[Las citas de la Biblia pertenecen a la Biblia de Jerusalén. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1976. Las referencias bíblicas intratextuales de los pasajes bíblicos concretos no aparecen en la versión original, salvo la de la cita que abre el sermón. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.].
Yahveh habló a Moisés aquel mismo día y le dijo: «Sube a esa montaña de los Abarim, al monte Nebo que está en el país de Moab, frente a Jericó, y contempla la tierra de Canaán que yo doy en propiedad a los israelitas. En el monte al que vas a subir morirás, e irás a reunirte con los tuyos, como tu hermano Aarón murió en el monte Hor y fue a reunirse con los suyos [Deuteronomio 32: 48-50].
El largo deambular de los israelitas estaba ahora a punto de concluir. Esa generación malvada que había provocado a Dios mediante la murmuración y la rebelión, alcanzó su final según la amenaza divina, y sus hijos permanecieron junto a las aguas del Jordán, esperando a que llegara el mandato para atravesarlas y expulsar a los cananeos. La tierra que manaba leche y miel se podía ver perfectamente, la tierra que se había prometido a Jacob, Abraham e Isaac, la misma cuyos descendientes poseerían y para lo cual Egipto había sido arrasada con plagas y una columna mística de fuego y nubes había surcado el desierto. Fue un momento triunfante de gran entusiasmo: muchos debieron haber contemplado impacientemente el río, lo único que ahora les separaba de su herencia, y debieron anhelar el permiso para franquear esta última barrera y pisar el suelo que a partir de entonces sería suyo. ¿Y quién si no estaría mucho más emocionado, quién más deseoso de cruzar el Jordán que el gran líder del pueblo a quien se había encomendado librarlos del cautiverio, y que había soportado dócilmente su insolencia e ingratitud durante cuarenta años llenos de peligros y de penalidades? Era la única recompensa terrenal que el capitán de Israel podía recibir, aquella que, siendo un instrumento a la hora de acercar a su nación a la misma linde de su herencia, le permitiera contemplarlos a todos felizmente asentados y disfrutar, a su edad avanzada, del hermoso espectáculo de las doce tribus repartiéndose los campos y los viñedos que sus padres tanto habían añorado. O, si esto era demasiado, y él debía delegar en aquellos más jóvenes la conducción de Israel a la batalla contra los poseedores de la tierra, podría haber por lo menos contemplado la riqueza de los valles, las colinas soleadas, los arroyos brillantes, y así haberse quedado satisfecho, a través de la experiencia real, de la importancia del legado, pensamiento que tanto le había animado en medio de los miles de peligros y de trabajos agotadores.
Pero aunque después de Moisés no aparecería ningún otro profeta tan honrado y fiel, aunque se le había permitido hablar cara a cara con el Señor y había recibido signos de aprobación divina, que no se concedieron ni antes ni se han otorgado desde entonces a ningún miembro de nuestra raza, Moisés había pecado, y la pena merecida fue que no entraría en la Tierra prometida. Sus deseos y plegarias más fervientes no pueden hacer nada por conseguir la absolución de la sentencia: sólo puede limitarse a ascender al monte Nebo y desde allí, a vislumbrar una panorámica distante de las extensiones de Canaán, pero no cruzará el Jordán ni plantará sus pies en la tan deseada Palestina. ¡Decreto extraño y aparentemente duro! El pecado en sí mismo no parecía extraordinariamente atroz, pero no se puede escapar a la retribución amenazante, ya que la obediencia prolongada e inamovible no puede hacer nada frente a la ofensa solitaria, y al mediador que en tantas ocasiones ha intercedido con éxito por los miles de israelitas, se le niega la bendición que se atrevió a pedir para sí mismo. Observad a la congregación reunida: ¿quién duda de que en su vasto seno hay muchos que han contribuido enormemente a la provocación del Todopoderoso y que aportarán a Canaán la impureza de sus corazones y la ingratitud de sus espíritus? Y sin embargo, todos pasarán el Jordán, todos seguirán al arca, repleta de tesoros sacramentales, conforme las aguas se dividen a su paso, rindiendo homenaje al símbolo de la divinidad. Nadie será dejado atrás salvo aquel que fue el primero de entre los siervos de Dios, que habría sentido la alegría más pura y ofrecido la alabanza más pródiga al penetrar en la tierra que había sido prometida a sus ancestros. Aarón ya había fallecido: este padre del sacerdocio levítico había ofendido a Moisés y, en consecuencia, le fue negado el privilegio de ofrendar el primer sacrificio en Canaán, y así, de consagrar la herencia ante el Señor. Y ahora Moisés debe también reunirse con los suyos. Se le ha concedido un tiempo mayor que a Aarón puesto que ha sido más recto y más obediente, y se le ha permitido acercarse más a la Tierra prometida, y en verdad, hasta el punto de verla, pero el Señor no olvida su palabra, y ahora por tanto, llega este mensaje sorprendente, «Sube a esta montaña y muere en ella, para reunirte con tu pueblo, de igual modo que tu hermano Aarón murió en el monte Hor y se reunió con su gente».
El mandato fue obedecido sin un murmullo. Este hombre de Dios, «cuyo ojo no se había apagado ni se había perdido su vigor» [Deuteronomio 34: 7], ascendió a la cumbre de Pisga y allí, el Señor, asistiendo milagrosamente su vista, le mostró «la tierra entera: Galaad hasta Dan, todo Neftalí, la tierra de Efraím y de Manasés, toda la tierra de Judá, hasta el mar occidental, el Négueb, la vega del valle de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Soar» [Deuteronomio 34: 1-4]. Una vez hecho esto, su alma espiró en la manos de su Hacedor y «el Señor le enterró en el valle, en el país de Moab, frente a Bet Peor», pero ningún ojo humano vio esta misteriosa disolución, y «nadie hasta hoy ha conocido su tumba» [Deuteronomio 34: 6].
