[Traducción de Cristina Salcedo revisada y editada por Ana González-Rivas Fernández. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow. *** = disponible sólo en Inglés]

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n el prólogo de su ensayo La dinámica del género: periodismo y la práctica de la literatura en Gran Bretaña a mediados de la época victoriana (The Dynamics of Genre: Journalism and the Practice of Literature in Mid-Victorian Britain), Dallas Liddle defiende que ahora más que nunca los estudiosos de la literatura de época victoriana y de la historia literaria han de aprender a lidiar con el amplio corpus de material periodístico que existía entonces. Gracias a los avances en la tecnología, cada vez hay un mayor y mejor acceso a estos textos (Liddle señala más adelante que, según calcula John North, la era victoriana contó con 125.000 periódicos únicos en su género (148)). Sin embargo, Liddle afirma que nuestras herramientas metodológicas no han seguido el ritmo de la disponibilidad del material existente. Con demasiada frecuencia los estudiosos parecen “esperar que [los propios artículos periodísticos] les proporcionen un acceso inmediato y directo a las ideas y pensamientos de los escritores” (4) o asumen que son capaces de evaluar publicaciones periódicas “sirviéndose únicamente del contenido de las mismas” (5). A modo de solución, Liddle propone un enfoque bajtiniano del género. Asegura que dicho enfoque ayudaría, por un lado, a una mejor comprensión del discurso periodístico, y por otro, a una mejor comprensión de la interacción entre el discurso periodístico y el discurso literario. Asimismo, dicho enfoque nos asistiría en la búsqueda de “la más intrigante y desafiante formulación sobre el género que ha realizado Bajtín, que afirma que toda la historia de la interacción entre géneros — su competición y lucha —, si la entendemos correctamente, es, en realidad, la historia de la literatura” (7).

Siguiendo este enfoque, Liddle organiza cada capítulo de acuerdo con una postura diferente ante el género literario. El primero, “El cuento del poeta” (“The Poet’s Tale”) empieza con la sección de Aurora Leigh de Elizabeth Barrett Browning en la que se describe el trabajo periodístico de Aurora, cuya motivación es principalmente económica. Al describir la actitud de Aurora hacia este tipo de escritura, como indica Liddle, Barret Browning “está diagnosticando un importante conflicto propio de mediados del siglo XIX entre el discurso poético o literario y el discurso periodístico” (16). En los dos siguientes apartados del capítulo, el autor “investiga la disparidad entre la idea moderna de que el periodismo y la literatura de mediados de la era victoriana eran complementarios, y la representación que hace Barrett Browning de estos dos géneros como opuestos” (18-19) y “sugiere un planteamiento teórico que podría ayudar a transformar esta competición ideológica y genérica en una útil herramienta para la historiografía literaria y la interpretación” (19). Liddle observa que debido a que un gran número de escritores de la época victoriana adoptaron estos discursos (el literario y el periodístico) en momentos diferentes de su vida, “la dinámica competitiva entre estos dos géneros a mediados de la época victoriana actuó sobre todo en la conciencia individual y creativa de los escritores… La lucha dinámica entre los géneros discursivos en la época victoriana podría, por lo tanto, ser una de las influencias más importantes en la literatura británica, aunque nunca ha sido reconocida” (33). Basándose en el concepto de Bajtín de “novelización”, Liddle propone que pensemos en las interacciones entre los discursos de mediados de la época victoriana en términos de “periodisticación” (41): “El concepto de Bajtín de novelización podría ofrecer a los historiadores de la literatura una manera de conceptualizar cómo la breve hegemonía de un género no literario podía desencadenar renovaciones creativas de otros géneros sin animarles a la imitación, sino provocando que fueran ellos mismos de una forma más consciente y plena” (45).

