero de tal palabra, ha sido quizá y en contadas ocasiones muy raro; tan raro que la mayoría, incluso en sus especulaciones abstractas, la cataloga como una quimera. La virtud es un placer, un beneficio, no celestial, sino algo terrenal. Los hombres virtuosos, los filántropos, los mártires, son accidentes felices, residiendo su “gusto” en el ¡camino correcto! En todos los sentidos, adoramos y perseguimos el poder que puede denominarse una búsqueda física. Ningún hombre ama ahora la Verdad, tal y como debe amarse, con un amor infinito, sino sólo con un amor finito, como si fuera un amante. Aún más, hablando con propiedad, él no cree y lo sabe, sino que únicamente “piensa” en el amor y en que “¡existe toda probabilidad!”. Lo predica a viva voz y se apresura valientemente hacia él, si hay una multitud gritando a su espalda. Sin embargo, sigue mirando por encima de su hombro y en el momento en que la algarabía languidece, él también se para en seco. De hecho, la moralidad que poseemos asume la forma de la ambición o del “honor”: más allá del dinero y de su valor, nuestra bendición racional es la popularidad. No sería sino un truco absurdo el morir por la conciencia. Sólo por el “carácter” mediante el duelo o, en un caso extremo, mediante el suicidio, se ve inclinado el sabio a morir. Argumentando sobre la “fuerza de las circunstancias”, hemos alejado de nosotros toda fuerza mediante la disertación y permanecemos atados recíprocamente, uniformes tanto en el vestido como en el movimiento, semejándonos a los remadores de alguna interminable galera. Esto y aquello puede ser correcto y verdadero, pero no debemos hacerlo. ¡Maravillosa “fuerza la de la opinión pública!”. Debemos actuar y caminar bajo todas las circunstancias como está prescrito, seguir el tráfico que nos alienta, darnos cuenta de la suma de dinero, el grado de “influencia” que se espera de nosotros, o si no, seremos ligeramente estimados, ciertos bocados de viento elocuente soplarán contra nosotros, y esto, ¿qué coraje mortal puede afrontarlo? Así, mientras tenemos la libertad civil más y más asegurada, no hacemos más que perder nuestra libertad moral. Desde un punto de vista práctico, nuestro credo es el fatalismo, y libres de manos y pies, nuestro corazón y alma están llenos de grilletes que nos aprietan más que las cadenas feudales. En verdad que podemos decir como el filósofo [115/116] que “el significado profundo de las leyes de la Mecanicidad reside pesadamente sobre nosotros”, y en lo privado, en el mercado, en el templo, al amparo del calor social, que la totalidad de los movimientos mentales nos entorpece, mientras una pesadilla se está expandiendo sobre nuestras facultades más nobles.

Somos conscientes de que estos rasgos tenebrosos pertenecen más o menos a otras épocas, así como a la nuestra. Esta fe en la Mecanicidad, en la importancia excesiva de las cosas físicas, constituye en cada época el refugio común de la debilidad y del descontento ciego de todos los que creen, como muchos lo harán siempre, que la verdadera bondad del hombre reside fuera de él y no dentro. Somos también conscientes de que, tal y como las aplicamos a nosotros mismos con todos sus agravantes, sólo forman la mitad del dibujo, que en esa pintura global, hay luces que brillan así como sombras lúgubres. Si aquí nos detenemos principalmente en estas últimas, no debemos culpabilizarnos, dado que en general es más ventajoso estimar nuestros defectos que jactarnos de nuestros éxitos.

Ni aun cuando todos los males sociales han aparecido más o menos claramente ante nosotros, en ningún momento nos hemos sentido desesperados por las fortunas de la sociedad. La desesperación o incluso el desaliento en ese sentido nos parece siempre un sentimiento infundado. Tenemos fe en la dignidad imperecedera del hombre, en la elevada vocación para la cual, a través de toda su historia terrenal, ha sido destinado. Sin embargo, en el caso de las naciones individuales con independencia de lo que los especuladores melancólicos puedan afirmar, parece ser un hecho perfectamente determinado que en todas las épocas incluso en las de Heráclides y Pelagio, la felicidad y la grandeza de la humanidad en términos globales ha ido continuamente progresando. Sin duda alguna, esta era también está avanzando. Su misma intranquilidad, su actividad incesable, su descontento contiene un material que promete. El conocimiento y la educación están abriendo los ojos de los más humildes e incrementando ilimitadamente el número de mentes pensantes. Esto es tal y como debería ser, puesto que nuestra vida consiste no en volvernos hacia atrás, en resistir, sino sólo en luchar decididamente hacia adelante.