Por consiguiente, consideramos esto una parte muy interesante e instructiva de la historia sagrada que presenta un material inmenso discursivo digno de ser aprovechado. Nuestro objetivo consiste por tanto en ilustraros con su examen, y pensamos que cuando veáis las verdades, que tendremos que poner ante vosotros y que son únicamente aquellas que os resultan familiares después de tantas veces escucharlas, las encontraréis tan importantes que esto justificará su repetición frecuente. Será necesario que inspeccionemos el pecado del que se acusa a Moisés, que implicó su exclusión de Canaán. Tras ello, tendremos que tener en cuenta las circunstancias peculiares de su muerte. Existen por tanto dos divisiones generales alrededor de las cuales nuestra temática girará de modo natural. En primer lugar, nos detendremos en por qué Dios se negó a permitir que Moisés pasara el Jordán, y en segundo lugar, pondremos atención a la narración de su ascenso al monte Nebo, y su expiración ante la tierra que no penetraría.
Ahora bien, recordaréis que, poco después de que los israelitas salieran de Egipto, estaban afligidos por la falta de agua en el desierto y tan indignados contra Moisés que casi llegaron a lapidarlo. En esta ocasión, Dios orientó a Moisés para que tomara la vara con la que había ejecutado tales milagros en Egipto y que golpeara la roca en Horeb. Esto hizo y de ella brotó agua en abundancia. Normalmente se acepta que esta roca de Horeb era un componente tipológico de Cristo y que la circunstancia de la roca que no manaba agua hasta que Moisés la golpeó, representaba la importante verdad de que el Mediador debía recibir los golpes de la ley antes de que él pudiera ser la fuente de la Salvación ante un mundo agotado destinado a perecer. Esto es a lo que San Pablo se refiere cuando dice de los judíos, «Y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la misma bebida espiritual que les seguía, y la roca era Cristo» [Primera epístola a los Corintios 10: 4]. Parece que las aguas que chorreaban de la roca de Horeb, asistieron a los israelitas durante el tránsito principal de su peregrinaje por el desierto y esto es lo que tenemos que comprender cuando el apóstol afirma que la roca les siguió (la roca en sí misma no les siguió, sino la corriente que brotó de esa roca), una bella representación del hecho de que, si Cristo fue una vez golpeado o una vez sacrificado, una corriente dadora de vida acompañaría constantemente a la Iglesia en el desierto. No volvemos a leer nada relativo a la escasez de agua hasta casi treinta y siete años después, cuando la generación que había salido de Egipto fue destruida por su descreencia, cuando sus hijos estaban a punto de entrar en Canaán. Es probable que Dios entonces permitiera que fallara el suministro de agua para que los israelitas recordaran que él los mantenía milagrosamente y enseñar, lo que siempre estaban dispuestos a olvidar, su dependencia de la protección del Todopoderoso. Con toda seguridad necesitaban la lección, puesto que en cuanto vieron que carecían de agua, mostraron la misma falta de fe que sus padres habían manifestado, y en vez de confiar dócilmente en Dios que durante tanto tiempo había cubierto sus necesidades, «se amotinaron contra Moisés y Aarón» [Números 16: 3] y los vilipendiaron cruelmente por haberlos sacado de Egipto.
Se pide a Moisés, como en la ocasión anterior, que tome su vara para extraer agua de la roca. Pero debéis observar cuidadosamente la diferencia entre el mandato que ahora se le da y aquel que recibe en Horeb. En el último caso, Dios le dice claramente, «vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo» [éxodo 17: 6]. Pero en el ejemplo actual la directriz es, «Hablad luego a la peña en presencia de ellos, y ella dará sus aguas» [Números 20: 8]. En un caso, se le ordenó expresamente a Moisés que golpeara la roca, en el otro, que sólo la hablara. Y no podemos sino considerar que hubo algo muy significativo en esto. La roca, como hemos supuesto, tipificaba a Cristo, que sería una vez golpeado por la vara de la ley, pero sólo una vez, viendo que «mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» [Hebreos 10: 11-14]. Una vez golpeada, no se pide nada más de nadie después de la escasez salvo hablar ante esta roca: rezar, si podemos utilizar esta expresión, para abrir el costado atravesado del Cordero de Dios y provocar que broten frescas corrientes de ese manantial destinadas a purificar a las naciones. Por ello, si la roca hubiera sido golpeada nuevamente, habría violado la integridad y la belleza de la tipología Crística y habría representado la necesidad de que Cristo fuera dos veces sacrificado, oscureciendo así todo el plan evangélico. Sin embargo, esto es lo que hizo Moisés y al hacerlo, desagradó profundamente a Dios. Os hemos mostrado que la orden a Moisés y a Aarón fue de lo más patente, «Hablad luego a la peña en presencia de ellos». Pero cuando vemos cómo el mandato fue obedecido, leemos lo siguiente: «Convocaron Moisés y Aarón la asamblea ante la peña y él les dijo: «Escuchadme, rebeldes. ¿Haremos brotar de esta peña agua para vosotros?» ,» Y Moisés alzó la mano y golpeó la peña con su vara dos veces» [Números 20: 10-11].
