[Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
“Ese espíritu que dirige mi vida” — Charles Dickens (citado en Ackroyd, 346).
ary Scott Hogarth (1820-1837), la amada cuñada y compañera de Dickens, falleció (probablemente de un fallo cardíaco o de un infarto) el 7 de mayo de 1837, el domingo siguiente al doble triunfo de un Charles Dickens de 25 años: la notificación a Dickens por parte del editor de las extraordinarias ventas del número décimo segundo mensual, y la representación en el teatro San Jaime de una farsa escrita por él, ¿Es ella su mujer?, o, ¡Algo singular!. Tras una noche enferma, Mary falleció la tarde del domingo. De sus dedos sin vida, Charles tomó un anillo que llevaría en memoria de ella durante toda su vida. Soñó con ella cada noche durante meses tras su muerte, y la describió a su confidente John Forster como “ese espíritu que dirige mi vida, y… que siempre me ha indicado el camino hacia arriba con un dedo firme durante más tiempo de estos cuatro años pasados” (carta datada el 29 de enero de 1842, citada en Ackroyd, 346, y en Slater, 101). Posteriormente recordaba cómo “murió en mis manos, y las últimas palabras que susurró fueron sobre mí…” (citado en Slater en Oxford Companion, 274) —pero, dado el egocentrismo de Dickens, nos sorprendería que sus postreras palabras NO hubieran sido sobre él.
Dándose cuenta de que el dinero que estaba ganando como escritor le permitiría llevar una existencia más similar a la de la clase media alta, y habiendo celebrado el nacimiento de su primer hijo (Charles Culliford Boz, también conocido como “Charles Dickens, junior”) el 6 de enero de 1837, Charles Dickens buscó una casa más apropiada y espaciosa, que encontró en el número 48 de la calle Doughty (donde Dickens vivió desde abril de 1837 hasta diciembre de 1839 y donde escribió sus grandes obras: Los papeles Pickwick (The Pickwick Papers), Oliver Twist, Nicholas Nickleby, y Barnaby Rudge. Después de que Dickens alquilara la casa durante tres años al precio de 80 libras por año, él, Catherine, Fred, el hermano de Dickens, y Mary se mudaron el 25 de marzo de 1837. Habiéndose trasladado desde el reducido alojamiento en sus habitaciones de soltero en el hostal Furnival, Holborn, los Dickens apenas se habían instalado en su nueva residencia georgiana en Bloomsbury cuando Mary sufrió un ataque. Durante el breve periodo en el que vivió con Catherine y Charles, Mary se convirtió en “la íntima amiga de Charles, una hermana privilegiada y una compañera doméstica” (Kaplan 92). Como sugiere la serie de relatos de Dickens sobre Londres, ella fue muy probablemente la primera en escuchar los fragmentos excepcionalmente buenos de Pickwick y de Oliver, recién salidos de la pluma de Dickens, quien valoraba sus opiniones y reacciones ante su trabajo incluso por encima de las de su joven esposa, Catherine, confiando en que las observaciones y las respuestas de Mary representaban las del lector común.
Numerosos críticos y biógrafos, en concreto el reconocido especialista en Dickens y anterior editor de El dickensiano, el doctor Michael Slater, han escrito extensamente sobre la influencia masiva que el recuerdo de la joven escocesa fallecida a los diecisiete años ejerció sobre Dickens a lo largo de su carrera. Una cantidad ingente de material impreso y digitalizado sobre la materia, y el interés creciente en ella, evidenciado en las biografías recientes de Dickens de Fred Kaplan y de Peter Ackroyd, complementan la relativa parquedad de referencias significativas sobre Mary, (y en particular sobre los sueños de Dickens con ella) en la magistral obra de John Forster, La vida de Charles Dickens, que se publicó poco después de la muerte del novelista a los 58 años. Quizá Forster pensó que la obsesión de Dickens con la memoria de su joven cuñada no era asunto del público. Sin embargo, el gran amigo, consejero legal y biógrafo de Dickens, sí que incorpora el epitafio que compuso para ella (como un cuñado tan fiel que los visitantes del Cementerio Kensal Green Cemetery de Londres pensaron que se trataba de su hermano): “Dios la contó entre sus ángeles”. Aparentemente Mary fue, según aquellos que la conocieron e incluso aquellos que sólo se la encontraron, “dulce, hermosa y amena” (Slater, Oxford Companion, p. 272). Pero esa dulzura de disposición y esa belleza morena un tanto convencional que Phiz capturó, no bastan para explicar únicamente la profunda influencia que su recuerdo, en ocasiones modelado en visiones y en ocasiones, como vívidos sueños, ejerció sobre Dickens. Como numerosos críticos han señalado, Mary probablemente sirvió a Dickens como base o esencia espiritual, por así decirlo, de la pequeña Nell en La tienda de antigüedades (la muerte de esta niña-personaje en enero de 1841 hizo resurgir el dolor de la despedida de su cuñada el domingo, 7 de mayo de 1837), de Rose Maylie en Oliver Twist, de la hermana de diecisiete años de la protagonista Kate en Nicholas Nickleby, y de Agnes en David Copperfield. Dickens utilizó el nombre de “Mary” para sus propios hijos, en concreto para la primera chica de la familia, nacida el 6 de marzo de 1838, un año después de la muerte de Mary Scott Hogarth.