En “El cuento de la autora” (“The Authoress’s Tale”) Liddle se centra en Harriet Martineau, una escritora victoriana que llegó a adoptar totalmente la forma periodística. En la Autobiografía (Autobiography) de Martineau, Liddle lee el relato de ésta sobre la publicación de su primer artículo, identificando los cinco principios que la anécdota parece querer ilustrar: (1) la idea de que Martineau escribe únicamente porque los demás la impulsan a ello, y nunca por propio interés; (2) su ‘‘inocencia de cálculo o estrategia profesional’’; (3) su incapacidad para guardar secretos; (4) un enfoque de la composición literaria que implica una “total libertad intelectual” y “una relativamente fácil redacción del primer borrador” (52), y (5) el reconocimiento inmediato de su trabajo. Sin embargo, el registro de textos contradice estas cinco afirmaciones en lo que respecta a la primera publicación de Martineau. ¿Por qué, entonces, se molesta ella en destacarlos? Liddle sugiere que las opiniones de Martineau sobre la escritura evolucionan a lo largo de su carrera, y que en un momento dado se corresponden con los valores del discurso del género dominante. De hecho, Martineau escribió para el London Daily News justo al mismo tiempo que estaba componiendo su Autobiografía (Autobiography). Los principios que ella incluye en ese libro “son elementos de un conjunto bien integrado de ideales de género, coherentes entre sí y lógicamente interdependientes, sobre los cuales los periodistas de mediados de siglo basaron su práctica discursiva” (66). Las adaptaciones de Martineau hacen de ella una figura ideal para aquellos estudiosos interesados en el conflicto entre géneros literarios durante este período:

Tanto si su don se ejercitó de manera consciente o de forma instintiva. . . la carrera de Martineau parece mostrar una desarrollada capacidad para identificar e insertar sus propias ideas en los géneros literarios que resultan más eficaces en cada momento histórico. Sin embargo, lo que puede hacer que Martineau sea especialmente interesante para los actuales estudiosos del género literario en el discurso victoriano es que Martineau no solo puso en práctica los géneros de la escritura que aprendió, sino que también analizó y teorizó sobre cada género, de manera implícita o, más frecuentemente, de forma explícita, mientras hacía uso de ellos. [70]

El capítulo tres, “El cuento del editor” (“The Editor’s Tale”) se centra en Trollope con el fin de hacer frente a la dificultad metodológica existente a la hora de trazar las relaciones entre géneros. Aunque Dickens y Thackeray — “los dos grandes novelistas (y también periodistas) [de mediados de la época Victoriana]” (74) — pueden parecer las opciones más obvias, Liddle defiende que Trollope hace el mayor aporte conceptual en este campo. Ya en El Guardián (The Warden) (1855), Trollope establece dos ideas principales: “la visión analítica de que ese discurso periodístico y su relación con otras formas discursivas eran merecedoras de ser descritas y estudiadas; y la visión artística acerca de que las formas del lenguaje y su relación con otras formas, con las instituciones sociales y con sus lectores podrían estar representadas en el arte literario mediante la figura liminal del editor”(77). En sus obras, “los géneros son formas de ver el mundo que, de forma genuina y compleja, a veces conscientemente y a veces inconscientemente, estructuran los sistemas de creencias de quienes los usan” (84). En este sentido, el compromiso de Trollope con el género hace de él “un teórico bajtiniano eminentemente práctico de literatura de índole periodística” (96). Por otra parte, Liddle sugiere que el trabajo de Trollope anticipa los hallazgos de la disciplina que llamamos “historia del libro”, ya que él es “el primero en explorar las formas a partir de las cuales un texto publicado surge, y participa en una secuencia (o cascada, o reacción en cadena) de conversaciones públicas que se cruzan” (96). La singularidad de Trollope en este aspecto apunta a otra diferencia con respecto a Dickens y Thackeray: a pesar de su breve participación en el periodismo — como editor de la efímera Saint Pauls — Trollope analizó de forma invariable los movimientos del discurso periodístico desde la perspectiva del lector (97).