¿Podéis estar tan ciegos, hermanos míos, para no ver que aquí Moisés pecó gravemente? Es evidente que se sentía exasperado e irritado espiritualmente: su lenguaje lo demuestra, «Escuchadme rebeldes» [Números 20: 10]. Indudablemente que eran rebeldes, pero fue manifiestamente en un arranque de pasión humana, en vez de indignación sagrada, cuando Moisés utilizó entonces tal término. Y observad cómo prosiguió, «¿Haremos brotar de esta peña agua para vosotros?» ¿Quiénes sois vosotros, ¡Oh Moisés y Aarón!, para que habléis como si la virtud estuviera en vosotros, cuando sois verdaderamente hombres con pasiones y debilidades similares a las nuestras? El salmista, al relatarnos la historia de su nación durante su peregrinaje por el desierto pudo describir perfectamente cómo Moisés se sintió en esta ocasión provocado hasta el punto de expresarse impetuosa y desmedidamente, «En las aguas de Meribá le enojaron, y mal le fue a Moisés por culpa de ellos, pues le amargaron el espíritu, y habló a la ligera con sus labios» [Salmo 106: 32].
Pero ésta no fue su única ofensa ni quizá la principal. En lugar de actuar sólo como se le había pedido, y hablar a la roca, levantó su mano y la golpeó ciertamente por dos ocasiones. ¿Esto se debió meramente a la irritación del momento o fue a causa de una descreencia real? ¿Olvidó simplemente la orden o temió que una sola palabra no bastaría, viendo que en la circunstancia anterior de la roca no había manado agua hasta ser golpeada con la vara? Probablemente existió cierto grado de desconfianza, o si no, no habría golpeado dos veces, y no gozaba de una fe vigorosa cuando una ira perversa se adueñó de su mente. Y como consecuencia, el legislador mostró pasión, arrogancia e incredulidad: la pasión, cuando se dirigió a la multitud en el lenguaje de un hombre irritado; la arrogancia, cuando habló como si fuera su propio poder el que pudiera extraer el agua, y la incredulidad en tanto en cuanto golpeó cuando se le había pedido que únicamente hablara. Parece probable que fue el escepticismo el que provocó especialmente a Dios, puesto que cuando continuó reprendiendo por los pecados, lo hizo en estos términos, «Por no haber confiado en mí, honrándome ante los israelitas, os aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado» [Números 20: 12].
Para nosotros, acostumbrados como tan felizmente lo estamos, a ofender mucho más gravemente que Moisés, incluso cuando lo peor se ha dicho agravando su pecado, puede parecer que Dios trató duramente a su siervo, pronunciando inmediatamente en su frase que Moisés no guiaría a la congregación a la tierra que les sería dada. Fue una oración a través de la cual el propio Moisés experimentó la severidad, puesto que se describe a sí mismo suplicando encarecidamente por la remisión. Pero rogó en vano; es más, parece haber sido repelido con indignación, puesto que es así como manifestó la cuestión de la súplica: «Pero, por culpa vuestra, Yahveh se irritó contra mí y no me escuchó; antes bien me dijo: «¡Basta ya! No sigáis hablándome de esto» » [Deuteronomio 3: 26]. Debe sin embargo recordarse que los ojos de todo Israel estaban puestos sobre Moisés y Aarón y que cuanto más enaltecida era su situación y más eminente su piedad, se hacía más imperioso que Dios determinara su acontecer, probando así que él no toleraría ningún pecado, ni tan siquiera en aquellos a los que más ama y aprueba. No es por el hecho de que un hombre goce ampliamente del favor de su Hacedor por lo que puede esperar escapar de las retribuciones temporales de una falta. Por el contrario, puesto que no puede sostener sus recompensas eternas, existe una razón de peso por la que lo temporal no puede ser condonado, puesto que si se hiciera así, su pecado sería totalmente ignorado y por lo tanto, aparentemente pasado por alto por Dios. Y aunque Moisés había sido singularmente piadoso y obediente, ¿quién no puede percibir que la rareza de su pecado sólo habría hecho que su ausencia de castigo fuera más notoria, mientras dio lugar, por otra parte, a una lección mucho más impresionante, relacionada con el odio al pecado por parte de Dios y su determinación de que nunca quedaría sin recompensa? Toda la asamblea había visto el pecado cometido; si hubieran apreciado también que había pasado desapercibido ante los ojos de Dios, podrían haber argumentado que la impaciencia y la incredulidad eran excusables para determinadas personas o bajo ciertas provocaciones. Pero cuando se enteraron de que Aarón moriría en el monte Hor, y Moisés en el monte Nebo, porque no habían creído que Dios les santificaría ante los ojos de la congregación, se les enseñó, incluso más impresionantemente que cualquier cosa que les había acontecido a ellos o a sus padres, que el pecado necesariamente desencadena, bajo todas las circunstancias, la ira del Todopoderoso, que el grado de rectitud, bien sea anterior o posterior, no puede compensar la más mínima transgresión, y que la notoriedad como santo asegura más que evita algún tipo de fatalidad llegada como castigo, cuando se produce el menor desvío de la estricta línea del deber.