Aún más, después de todo, nuestras enfermedades espirituales no son sino una cuestión de opinión, pero estamos atrapados por cadenas que nosotros mismos hemos forjado y que nosotros mismos también podemos despedazar. Este sometimiento profundo, paralizante ante los objetos físicos no proviene de la naturaleza, sino de nuestro modo particular de verla. Tampoco podemos entender por qué el hombre busca a estas alturas cualquier facultad de corazón, de alma o de cuerpo que siempre le perteneció. 'Él, que ha nacido, ha sido el primer hombre'; ha visto la mentira ante sus jóvenes ojos y todavía sin endurecerse y convertirse en formas científicas, un mundo tan plástico, infinito y divino como el que se extendió ante los ojos del mismo Adán. Si la Mecanicidad, como alguna campana de cristal, nos rodea y nos aprisiona, si el alma mira prospectivamente hacia una región celestial que no puede alcanzar, suspirando nostálgicamente y en su agobiante atmósfera se prepara para perecer [116/117], siendo la campana simplemente de cristal, '¡basta con que un valiente golpe rompa la campana y te veas libre!' No es que carezca del mundo invisible, puesto que mora en el alma humana y ésta última todavía está aquí. ¿Se están desmoronando los solemnes templos en los que antiguamente la divinidad nos fue visiblemente revelada? Los podemos reparar, los podemos reconstruir. La sabiduría y el valor heroico de nuestros antepasados que hemos perdido, los podemos recuperar. Esa admiración por la antigua nobleza que ahora con tanta frecuencia se manifiesta como un diletantismo tenue, se convertirá algún día en una emulación generosa y el hombre podrá ser nuevamente todo lo que ha sido y más de lo que ha sido. Tampoco son éstos los meros sueños diurnos de la imaginación, sino que son claras posibilidades. Con más motivo, en este momento, están incluso asumiendo el carácter de esperanzas. Estamos viendo indicios tanto en otros países como en el nuestro propio, signos infinitamente alentadores para nosotros de que la Mecanicidad no siempre tiene que ser nuestro severo amo, sino que un día será nuestro siervo sumiso, siempre servicial, y que una nueva era espiritual y resplandeciente destinada a todos los hombres está lentamente evolucionando. Pero nuestro curso presente nos prohíbe adentrarnos en ello.

Entretanto, nadie puede dudar de que grandes cambios externos están en progreso. El tiempo está enfermo y dislocado. Muchos aspectos han alcanzado su culmen, es un sabio proverbio el que nos dice, “la hora más oscura es la que se encuentra más cerca del amanecer”. De dondequiera que reunamos señales sobre el pensamiento público, bien sea de los libros impresos en Francia o en Alemania o de las rebeliones Carbonarias o de otras conmociones políticas como en España, Portugal, Italia y Grecia, la voz que se pronuncia es la misma. Las mentes pensadoras de todas las naciones llaman al cambio. Existe una lucha de gran profundidad en todo el tejido social, una colisión ilimitada y absoluta de lo nuevo con lo viejo. La Revolución francesa, en toda su visibilidad actual, no fue el progenitor de este movimiento poderoso, sino su vástago. Estas dos influencias hostiles, que siempre existen en las cosas humanas y de cuya comunión recíproca y constante depende su salud y seguridad, han residido en masas separadas que se han ido acumulando a través de las generaciones, siendo Francia la escena de su explosión más salvaje. Pero la consecuencia final no se desplegó en tal país ni tampoco se ha desarrollado en ningún otro sitio. La libertad política ha sido hasta ahora el objeto de estos esfuerzos, los cuales no se detendrán ni pueden detenerse allí. Es hacia una libertad superior a la mera libertad de la opresión de sus compañeros mortales hacia la que el hombre apunta débilmente. De esta libertad más elevada, celestial, que conforma “el servicio razonable del hombre”, todas sus nobles instituciones, sus intentos leales y sus logros más ilustres, no son sino el cuerpo, y cada vez más un emblema aproximado.

En general, así como este maravilloso planeta, la Tierra, viaja con sus compañeros a través del espacio infinito, así los destinos maravillosos [117/118] se han embarcado en un periplo por el tiempo infinito, bajo una guía por encima de nosotros. Por el momento, como nos informa nuestra astronomía, su camino se dirige hacia Hércules, la constelación del Poder físico, pero ésa no es nuestra preocupación más apremiante. Vaya donde vaya, el Cielo profundo lo rodeará. Tengamos esperanza y fe inquebrantable en ello. Ningún hombre sabio emprenderá la reforma de un mundo o de una nación, y todos, a excepción de los bobos, saben que la única reforma sólida, aunque mucho más lenta, es aquella que cada uno comienza y perfecciona sobre sí mismo.


Modificado por última vez el 19 de mayo de 2010. Traducido el 31 de julio de 2012