En el capítulo cuatro, “El cuento del crítico” (“The Reviewer’s Tale”), Liddle centra su atención en la más famosa ensayista y novelista de la era victoriana, Marian Evans Lewes / George Eliot. Aunque los estudiosos de Eliot han interpretado la relación entre sus primeros ensayos y sus novelas de diferentes maneras, ‘‘todos están de acuerdo en considerar los escritos periodísticos de la década de 1850 en consonancia tanto intelectual como artística con las grandes novelas que George Eliot escribiría más tarde’’ (99). Sin embargo, tal y como señala Liddle, Evans Lewes produjo la mayor parte de sus ensayos periodísticos en un periodo de dos años, dejó de escribirlos tan pronto como pudo permitírselo, y más tarde se negó a volver a publicar muchas obras de este estilo. Por lo tanto, cualquier crítico que desee leer el periodismo y las novelas de George Eliot de forma conjunta ha de “dar cuenta de cómo y por qué la propia respuesta definitiva de la novelista hacia esos escritos [de índole periodística], y hacia gran parte del resto del periodismo de la era victoriana, fue de rechazo” (100). Liddle ha encontrado la evidencia de que la visión del mundo de Evans Lewes no coincidía con muchas convenciones de la escritura periodística, y especialmente con subgéneros como el del artículo “rápido” (101). Cuando Evans Lewes escribía en estos géneros, “se servía de algunos temas, el uso del énfasis, la imagen y el tono para modificar y debilitar la autoridad de la voz periodística que estaba empleando” (102). Cuando escribía ficción, uno de sus primeros proyectos “fue criticar la voz, los métodos y los supuestos del periodismo de opinión del que ella acababa de escapar” (102), tal y como Liddle muestra a través de una lectura de “El arrepentimiento de Janet” (“Janet’s Repentance”). En términos generales, contra los críticos que insisten en ver sus ensayos como una continuación de su ficción, Liddle sostiene que “a pesar de que los problemas intelectuales, sociales y morales tratados en sus ensayos son los mismos que George Eliot analizó en sus novelas, el procedimiento que fue necesario para lograr que estos temas se convirtieran en ejemplares a la venta en el género del artículo trimestral de opinión es antitético con su práctica posterior como novelista” (107). La filosofía de la simpatía por la que Evans Lewes es tan bien conocida nunca podría haber encontrado una forma de expresión en los discursos periodísticos de la época; la novela era su único hogar posible.

“El cuento del clérigo” (“The Clergyman’s Tale”) adopta un enfoque distinto al de los capítulos previos, pues examina la supuesta relación entre el periodismo sensacionalista de 1860 y las “sensation novels” (novelas sensacionalistas). A menudo, los críticos consideran que este tipo de publicaciones son “proyectos paralelos y complementarios, e incluso variaciones sobre el mismo tema cultural” (122); por lo tanto, tienden a considerar que el habitual rechazo de los periódicos hacia la ficción sensacionalista ponen en evidencia cierta hipocresía o una sorprendente falta de autoconsciencia. Liddle está en desacuerdo con este punto de vista, y defiende la postura de los periódicos, argumentando que “hubo diferencias verdaderamente cruciales en la forma en que las noticias de la época Victoriana y los novelistas trataron incidentes y personajes ‘sensacionalistas’; diferencias que parecen dictadas en gran medida por las convenciones y los objetivos de cada género” (124). Como ejemplo de esta teoría, Liddle analiza el aluvión de artículos en torno a la desaparición en 1868 del reverendo Benjamin Speke, porque son “literalmente (aunque no intencionalmente) ficciones, textos formados casi exclusivamente a partir de los materiales de los recursos actuales del género, pues no había datos disponibles para construir esos textos a partir de cualquier otro material” (125). A pesar de la falta de información sobre la desaparición del clérigo, en cuestión de semanas la prensa había construido su propia y en esencia conservadora versión de los hechos, así como sus consecuencias (esto es, que seguramente el caballero respetable fue asaltado y robado por miembros de una clase criminal cada vez más peligrosa). La verdad de lo acontecido resultó estar mucho más cerca de la versión que podría haber sido construida por la ficción sensacionalista. Novelistas sensacionalistas tales como Wilkie Collins y Mary Elizabeth Braddon*** enseguida sacaron a colación problemas mentales, cambios de identidad y crisis de autoridad en las clases media y alta (133-134). A través de esta curiosa disyuntiva, Liddle sostiene de forma persuasiva que “por muy cargados emocionalmente que estén sus temas, la prensa de mediados de la era victoriana fue en gran medida coherente con su misión — un imperativo casi categórico — de afirmar y defender la autoridad tradicional, minimizar el misterio y dictar medidas decisivas para aquellos en el poder” (140). Aunque la prensa podría haber optado por describir los hechos de forma tan escabrosa como en las obras de ficción que los mismos periodistas criticaban, las convenciones del género nunca habrían permitido las interpretaciones subversivas que sí se percibían en las novelas sensacionalistas.