Y la lección no debería perder ni un ápice de su carácter imponente por el hecho de haberse producido siglos atrás y bajo una dispensa en la que sucedían mayores sanciones temporales que en la nuestra. Si tuviera que juzgar la naturaleza perversa de la incredulidad, si tuviera que estimar cómo la menor desconfianza de su palabra provoca al Altísimo, no sabría dónde fijar mi atención mejor que en Moisés, detenido en el mismo umbral de Canaán, porque, en una ocasión aislada cuando había demasiadas razones para sentirse indignado, mostró falta de confianza en Dios y sobrepasó los límites de su mandato. Las miles de personas que cayeron en el desierto «a causa de su incredulidad», no alertan tan enfáticamente como este único individuo, expulsado de la Tierra prometida. Eran hombres atrevidos y disolutos que con frecuencia y fieramente desafiaron a Dios en el desierto. Pero él fue el más dócil de la tierra: su cara, parece ser, todavía brillaba con el resplandor celestial, como cuando descendió del monte tras comunicarse con Dios, y no tengo constancia de ningún otro ejemplo que se haya registrado durante todos los años que transcurrieron desde la salida de Egipto en el que nunca llegó a demostrar la más mínima deficiencia en su fe. ¿No nos proporciona éste una señal que demuestra que la descreencia, en cualquier grado y con todo paliativo, almacena para nosotros material con el que acusarnos, y que si, simplemente nos alejamos de la palabra que nos da Dios y no actuamos según sus preceptos, no dejando que repare sus buenas promesas, nos exponemos a su insoportable indignación, quedándonos como único recurso el cumplimiento de sus amenazas? Estemos seguros de que Dios no pasa por alto, sino que más bien percibe con total exactitud, con un deseo intenso para premiarnos, esas dudas y desconfianzas que a menudo se encuentran en el mejor de sus siervos, y que, si no castiga en el instante a su pueblo cuando éste no satisface implícitamente sus mandatos, no es porque considere que la ofensa es pequeña, sino porque ve adecuado diferir la retribución. Y si alguno de vosotros ruega con intensidad para ser simplemente obediente y para que la razón le acompañe con sus sugerencias, siendo particularmente difícil adherirse estrictamente a la revelación; si encuentra alguna excusa para los defectos de su fe cuando es sorprendido o se ve rodeado por circunstancias penosas, o se siente constantemente agobiado o generalmente firme, le enviamos para que contemple a Moisés, ansioso por entrar en Canaán y que casi dentro de sus límites, se le ordenó para que ascendiera al monte Nebo para morir allí. Y creemos que difícilmente se atreverá a tomarse a la ligera en lo sucesivo la menor desconfianza de Dios cuando descubra que este eminente santo expiró en el mismo margen de la herencia prometida, sólo porque, en un momento de debilidad, había golpeado la roca a la que se le había dictado sencillamente hablar.
Tal fue entonces la ofensa de Moisés: una ofensa que estamos quizá dispuestos a infravalorar, porque somos propensos a la impaciencia y al escepticismo, y de la cual, probablemente, sobrevaloramos el castigo, sin considerar que la expiación fue completamente temporal. Es verdad que Dios se enfadó con Moisés y que él mostró su ira defraudando a una de sus esperanzas más queridas, pero el enojo se agotó en un único decreto, en que debía morir en Nebo, puesto que esta montaña sería la puerta del paraíso.
Examinemos sin embargo los pormenores que se narran en nuestro texto sobre la partida de Moisés. La condena fue que Moisés no debería llevar a la congregación a Canaán, aunque su ejecución literal no prohibía que se aproximara hasta los mismos confines de la tierra, ni que no pudiera contemplar el territorio. Y según Dios, quien siempre templa el juicio con la misericordia, aunque nunca perdona su dictamen, concedió a su siervo tanta indulgencia como la que contenía la severidad de sus términos, haciendo que padeciera al acercarse hasta el mismo límite del Jordán para posteriormente dirigirle hacia una montaña desde la cual avistar la amplia extensión del patrimonio esperado. Aun así, la hora de la muerte ha llegado para Moisés, independientemente de la gracia con la que recibe esta orden; y a pesar de que tiene que partir de esta vida porque ha enfadado a Dios, su adiós será suavizado con muestras de favor. Se produce una extraña mezcla de severidad y amabilidad en la orden, «Sube a esa montaña de los Abarim y contempla la tierra de Canaán y muere en el monte al que vas a subir» [Deuteronomio 32: 48-50]. Prevalece la rigidez: debes morir, aunque ahora te encuentres en pleno vigor, aunque tu mente o tu cuerpo goce de plenas capacidades. Pero también destaca la bondad: debes morir, pero no cerrarás tus ojos sobre el mundo hasta que no se hayan deleitado con la vista de los valles y las montañas que Israel poseerá.