Se puede argumentar como hacen tanto Slater como Ackroyd, que la obsesión de Dickens por las reminiscencias de Mary limitó severamente su capacidad para comprender y graficar la psicología femenina. Sólo después de la llegada a su vida de la actriz de dieciocho años, la rubia y asertiva Ellen Ternan, comenzó Dickens a usar otro modelo para las mujeres jóvenes, especialmente para Lucie Manette en Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities 1859) y para Estella Havisham en Grandes esperanzas (Great Expectations 1861). En su capítulo “Mary” en Dickens y las mujeres (1988), Slater añade que la pequeña institutriz de Martin Chuzzlewit (1844), Ruth Pinch, es casi prácticamente una versión de Mary, mientras que la intimidad asexuada y la relación jovial de Ruth con su hermano Tom quizá refleje la vinculación de Dickens con Mary durante los tres años que compartieron. El análisis de Slater de Ruth como Mary añade incluso otra implicación, esta vez no irónica, en relación con el uso de Dickens del “Edén” como topónimo en la novela:
él acababa de sufrir la pérdida de un familiar joven y muy querido a quien se sentía vinculado por medio de un magnífico afecto, y cuya compañía había sido, durante un tiempo, el principal consuelo de sus penas (¡y aquí no cabía la posibilidad de la dicha conyugal!). “Aquella sonrisa agradable y aquellas dulces palabras que ella concedía al trabajo vespertino durante nuestras alegres bromas alrededor del fuego fueron más preciosas para mí”, escribió posteriormente a la madre de Mary, “que el aplauso que podría haberme dirigido el universo entero”. En su diario, constató, “No volveré a ser nunca tan feliz como en aquellas habitaciones del tercer piso [en el hostal Furnival], nunca aunque me envuelva la riqueza y la fama. Si pudiera permitírmelo, las arrendaría para conservarlas vacías”. [véase La edición del peregrino de las cartas de Dickens, I, 257, 259, 260, 263, 266 nota 4, 323, 629, y 630; citado en Slater, p. 82].
Cuando comenzó a alcanzar riquezas y fama unos pocos años después, creo que encontró un mejor modo de inmortalizar el Edén de sus años adultos que el de confiar este recuerdo al museo de la fantasía de su diario. Dickens se dedica a recrearlo en su mundo eternamente ficticio, primero en Martin Chuzzlewit (1844), donde se reduce (por lo menos a lo más puro) a un casto idilio entre una hermana y un hermano. Ruth Pinch, esa “floreciente y pequeña criatura, siempre ajetreada”, conserva un hogar alegre para su hermano Tom, que se asemeja a su propio hijo, en un “salón triangular y dos diminutas habitaciones” en Islington: “Mientras ella se sentaba enfrente de Tom para cenar, señalando con el dedo la melodía de una de las mascotas de Tom sobre el mantel de la mesa, y le sonreía, él nunca se había sentido tan feliz en su vida” [Martin Chuzzlewit, Cap.37] (Slater, “Mary”, p. 83).