El capítulo sexto, “Los cuentos de los estudiosos” (“The Scholars’ Tales”), subraya los argumentos teóricos del libro. Liddle expone de forma contundente que su proyecto tiene como objetivo “explicar en líneas generales cómo la historia del libro y el estudio de la cultura impresa podrían beneficiarse de la visión de Mikhail Bajtín acerca de que las interacciones dinámicas entre los géneros son un poderoso motor de la historia literaria” (141). También sugiere que la crítica del género literario ha pasado a un segundo plano en los estudios periodísticos debido a la popularidad de tres instrumentos teóricos importados de las ciencias sociales: el concepto de “esfera pública” de Jürgen Habermas, el de “comunidad imaginada” de Benedict Anderson y el de ‘‘literatura de campo’’ de Pierre Bourdieu (142-144). Estos conceptos resultan atractivos para los estudiosos de las publicaciones periódicas, puesto que permiten organizar en torno a una única teoría tamaños ingentes de material –material que, de otra forma, sería ilegible (149). Sin embargo, y dado que se centran en las relaciones entre individuos y grupos, tienden a no prestar atención a los textos en sí mismos y al acto de la lectura. Liddle sugiere que la teoría de los géneros de Bajtín puede ayudar a remediar esta carencia y reenfoca nuestra atención hacia el proyecto de Richard Altick, inaugurado con The English Common Reader (150). Esto no significa que simplemente tengamos que leer las publicaciones periódicas como si fueran ejemplos de heteroglosia, ya que muchas formas del discurso periodístico tienden al monólogo (152-153). Más bien, Liddle propone un enfoque basado en las formas del discurso:

La aplicación de esta interpretación de los géneros a los estudios periodísticos puede ayudar a los estudiosos a resolver el problema de exceso de texto de la misma manera en que la geología resuelve el problema de exceso de rocas y la entomología el problema de exceso de insectos: reconociendo que la mayoría de lo que uno necesita saber para entender un determinado estrato, ecosistema o momento en la historia del discurso es la comprensión cualitativa más específica y detallada de cada tipo, mucho más que cualquier catálogo o ejemplares de cada tipo. Esto no es una negación de la significativa singularidad de cada texto específico (o roca o insecto), sino el reconocimiento de que las variaciones en la práctica o en la naturaleza se vuelven significativas e interesantes solo cuando el investigador o investigadora conoce las características y la distribución de las formas típicas a partir de las cuales cada ejemplo individual varía. Algunos casos concretos de texto son, por supuesto, particularmente individuales o poderosamente influyentes en el género, por lo que han de leerse con atención — las lecturas bajtinianas tienen las herramientas para esto (véase, de nuevo, el excelente ensayo sobre el cronotopo). No obstante, ni todos ni la mayoría de los ejemplos de texto en un género necesitan ser leídos de forma minuciosa porque, en general, cuando se utilizan los géneros literarios — especialmente los periodísticos — solo se reproducen significados ya construidos y contenidos en el propio género. Este es el motivo y la razón de que los géneros funcionen de forma tan eficaz en la activación y mediación de la comunicación. Para decodificar la mayoría de los casos de la mayoría de los géneros, los lectores deben comprender únicamente su significado en lo que respecta al género — lo que Bajtín denominó su visión del mundo de estos géneros. [153-54]

De acuerdo con este enfoque, los estudiosos deberían situar la lucha literaria en el nivel del género literario, y en un nivel individual (“los usuarios de un género son también lectores y analistas de otros géneros’’ (157)). Asimismo, tendrían la libertad de usar las herramientas de los dos análisis: el literario y el histórico (159).