No obstante, no es la severidad ni la dulzura la que es más notoria a lo largo del pasaje, sino la manera sencilla y espontánea en la que la orden se emite. «Sube y muere». Si Dios hubiera invitado a Moisés a un banquete o le hubiera conminado a llevar a cabo la obligación más común, no lo habría hecho con tanta familiaridad o soslayando lo que es doloroso o difícil, de modo que no fue nada complicado para Moisés morir. Había estimado deliberadamente «como riqueza mayor que los tesoros de Egipto el oprobio de Cristo» [Hebreos 11: 26] y durante tiempo lo hizo así «porque tenía los ojos puestos en la recompensa» [Hebreos 11: 26]. Y aunque habría vivido gustosamente un poco más para completar el trabajo en el que se había implicado durante años, sabía que morir significaría entrar en una tierra de la que Canaán, con todo su esplendor, no era sino una sombra. Por lo tanto, Dios podía hablarle de la muerte del mismo modo que le habría hablado de un descanso durante el sueño, como si no hubiera nada grandioso en el acto de la disolución, nada ante lo cual la naturaleza humana pudiera empequeñecerse. Sin embargo, no podemos perdernos en elucubraciones si Moisés hubiera mostrado reticencia, puesto que partiría de esta vida de una manera misteriosa y casi pavorosa. En cualquier caso, morir es algo solemne y nuestra naturaleza, cuando se reúne a causa del acto de la desintegración, parece requerir todas las plegarias y bondades de nuestros amigos, pero no estar muy dispuesta a encontrarse con el enemigo final con compostura. La habitación en la que un buen hombre fallece se ve ocupada normalmente por parientes afectuosos que rodean su cama para observar cada una de sus miradas y captar cada una de sus palabras: le susurran verdades alentadoras y hablan animadamente de la tierra mejor a la que se apresura, aunque a menudo se ven obligados a volver sus rostros para que el moribundo no se apene ante las lágrimas que su propia pérdida genera. Y todo esto en cierta manera quita valor al terror de la muerte. No se trata de que si el agonizante estuviera solo, Dios no le sostendría igualmente consolándole con su gracia, sino que existe algo en la instrumentalidad visible que se adapta especialmente a nuestra naturaleza, puesto que estamos dispuestos a la sensibilidad de la ayuda de modo que mientras habitamos en la carne, apenas nos comprometemos con la esencia puramente espiritual. Eliminemos a todos los parientes y amigos de la habitación del enfermo, y, ¿no acontece una escena de desolación extraordinaria, una escena ante la cual cada uno de nosotros retrocedemos y que presenta ante la mente un retrato de abandono tal que el simple pensamiento de que esta es nuestra suerte bastaría para amargarnos el resto de nuestros días?
Con todo, Moisés moriría solo; ningún amigo le acompañaría a Pisga ni ningún pariente estaría cerca cuando expiró su alma. «Sube a esa montaña y muere allí». ¡Muerte extraña en un lecho hacia el que se me ordena ascender! Mi ojo no se ha oscurecido, mi fuerza no se ha quebrantado, ¿qué enfermedad poderosa y repentina se apoderará de mí en ese monte? ¿Permaneceré allí sin que mi dolor sea aliviado? Y luego, cuando mi alma tras un largo esfuerzo se libere, ¿será mi cuerpo abandonado como un resto deshonrado la presa de las bestias del campo y de las aves del aire? ¿Esperáis que tales pensamientos no saturaron y perturbaron la mente del gran legislador cuando recibió la directriz de nuestro texto? No puedo encontrar palabras para expresaros lo que opino del misterio y la atrocidad de la escena por la que Moisés tuvo que pasar. Separarse del pueblo al que se sentía tiernamente vinculado, subir sin un solo compañero a la montaña de la que nunca más retornaría, ascender a la elevada cumbre para cumplir el propósito expreso de forcejear con la muerte, aunque desconocía sus terrores y su forma; marchar con su fuerza indemne para encontrarse en un lugar salvaje, solo con su Creador, para ser consumido por una lenta enfermedad o ser arrebatado por un remolino de viento o abatido por un relámpago. Pienso que habría sido menos duro si hubiera sido llamado a morir como un mártir, a ascender al patíbulo en vez de a la montaña y a arrostrar los gritos de los perseguidores sangrientos en vez de la soledad y la falta de respiración en la cima de Pisga. Y para mí, nunca porta Moisés semejante aire de sublimidad moral como cuando le contemplo abandonando el campamento con el propósito expreso de renunciar a su alma en las manos de su Hacedor. Nunca me parece su fe tan significativa, tan profundamente entregada ni tan elegantemente triunfante. Le observo con sobrecogimiento, como cuando con la vara de Dios en su mano, permanece ante el faraón y consterna al orgulloso monarca mediante los prodigios que opera. Y posee una magnificencia temible en su aspecto cuando con su brazo estirado, se planta en la orilla del Mar Rojo y ruega a sus aguas que se dividan para que los miles de israelitas puedan atravesarlas y pisar tierra seca. Efectivamente. Y, ¿quién puede mirarle sin emociones de asombro, y casi de temor, a medida que desciende del monte Sinaí mientras el fuego y el trueno del Señor golpean con terror en los corazones de la asamblea para que pueda comunicarse en secreto con Dios y recibir de sus labios decretos y estatutos? Pero en esta ocasión y en las semejantes, las mismísimas circunstancias en las que se sitúa, fueron calculadas para animar al líder, y cuando reflexionamos sobre los poderes inmensos que le fueron otorgados, no podemos evitar sorprendernos ante su capacidad para soportarlos tan heroicamente. La gran prueba de la fe no residió en la oscilación ni en el golpe de la vara que a menudo mostró su dominio sobre la naturaleza, ni estuvo en el ascenso a la montaña de la que esperaba regresar con leyes propicias para gobernar a la multitud turbulenta. Fue la deposición de la vara lo que requería una fe robusta, y el coraje espléndido se hizo manifiesto en la subida a la cima donde, con la roca como refugio y el ancho cielo como tejado, y alejado de toda compañía humana, se sometería ante la condena, «Polvo eres y en polvo te convertirás» [Génesis 3: 19].