A la lista de jóvenes mujeres santas y virginales que Dickens creó a partir de sus memorias de Mary, deberíamos añadir con toda certeza a Lillian, el niño guía de las visiones de Trotty Veck en Las campanadas (1844, que refleja el sueño del 30 de septiembre que tuvo Dickens en Génova sobre el espíritu de Mary semejante al de la Madonna de Rafael), Dot Peerybingle, la abnegada hermana de El grillo y el hogar (1845), y Milly Swidger, la joven esposa que nunca llega a ser madre en El hombre embrujado (1848). Finalmente, Michael Slater en Dickens y las mujeres especula con que Marion, personaje de El libro de Navidad de 1846, La batalla de la vida, pueda ser una personificación altamente probable de Mary tanto en su sacrificio como en su posición romántica entre Alfred y Grace:
Dickens quería narrar una historia que pusiera de relieve el modo en el que los seres humanos ordinarios [96/97] luchan cada día “batallas incruentas” gracias al coraje moral y al amor abnegado que triunfa sobre las consideraciones personales. El efecto lo consiguió ubicando su historia sobre el lugar de una antigua batalla “donde fueron asesinadas miles y miles de personas”, el tipo de contienda famosa en la historia, aunque fue en realidad una vergüenza y deshonra para la humanidad, una manifestación de “las pasiones perversas de los hombres”.
Una vez que decidió que la “incruenta” batalla moderna de la historia tomaría la forma de un ejemplo sorprendente de renuncia fraternal, un tema siempre tan querido para su corazón, debió ser inevitable el que su mente se viera inundada por los pensamientos de Mary, su hermana perfecta a la que había perdido, y que su sustituta en el hogar, su hermana más joven, Georgina, apareciera en escena. Durante el sexto aniversario de la muerte de Mary, en mayo de 1843, cuando Georgina que tenía dieciséis años había estado viviendo casi un año bajo el techo de Dickens, éste escribió a la madre de Mary:
Detecto en muchos aspectos un fuerte parecido entre los rasgos mentales de Mary y los de Georgina, algunas veces es tan extraño que cuando ella, Kate y yo estamos sentados juntos, llego a pensar que lo que ha ocurrido es un sueño melancólico del que acabo de despertar. La similitud perfecta de lo que Mary era, nunca volverá a resurgir, pero en esta hermana refulge gran parte de su espíritu, de modo que durante algunas estaciones el tiempo pretérito regresa y apenas puedo desligarlo del presente.
Las protagonistas en La batalla de la vida son dos hermanas llamadas Grace y Marion. En este sentido, Steven Marcus observa que el comienzo de esta historia fue “con toda seguridad inconsciente” y que con él, Dickens jugueteó con “lo que por razones de brevedad denominaré como el juego del alfabeto”, puesto que la caracterización de las dos muchachas se aproxima tanto a la de las figuras de Georgina y Mary Hogarth que no puede ser puramente casual que los nombres ficticios tengan en cada caso las mismas iniciales de sus originales respectivos. Sin embargo, las edades están cambiadas, siendo Grace la mayor pero sólo “cuatro años como mucho”. En la época en la que Dickens estaba escribiendo La batalla de la vida, Georgina tenía casi diecinueve años, y la muerte había congelado a Mary en la mente de Dickens a la edad de diecisiete.
Georgina, a la que Dickens se referiría como a su “pequeña gobernanta”, es plasmada en la “figura tranquila del hogar” que Grace encarna con sus “cualidades engalanadoras, abnegadas… y su dulce temperamento, tan amable y discreto”, mientras que identifica a Mary con la hermana Marion, más joven y bella, a la que infunde durante el curso de la historia una facultad exaltadamente espiritual. Esto se manifiesta en una locución determinada a la que Dickens se reconoce incapaz de poner nombre, “algo que resplandece más y más a través del resto de la expresión”:
No era ni exultación, ni triunfo o entusiasmo orgulloso, puesto que estas emociones no se pueden mostrar calmadamente. No se trataba sólo del amor ni de la gratitud, aunque éstos formaban parte de ello. No emanaba de ningún pensamiento sórdido, puesto que esta clase de ideas no iluminan la frente, se ciernen sobre los labios y mueven el espíritu como una luz que revolotea hasta que tal figura simpática tiembla [97/98].
