[••• = en español. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]

La guerra de Edward Irving [1792-1834] se ha consumado, si no en la victoria, sí en la invencibilidad y en el tesón lleno de fe hasta el final. El Espíritu del tiempo que no pudo enrolarle como su soldado, debe necesitar, en todos sus caminos, luchar con él como si fuera su enemigo: este Espíritu ha cumplido con su parte y él con la suya. Una de las naturalezas más nobles, hombre de una naturaleza heroica y vetusta con ropajes modernos y cuestionables, que ¡fue incapaz de llevar! A su alrededor, una sociedad distraída, vacía, lasciva; calor y oscuridad, y ¿qué pueden engendrar estos dos, sino locos extremos de zalamerías, seguidos de contumelias más desquiciadas, de la indiferencia y la negligencia? Éstos fueron los elementos conflictivos, éste es el resultado que han preparado entre ellos. La voz de nuestro “hijo del trueno”, con su profundo tono de sabiduría perteneciente a todas las épocas elocuentes y parlantes, nunca inaudible entre las disonancias más salvajes presentes en esta era desarticulada que dormita y anda como sonámbulo, que no puede hablar, sino sólo chillar y farfullar, se ha silenciado demasiado pronto. Sus labios se han cerrado. Su enorme corazón con su enorme generosidad, donde la desdicha encontró consuelo, y aquellos que deambulaban en la oscuridad siguiendo la luz como si del hogar se tratase, se ha detenido. El hombre fuerte ya no es más: abatido desde fuera, socavado desde dentro, debe hundirse extenuado, como cuando cae la noche, cuando sin embargo sólo se trataba del mediodía. Irving tenía cuarenta y dos años y algunos meses: Escocia le envió como un hombre hercúleo, nuestra Babilonia lo desgastó y lo echó a perder, con todas sus máquinas y sólo la llevó doce años. Duerme con sus padres en esa querida tierra donde nació, mientras Babilonia continúa con sus estúpidas y ensordecedoras furias, que de ahora en adelante serán para él inocuas, inadvertidas—por siempre.

Lector, tú has visto y escuchado al hombre con sabio o desacertado asombro; tú no volverás a verlo o a escucharlo. El trabajo, sea lo que sea, está hecho; oscuras cortinas se sumergen sobre ello, circundándolo cada vez con mayor profundidad en el inmutable pasado. Piensa, puesto que quizá tú eres uno de esos miles que merecen pensar en esto, que aquí una vez más fue enviado un hombre genuino, a esta falsa fantasmagoría de mundo que se vería arrastrado a la ruina; [297/298] que aquí nuevamente, bajo tus propios ojos, en esta última década, se representó la antigua tragedia, que ha visto ahora su quinto acto, el del Mensajero de la verdad en la era de Shams, y ¿qué relación tú mismo puedes guardar con ello? ¿Si es que hay alguna? Indudablemente, tú mismo estás aquí, bien soñando o despierto, y un día dejarás de soñar.

Este hombre fue nombrado sacerdote cristiano, y luchó con todas sus fuerzas para serlo. Para serlo: ¡en una época sobre la controversia del diezmo, el Enciclopedismo, la renta católica, la filantropía y la Revolución de los tres días! Podría haber sido tantas cosas, no sólo un comunicador, sino un hacedor, el líder de hordas de gente. Dado que su cabeza, cuando la Babilonia neblinosa aún no la había oscurecido, poseía un entendimiento fuerte e inquisitivo; su propio entusiasmo era muy optimista, no atrabiliario; era tan encantador, tan lleno de esperanza, con un corazón tan simple y hacía suyo todo aquello que se aproximaba a él. Una fuerza gigantesca de actividad estaba presente en este hombre, y la especulación era un accidente, no su naturaleza. La caballería, la vida campestre aventurera de las antiguas zonas fronterizas, y una esencia mucho más noble que eso, corría por su sangre. Había en él un coraje, intrépido no belicoso, apenas cruel, de ningún modo feroz, como el del generoso caballo de guerra, bondadoso en su vigor, riendo ante el temblor de la lanza. Pero, sobre todo, fuera lo que fuera, ser una realidad era indispensable para él. En su sencillo círculo escocés, la forma más elevada de virilidad alcanzable o conocida era la del cristiano, y el cristiano más excelso era el Maestro de todo esto. La suerte de Irving estaba echada, ya que las lanzas de las incursiones se habían oxidado todas allí en la tierra; el castillo de Annan se había convertido en el ayuntamiento y el profético Knox había enviado noticias hacia allá: el profético Knox y, ¡desgraciadamente!, también el escéptico Hume, y, como consecuencia natural, ¡el diplomático Dundas! En tal elemento híbrido e incongruente había de crecer la joven alma.

Sin duda alguna que creció gracias a aquella robusta vitalidad suya: creció y maduró. Aquellos que únicamente han visto al Irving famoso en Londres y cómo la fama le ha distorsionado nunca podrán saber lo bueno y brillante que fue cuando aún era un joven desconocido en Escocia. Quizá no hubo en estas islas en aquel mes de noviembre de 1822, cuando llegó aquí por primera vez, un hombre, corporal y espiritualmente hablando, con una vida más llena de genialidad y de energía.