Y por lo tanto, mantenemos de nuevo que si examináramos a Moisés en todo su esplendor, cuando su majestuosidad moral es más llamativa, y la fe y el atrevimiento de un verdadero siervo de Dios son ensalzados sobremanera para que los imitemos, entonces no es en la ruptura de las cadenas de un pueblo largamente esclavizado, ni tampoco cuando dirige a una multitud populosa a través del desierto, ni mucho menos cuando se le permite entrar en una comunión íntima con el Todopoderoso en donde debemos fijar nuestra atención, sino más bien cuando abandona el campamento sin un solo asistente, sabiendo que conforme asciende la pendiente, quizá deteniéndose en ocasiones para volver a mirar al pueblo al que, a pesar de su ingratitud, amó tiernamente, es cuando realmente está obedeciendo la extraña y escalofriante orden de «Sube a la montaña y muere allí, para reunirte con los tuyos».
No podemos acompañar a Moisés en este misterioso viaje. No conocemos los pormenores de lo que ocurrió en la cima de Pisga y donde la revelación permanece silenciosa, no nos concierne hacer conjeturas. Sólo estamos informados de que el Señor le mostró una gran parte de la tierra de Canaán y después le dijo, «Te dejo verla con tus ojos, pero no pasarás a ella» [Deuteronomio 34: 4]. Y aquí, justo cuando la curiosidad ha sido fuertemente avivada, puesto que ¿quién no desea fervientemente conocer el modo exacto por el cual Moisés partió de esta vida, estar presente en esta escena final y observar su despedida?, la narración se cierra con un comunicado sencillo, «Allí murió Moisés, servidor de Yahveh, en el país de Moab como había dispuesto Yahveh» [Deuteronomio 34: 5]. Pero por lo menos tenemos constancia de que Dios estuvo con su siervo durante esta hora de separación y soledad y que, cuando Moisés se recostó para morir, visiones numerosas de la largamente prometida Canaán le habían alegrado el ánimo. Y, ¿podemos pensar que Moisés falleció contento y dichoso, simplemente porque su vista había descansado sobre las aguas del Jordán y captado los movimientos de los cedros del Líbano? ¿Fue sólo la contemplación del paisaje natural lo que regocijó al hombre de Dios, y fueron llanamente los valles los que despertaron su constante risa y las cumbres coronadas de belleza las que se fusionaron en un panorama glorioso, igual que el patrimonio que se había prometido a los hijos de Abraham? Apenas podemos pensar esto. Podemos creer que el deseo de Moisés de entrar en Canaán fue un deseo espiritual: él asoció Canaán con una revelación íntegra de Cristo y pudo haber pensado que, una vez admitido en la tierra que el Mesías pisaría en la plenitud de los tiempos, aprendería más del redentor del mundo que de lo que había sido capaz de extraer de las profecías y tipologías existentes.
En su propia plegaria ante Dios, desaprobando la condena que su impaciencia e incredulidad había provocado, habló como si existiera un lugar que deseaba especialmente que se le permitiera contemplar: «Déjame, por favor, pasar y ver la tierra buena de allende el Jordán, esa buena montaña y el Líbano» [Deuteronomio 3: 25]. Los pensamientos sobre «Esa buena montaña», ¿se referían al monte Moria, donde Abraham ofreció a Isaac, y que sería la escena de un sacrificio de lo cual esto sólo había sido una figura? ¿Era Sión sobre el cual quería depositar su vista, sabiendo que un día muy lejano sería consagrado por las pisadas del Profeta y testigo de sus penas, cuya venida se le había encomendado vaticinar a él mismo? De hecho, decimos nuevamente que no podemos pensar que fuera simplemente el deseo de contemplar el rico paisaje de Canaán, sus fuentes y arroyos, sus olivos y viñas, lo que impulsó a Moisés a implorar el permiso para cruzar el Jordán. Sabía que en esta tierra se cumpliría la promesa original, que allí estaba la semilla de la mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente. Sabía que en esta tierra aparecería el Salvador al que habían anhelado los profetas y del cual él mismo era un elemento tipológico significativo, el Salvador en quien sentía que todas sus esperanzas estaban centradas, pero cuya misión y persona sólo serviría como un débil aprendizaje de las revelaciones ya concedidas. Y, ¿por qué no pudo ser que Moisés anhelara pisar Canaán debido a que su mente ya estaba poblada de acontecimientos augustos de siglos venideros? Del mismo modo que para nosotros Palestina sería una escena de interés incomparable, no porque sus montañas sean nobles y sus valles encantadores, sino porque está hostigada por la memoria de todo lo que es querido para un cristiano, donde cada flor se alimenta de su sangre y cada rincón está santificado con la presencia de Cristo. Para Moisés debió ser mediante sucesos anticipados, mientras que para nosotros lo sería por medio del recuerdo de esos hechos que la tierra de Judea predicaría mediante cada colina, fuente y árbol. Pero los séquitos y procesiones de las profecías fueron tan espléndidos, aunque no tan evidentes, como son ahora los de la historia, y si el legislador, con privilegios para hacer incursiones en el futuro y contemplar en las sombras místicas la redención de la humanidad, no era capaz de asociar, como nosotros sí podemos, diversas escenas con las variadas transacciones en las que los pecadores tienen interés, podía por lo menos vincular toda la tierra de Canaán con el rescate prometido de una raza y considerar toda su extensión como un «terreno sagrado», como el que rodeaba a la zarza ardiente en Horeb. Y del mismo modo que nosotros, que portamos el recuerdo de todo lo que se hizo «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», podemos sentir que la visita a Judea reforzaría nuestra fe y daría calor a nuestra devoción, viendo que muerto debe estar ciertamente el corazón que dejó de latir en el jardín de Getsemaní y en el monte del Calvario, así también Moisés, empujado por el impulso profético, debió experimentar en qué consistiría el despertar de emociones más elevadas y la obtención de visiones más claras, la entrada y el caminar por la tierra que finalmente la presencia de Silo consagraría.