Ambas hermanas aman al mismo hombre, Alfred Heathfield, quien está tan cerca de ser su hermano como la decencia lo permite, puesto que es el pupilo de su padre y ha sido educado junto a ellas. Grace reprime sus sentimientos por el bien de su amada Marion, a la que Alfred pide en matrimonio cuando regrese de la ausencia de tres años que su carrera le exige. Marion puede leer el corazón de su hermana y en su inmenso amor hacia ella, decide sacrificar su propio amor por Alfred y desaparecer misteriosamente el día de su retorno, porque está segura de que si permanece lejos durante el tiempo necesario, el corazón de Alfred se inclinará por Grace. Esto supone para ella una intensa agonía no sólo debido a su propio afecto hacia Alfred, sino también por el dolor que causará a su padre (la madre de la chica por supuesto ha muerto), así como por el dolor de la separación de su adorada hermana, pero todo esto no impide el que heroicamente lleve a cabo su resolución y, como ha previsto, Grace y Alfred se casen finalmente. Tienen una hija a la que ponen el nombre de su tía, del mismo modo que Dickens y Catherine llamaron a su primera hija, Mary. Seis años después de la desaparición de Marion, Alfred y su mujer están sentados en el jardín de su casa, y en este instante del relato es cuando Dickens fusiona a través de la descripción de la presencia perenne de Marion entre ellos, el modo en el que él constantemente pensaba en Mary, “inmutable, joven, radiante”, y cómo Georgina parecía recordarle a ella, tal y como había escrito a la señora Hogarth. ¿Dónde está Marion, se pregunta el narrador?:
Allí no. Habría resultado muy raro el verla ahora en su antiguo hogar, incluso mucho más extraño de lo que fue en un principio aquella casa sin ella. Pero en este espacio familiar se sentaba una dama para cuyo corazón ella nunca había muerto, en cuya memoria más sincera pervivía inmutable, joven, radiante, en toda promesa y esperanza, en cuyo afecto… no tenía rival ni sucesor, sobre cuyos labios bondadosos su nombre temblaba entonces.
El espíritu de la muchacha perdida miraba a través de aquellos ojos, los ojos de Grace, su hermana, que estaba sentada con su marido en el huerto, el día del aniversario de su boda, que era asimismo el cumpleaños de Alfred y de Marion.
Es en este punto en el que “la muchacha perdida” parece resucitar ante ellos y regresar de entre los muertos, la visión de una “figura, con su indumentaria susurrando en el aire vespertino”, pero
No era un sueño ni tampoco un fantasma al que la esperanza y el miedo habían conjurado, sino ¡Marion, la dulce Marion! Tan hermosa, tan risueña, tan pura sin preocupaciones ni tribulaciones, tan excelsa y exaltada en su encanto que hasta el sol poniente refulgía esplendorosamente en su rostro erguido, de manera que podría haber sido un espíritu que visitaba la tierra para cumplir con una misión sanadora [98-99].
Ella es, dice a Grace, “todavía tu hermana doncella, soltera, sin compromisos matrimoniales, tu amorosa y antigua Marion…” y se dirige ahora a Alfred como a su “querido hermano”. La imaginación de Dickens que se había detenido en Mary, le lleva un paso más allá que en Oliver Twist. En tal novela, había reescrito la historia de Mary con un final diferente (Rose sobrevive a su repentina y terrible enfermedad); en La batalla de la vida, ella “fallece” para que su hermana pueda convertirse en la esposa del hombre que ambas aman, pero resucita milagrosamente como una hermana amorosa con los dos. Nos encontramos con que Alfred no la ha visto durante nueve años, exactamente el periodo de tiempo que había transcurrido entre la muerte de Mary y la composición de la historia (el único relato en el que sin razón aparente Dickens se sintió movido a decir a sus lectores su edad).
Con Mary inmortalizada así en su papel fraternal, la función que Georgina estaba cumpliendo en la vida real, y la propia Georgina fusionada con Catherine en la figura como esposa de Grace, Dickens, disfrazado en un Alfred Heathfield sin rasgos distintivos, “posee a todas las hermanas [Hogarth] ahora” como dice Marcus, “y todo lo que hacen se refiere a él” (“lo que la historia de Dickens nos está diciendo verdaderamente es que la muerte de Mary fue en cierto modo un sacrificio de amor por él”). Da la impresión de que el elemento de fantasía, independientemente del nivel de conciencia o de subconsciencia en el que opere, se le ha escapado decididamente de las manos, desembocando en un argumento ridículamente artificial para que encaje con los personajes. Esto pone a prueba la imaginación del lector de un modo que los críticos contemporáneos no han tardado en señalar. El propio Dickens parece haberse percatado de su fracaso a la hora de satisfacer sus expectativas, por lo que culpó al limitado espacio en el que debía embutir el relato debido al formato de El libro de Navidad. “¡Qué historia más conmovedora podría haber compuesto en un volumen en tamaño octavo!”, se lamentaba ante Forster. Pero si pudo realmente haber tenido éxito al ganar el control artístico requerido sobre la “ensoñación” (por usar la palabra de Marcus) que yacía en el corazón de la concepción de la historia es algo que sigue siendo dudoso.