Debido a una casualidad fatal, la moda puso su ojo en él al igual que en alguna personificación del nuevo Cameronianismo, en algún producto salvaje de la naturaleza procedente de las rudas montañas. La moda se apiló a su alrededor con sus luces meteóricas y sus danzas báquicas, insufló su fétido incienso sobre él, intoxicándolo, envenenándolo. Se puede decir que fue su propia nobleza la que propició semejante ruina, el exceso de su sociabilidad y compasión, del valor que le daba a los sufragios y a las lealtades de los hombres. Cantos de sirena como si llamaran a una nueva reforma moral (para que los hijos de [298/299] Mammón, y los altos hijos de Belial y Beelzebub se convirtieran en los hijos de Dios, y las flores artificiales de Almack´s lo hicieran en rosas vivas en un nuevo Edén) que sonaban en los oídos y en el corazón de los inexperimentados. ¡De lo más seductor, de lo más engañoso! La moda continuó perezosamente su camino para mirar detenidamente a los cocodrilos egipcios, a los cazadores iroqueses o lo que pudiera haber. Se olvidó de este hombre quien desgraciadamente no podía olvidar a su vez. El veneno tóxico había sido tragado y ninguna fuerza de la salud natural pudo expulsarlo. Inconscientemente, y en su mayor parte debido a una inconsciencia profunda, no había ninguna posibilidad ahora de vivir en el descuido, de caminar por los senderos de la quietud donde sólo estamos a bien con nosotros mismos. La singularidad debe en adelante suceder a la singularidad. ¡Oh, tú, pestilente corriente de aire circeana, tú, veneno del aplauso popular! La locura y la muerte se hallan en ti; tu fin es la insania y la tumba. Durante los últimos siete años, Irving, abandonado por el mundo, o bien luchó por recordarlo o por darle la espalda, se recluyó en un mundo inferior de ideas y personas, y vivió aislado allí. En esto tampoco encontró la salud, puesto que para este hombre tal aislamiento no fue adecuado, ni tales ideas ni tales personas.

Aun así, una luz todavía brillaba sobre él; desgraciadamente a través de un medio más y más turbio: la luz del cielo. Allí estaba su Biblia en la que debe yacer la curación de todas las aflicciones. A la Biblia, se dirigió exclusivamente con mayor asiduidad. Y si es la Palabra escrita de Dios, ¿no será también la Palabra hecha carne? ¿Es entonces un mero sonido, la tinta negra del impresor en un papel blanco desgarrado? Un hombre a medias podría haber pasado de largo sin contestar; un hombre con todas las letras debe contestar. De ahí •••las Profecías milenarias (Prophecies of Millenniums), el don de lenguas, por lo cual la ortodoxia se acicala en un asombro decente y la saluda, ¡Al ataque! Irving se aferró a su creencia, como al alma de su propia alma, la siguió por la tierra o por el aire, por donde fuera, donde fuera que le condujera, afanándose como nunca un hombre trabajó para difundirla, para lograr que los oídos del mundo la escucharan , pero fue en vano. La confusión creció en intensidad salvajemente tanto fuera como dentro. A la mente noble pero descaminada no le quedaba ahora más que morir. Y murió la muerte de los verdaderos y los valientes. Sus postreras palabras dicen que fueron: “Tanto en la vida como en la muerte, soy del Señor” — ¡Amén!

Alguien que le conoció bien y puede amarle bondadosamente, dijo: “Pero en el caso de Irving, nunca he sabido lo que la comunión entre un hombre y otro hombre significa. Su alma fue el alma humana más libre, más fraternal, más intrépida con la que la mía entró jamás en contacto: le llamo, a grandes rasgos, el mejor hombre, después de un juicio considerable, que he encontrado en este mundo, o ahora espero encontrar”.

La primera vez que vi a Irving, fue hace veintiséis años, en su pueblo natal, Annan. Se sentía pleno por Edimburgo, con premios universitarios, una personalidad elevada y promesas: había venido a ver a nuestro director de escuela que también había sido el suyo. Le oímos hablar sobre profesores afamados [299/300], temas eruditos clásicos, matemáticos, todo el país de las maravillas del conocimiento: nada excepto dicha, salud, esperanza sin fin, se desprendían del floreciente joven. La última vez que le vi fue hace tres meses en Londres. La amistad todavía resplandecía en sus ojos, pero ahora entre medias de un fuego agitado, su semblante era flácido, desgastado, enfermizo, blanquecino como si fuera propio de una edad extrema. Estaba temblando ante el borde de la tumba. — ¡Adiós, tú, mi primer amigo; adiós, mientras este ocaso confuso de la existencia perdure! ¡Ojalá que nos encontremos donde el ocaso se convierte en día!”

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Referencias

Carlyle, Thomas. "The Death of Edward Irving." The Collected Works. 16 vols. London: Chapman y Hall, 1858. IV, 297-300. Este ensayo apareció originalmente en Fraser's Magazine 61 (1834).


Modificado por última vez el 12 de marzo de 2005