Por esto es por lo que pudo ser que el legislador deseó tan fervientemente atravesar el Jordán y cuando llegó a la cima de Pisga y Dios le mostró la tierra, pudo haber sido por la revelación de los misterios que tan ardientemente se había afanado por penetrar por lo que su espíritu se regocijó y su muerte quedó despojada de todo terror. Miró más de un espectáculo hermoso desde la cumbre del monte, pero puesto que las llanuras, los viñedos, los pueblos y los ríos estaban destinados a desfilar ante sus ojos, Dios, quien expresamente debía estar con él para instruirle pudo haberle enseñado cómo cada lugar estaría asociado con la gran palabra de la salvación humana. Su mirada reposa sobre Belén pero, ¡contemplad!, ya una estrella mística cuelga sobre el pueblecito solitario y aprende algo relativo a la fuerza de la predicción que él mismo ha constatado, «de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» [Números 24: 17]. Las aguas de un lago se encaraman por debajo de él pero, ¡mirad!, una forma humana camina sobre su superficie agitada, y aprende que igual que Noé, cuya historia él ha relatado se refugió en el arca, así todos los que se aparten de la injusticia, encontrarán seguridad en un Ser al que ninguna tormenta puede doblegar ni ninguna ola engullir. Y ahora se observa una montaña a la que sin embargo no iluminan los rayos alegres del sol como hasta ese momento habían iluminado a la visión panorámica, sino que nubes horrorosas quedan suspendidas a su alrededor y sobre ella como si fuera la escena de alguna tragedia ante la que la naturaleza se encoge para no presenciarla. Esto encordona la contemplación del legislador: se trata de la «ansiada montaña» que ha suplicado ver. Y tiene una cruz sobre su cima, alguien muy superior a Isaac está amarrado al altar y el Ser al que ha visto sobre las aguas, está expirando en agonía. Las transacciones del gran día de la Expiación encuentran así su explicación: el misterio del chivo expiatorio se cierra sobre sí mismo y Moisés, una vez que ha recibido el significado de la tipología que a él mismo se le ha encomendado instituir, está preparado para exclamar, «Señor, deja ahora a tu siervo partir en paz, dado que mis ojos han visto tu salvación» [Libro de la oración común].
Consecuentemente, pudo ocurrir que antes de que Moisés abandonara esta vida, Dios no sólo le mostrara la Tierra prometida, sino que elaborara una especie de parábola sobre la redención. Y ante esta suposición, podemos entender perfectamente por qué Moisés estaba tan ansioso por ver Canaán antes de morir y por qué la visión sería un vehículo que le ayudaría a morir felizmente. Indudablemente, no puedo evitar sentir, conforme sigo con mi pensamiento a Moisés hasta la cumbre de Pisga, que el hombre de Dios no se eleva hasta esa altura simplemente para deleitar sus ojos con un desarrollo glorioso de la escena, y llenarse de satisfacción mediante una inspección real de la hermosura y riqueza del patrimonio que Israel estaba a punto de poseer. Y cuando me entero de que el mismísimo Dios acompañó a éste, al más grande de los profetas para asistir su visión e informarle sobre el territorio que yacía por debajo de sus pies, no puedo pensar que la divina comunicación sólo aludía a los nombres de las ciudades y a los confines de las tribus. En su lugar, debo creer que lo que Moisés buscó y Dios garantizó fue un conocimiento mucho más pleno de lo que se forjaría en Canaán para el perdón del pecado, que, igual que Belén, Nazaret, Tabor y Sión quedaban honrados en semejante cuadro, era su asociación con la promesa del Mesías la que los hacía interesantes ante los ojos del complacido espectador, y que, por lo tanto, se trataba literalmente de preparar a Moisés para la muerte al mostrarle «la Resurrección y la Vida» sobre la que Dios le hablaba diciendo «Sube a esa montaña y contempla la tierra de Canaán y muere allí para reunirte con los tuyos».
Y allí en efecto Moisés falleció: su espíritu entró en un estado separado y ningún amigo humano estuvo cerca para hacer los últimos honores ante sus restos. Pero Dios no abandonaría al cuerpo del mismo modo que no lo había hecho con el alma de su siervo, ya que ambos eran suyos por la creación y ambos se convertirían en doblemente suyos por la redención. Por tanto se añade a la excentricidad de la narrativa, y quizá sea el hecho más raro de todos, que «Le enterró en el valle, en el país de Moab, frente a Bet Peor. Nadie hasta hoy ha conocido su tumba» [Deuteronomio 34: 6]. ¡Maravilloso enterramiento! Ninguna mano humana cavó la tumba, ninguna voz entonó el réquiem, salvo los ángeles, los «ángeles de la guarda» que son nombrados para asistir a los herederos de la salvación, prepararon sus miembros y el sepulcro. Identificamos con los ángeles la ejecución de los últimos ritos del difunto profeta porque en otro pasaje de la Escritura, aunque oscuro, figura que los ángeles fueron en cierta manera los guardianes del cuerpo, puesto que leemos en la Epístola de San Judas: «En cambio el arcángel Miguel, cuando altercaba con el diablo disputándose el cuerpo de Moisés» [1: 9]. ¿Por qué este especial misterio y cuidado con respecto al cuerpo de Moisés? Se ha supuesto que, proclives como eran los israelitas hacia la idolatría, podrían haberse sentido tentados, si hubieran conocido el sepulcro de su gran legislador, a convertirlo en la escena de ceremonias supersticiosas. Pero esto parece ser en el mejor de los casos una suposición insuficiente, especialmente cuando el enclave de su sepulcro, aunque no el punto exacto, se definió tolerablemente como «un valle en el país de Moab frente a Bet Peor», lo cual significa que se detalló demasiado bien para dar lugar a la superstición, si hubiera existido algún deseo de honrar idólatramente los restos del difunto.