Verdaderamente, fue una ensoñación parecida a la utilización de los recuerdos de Fanny en el siguiente libro de Navidad, El hombre embrujado. Durante esta época, a finales de la década de 1840, estaba claramente preocupado por su pasado, cavilando sobre él y remodelándolo en varios patrones de ficción, así como embarcándose en una autobiografía (Michael Slater, “Mary”, en Dickens y las mujeres, pp. 96-99).
El 26 de abril de 1842, cuando él y Catherine contemplaron las aguas tormentosas de las cataratas del Niágara, tuvo la nítida impresión de que entre las numerosas voces que escuchó en el torrente atronador estaba la de Mary. Escribió desde América a Forster diciéndole que sentía que tras su muerte, el espíritu de Mary había visitado las maravillas de la naturaleza en “múltiples ocasiones… desde que su afable rostro se evaporó de mi vista terrenal” (Forster, I, 171). Otro recuerdo de Mary, que data del exilio italiano y financiero autoimpuesto de Dickens, muestra que perdió gradualmente el sentido de su apariencia física pero no de su voz.
Casi tan pronto como Dickens se había mudado con su familia desde la Villa Bagnerello en Albaro hasta el Palacio Peschiere, mucho más cómodo y plagado de hermosos frescos dentro de las murallas de la ciudad de Génova, Dickens comentó haber soñado con Mary por primera vez desde 1838, cuando “se había esfumado en los páramos de Yorkshire, después de que él contara sus sueños a Catherine” (Ackroyd 439). Hacia finales de septiembre de 1844 (Slater en The Oxford Companion especula con que la fecha precisa fue el 30 de septiembre), Mary se le apareció mientras dormía, simulando ser la Madonna de Rafael, envuelta en una indumentaria larga y azul, aunque no identificó esta visión con su cuñada fallecida hasta que ella le habló. Dickens gritó al espíritu, como informa Forster, “¡Perdóname!, Nosotros, pobres criaturas vivientes, sólo podemos expresarnos mediante miradas y palabras” (Forster, Vol. 1, p. 231; Ackroyd 439). Dickens racionalizó después tal visión considerando las influencias del gran altar que había en su dormitorio y la marca sobre la pared por encima del mismo donde una lámina religiosa debía haber estado colgada, y el sonido de las campanas del convento de la puerta de al lado. Hasta ahora, los biógrafos y los críticos no han explorado la naturaleza exacta de la relación entre El libro de Navidad y los personajes Meggy Veck, Lilian Fern, Dot Peerybingle, y Milly Swidger.
Slater concluye, quizá empatizando con Catherine, con la madre de los doce hijos de Dickens a quien desplazó en sus afectos una joven actriz cuando la simplicidad de la cincuentena había erradicado cualquier rastro de su belleza juvenil,
la mujer de la que el joven Dickens se enamoró no como un hermano sino como un amante, la mujer con la que se casó y vivió durante veintidós años, con la que engendró una gran familia, parece haber impactado menos en su imaginación más profunda y en su arte que cualquiera de las otras mujeres que desempeñaron un papel importante en su historia emocional [102].
Referencias
Ackroyd, Peter. Dickens. Londres: Sinclair-Stevenson, 1990.
"The Dickens House Museum." Londres Walks. Leído el 11 de marzo de 2007. http://www.london-walks.co.uk/30/the-dickens-house-museum.shtml.
"Ellen Ternan." Wikipedia. Leído el 14 de marzo de 2007. http://en.wikipedia?Ellen_Ternan
Forster, John. The Life of Charles Dickens. 2 vols. Londres: Chapman y Hall, rpt. 1895.
Kaplan, Fred. Dickens: A Biography. Nueva York: William Morrow, 1988.
"Mary Hogarth" (retrato de Phiz). Leído el 11 de marzo de 2007. http://www.charlesdickensonline.com/Favorites/f064.htm
Slater, Michael. "Hogarth, Mary Scott." The Oxford Reader's Companion to Dickens, ed. Paul Schlicke. Oxford: Oxford U. P., 1999.
— -. "Mary." Dickens and Women. Londres y Melbourne: J. M. Dent y Sons, 1986. Pp. 77-102.
Modificado por última vez el 14 de marzo de 2007; traducido el 14 de febrero de 2012