El epílogo del libro señala la necesidad de aplicar las ideas de Liddle a épocas que se encuentran fuera del rango que cubre su estudio (desde 1855 hasta finales de 1860). Liddle plantea la hipótesis de que el discurso periodístico, sujeto a cambios más frecuentes que otros discursos literarios, alcanza su cúspide de poder precisamente cuando el cambio es más rápido y otros discursos no han tenido la oportunidad de responder (166). Además, “si esto es cierto, épocas como la década de 1860, en la que los géneros periodísticos no parecen cambiar, no deberían ser en absoluto momentos de estancamiento, sino épocas en las que, de forma perceptible, el periodismo pierde influencia e importancia con respecto a otros géneros” (166). Para alcanzar un enfoque completo del discurso periodístico en un momento determinado, Liddle recomienda desplazar nuestra atención del meta-periodismo hacia “lo que podríamos llamar el peri-periodismo de poetas, historiadores y, especialmente, novelistas que competían directamente contra el periodismo” y hacia “los textos generados en los puntos de contacto y traducción entre géneros” (167). Por último, Liddle pone como ejemplo la obra de teatro Sociedad (Society), escrita por T. W. Robertson en 1865, y centrada en el periodismo, con el fin de mostrar la rapidez con la que las convenciones periodísticas de la década anterior llegaron a ser consideradas rancias y anticuadas. El diálogo de la obra de teatro “sugiere que dos décadas antes de la llegada del Nuevo Periodismo (New Journalism), tales formas periodísticas de mediados de siglo podrían haber perdido ya gran parte de la autoridad discursiva que poseían en 1855” (174). Este hallazgo confirma la idea de que “los discursos también tienen historias bastante azarosas, y que estas historias pueden trazarse de forma más precisa que a través de extensos periodos o conocimientos... Nuestra exitosa recuperación de otros aspectos de esta historia — una historia de la naturaleza y las teorías de los géneros literarios que se están desarrollando, así como la relación que existe entre estos géneros — es, sin duda, necesaria para nuestra comprensión de la literatura y de la prensa periódica y, asimismo, una condición previa para una verdadera historiografía del libro” (175).

A lo largo del libro, Liddle aboga firmemente por una renovada atención hacia las teorías bajtinianas sobre el género en los estudios periodísticos. Sin embargo, es más convincente cuando pone en evidencia las intrepretaciones de poco valor que resultan de nuestra negligencia hacia el género literario: podemos tomar a Martineau al pie de la letra sin percatarnos que sus valores evolucionan a la par que los géneros que defiende; podemos forzar una lectura continua de las obras de Marian Evans Lewes / George Eliot que los textos no apoyan; podemos acusar -quizá con demasiado facilidad- a los periódicos por su hipocresía cuando atacan a la novela sensacionalista, aceptando el tema que tienen en común como el aspecto más destacado del texto. Tal vez, a fuerza de hacer estas lecturas detalladas, estoy algo menos convencida de la propuesta que hace Liddle al introducir el concepto de “tipo” como instrumento analítico para abordar el conjunto de textos que constituyen las publicaciones periódicas de la era victoriana. ¿Cómo se pone en práctica esta metodología? A efectos de análisis, ¿en realidad podemos considerar el texto periodístico como una roca o un microbio? ¿Se entiende el concepto de “tipo” como una herramienta estrictamente teórica, o podría añadirse al resto de las herramientas tecnológicas que nos permiten almacenar y buscar en el corpus de publicaciones periódicas? Liddle deja estas cuestiones para trabajos posteriores. Sin embargo, The Dynamics of Genre nos permite vislumbrar prometedoras interpretaciones de las lecturas que podrían surgir si se mantuviera el funcionamiento interno y externo del género literario en la primera línea del análisis del texto.

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Bibliografía

Liddle, Dallas. ‘‘The Dynamics of Genre: Journalism and the Practice of Literature in Mid-Victorian Britain. Charlottesville: University of Virginia Press, 2009


Creado 1988; traducido 12 julio de 2015