Pero recordaréis que Moisés, aunque debía morir antes de entrar en Canaán, reaparecería y se haría presente en esa tierra siglos antes de la resurrección general. Cuando se transfiguró en el monte Tabor, ¿quiénes fueron esas formas fulgurantes que permanecieron a su lado y «hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén»? [Lucas 9: 31]. ¿Quiénes sino Elías y Moisés: Elías que fue ascendido sin ver la muerte para que entrara, en cuerpo y alma, en el cielo, y Moisés que había muerto realmente y cuya alma había sido separada del cuerpo, pero cuyo cuerpo había sido encomendado a la protección angélica para que estuviera listo para participar en la brillante comunicación sobre el monte Tabor? El cuerpo, que había sido dejado sobre Pisga, reapareció en Tabor y se dan pruebas de que aquellos que yacen durante siglos en la tumba, alcanzarán tal gloria durante la segunda venida de Cristo, como aquellos que serán transformados «en un instante, en un pestañear de ojos» [Primera epístola a los Corintios 15: 52] y que resucitarán de sus sepulcros. Elías, de todos los que se encontraban vivos en la tierra, será transformado sin presenciar la muerte y en tanto en cuanto estos seres representativos emerjan en igual esplendor, así también, creemos, que lo harán los rápidos y los muertos cuando todo lo tipificado en la transfiguración se cumpla en los prolegómenos del juicio final.
Pero carecemos de espacio para extendernos en esto. Debemos pasar de la muerte y el enterramiento misterioso de Moisés y preguntarnos si no veis que destacan grandes lecciones espirituales en la serie de acontecimientos que brevemente hemos revisado. No necesitamos deciros que el cautiverio de Israel en Egipto fue una representación llamativa de la condición moral de toda la raza humana, como si el pecado la hubiera vendido a un capataz. Y cuando las cadenas del pueblo se rompieron y Dios les liberó «con mano fuerte y tenso brazo» [Salmos 136: 12], todo el proceso fue eminentemente típico de nuestra propia emancipación de la esclavitud. Pero, ¿por qué no pudo Moisés, que había comenzado esto, completar el gran trabajo de la liberación? ¿Por qué tras sacar al pueblo de Egipto no pudo asentarse con ellos en Canaán? ¿Por qué aunque Moisés era el representante de la ley, ésta no puede conducirnos a lugares celestiales? La ley es como «nuestro pedagogo hasta Cristo» [Gálatas 3: 24] que puede disciplinarnos durante nuestro peregrinar por el desierto, pero si, cuando alcanzamos el Jordán, no está ni Josué ni Jesús (los nombres son los mismos) para acometer la labor de ser nuestro guía, nunca podremos traspasarlo y poseer aquella tierra que Dios ha preparado para su pueblo. Por lo tanto, creemos que estaba prefijado que habría un cambio de líderes para que todos pudieran saber que si la ley actúa mediante el terror, el Evangelio es el único que puede librar a un hombre de la esclavitud del pecado, al estar provisto de misericordia que puede abrirle la entrada al reino de los cielos. A Moisés se le ordenó que resignara a su pueblo ante Josué: «Los actos del mismo Dios», dice el obispo Hall, «fueron alegorías y donde la ley termina, allí empieza el Salvador. Podemos ver la Tierra prometida en la ley, pero sólo Jesús, el Mediador del Nuevo Testamento puede conducirnos ante ella».
Así Moisés nos instruye mediante su muerte a quién debemos volver la vista para lograr la admisión en la Canaán celestial. Además nos alecciona sobre cómo debemos emplazarnos si queremos que nuestra última hora sea de amor y paz. Debemos morir en la cima de Pisga: debemos morir con nuestra mirada puesta en Belén, en Getsemaní y en el Calvario. No se trataba, como nos hemos aventurado a suponer, de la gloria del paisaje cananeo la que satisfizo al líder moribundo y le fortaleció para la partida. Fue más bien la visión del Ser que pisaría esta tierra y que santificaría sus escenarios mediante sus lágrimas y su sangre. Y, de modo semejante, cuando un cristiano está a punto de morir, no es tanto por las vistas de la extensión majestuosa del paraíso de Dios, de las ondulaciones del río de cristal, de los centelleos de las calles doradas, por lo que debe buscar ser reconfortado, sino que sus ojos con los de Moisés deben posarse sobre el pesebre, el huerto y la cruz, para así, fijando cada una de sus esperanzas en su Precursor, poder confiar en que se le permitirá la entrada abundantemente en el reino «preparado para vosotros desde la creación del mundo» [Mateo 25: 34]. «Sube a esa montaña y muere allí»: ¡Oh! Que todos nosotros podamos vivir en tal estado preparatorio hacia la muerte de modo que cuando nos llamen para partir, podamos ascender la cima desde la cual la fe mira adelante hacia todo lo que Jesús ha sufrido y hecho y podamos exclamar «espero tu salvación, O Yahveh» [Salmo 119: 166], y yacer junto a Moisés en Pisga y despertar con Moisés en el paraíso.
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Modificado por última vez el 12 de julio de 2007; traducción 1 el mai de 2011