[Sexta parte de «El renacimiento religioso y la transformación de la sensibilidad inglesa a principios del siglo XIX» © Herbert Schlossberg. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
arlyle, uno de los escritores más influyentes del siglo, abandonó ostensiblemente su Calvinismo en la campiña escocesa cuando se trasladó a Londres de joven. Sin embargo, la teología de su padre, mientras que podría haberse apartado de su mente, parece ser que animó su corazón. Charles Frederick Harrald argumentó que el coqueteo de Carlyle con la filosofía alemana le suministró un “nuevo planteamiento” intelectualmente aceptable de varios temas calvinistas (un Dios trascendente, una especie de fatalismo, los elegidos) y que él fue, por tanto, “un calvinista sin teología”. En algunos aspectos, siguió siendo un conservador religioso con una visión del mundo bíblica. El hecho de que esta perspectiva se reafirme más en sus libros posteriores da cuenta de la hostilidad con la que muchos admiradores de su obra temprana vieron sus composiciones posteriores. [Brantley, Coordenadas del Romanticismo angloamericano, 44. Brantley mantiene que Carlyle retuvo algunos elementos arministas, procedentes mayoritariamente de Wesley, como en el caso de Cartismo (•••Chartism) que enfatizaba la valía de cada alma individual, la cruzada en contra del estado de embriaguez y de la pereza, sus esperanzas por la educación y por la redención moral de los pobres (66)]. Se sintió profundamente emocionado por la muerte de su padre, quien continuó siendo un calvinista incondicional hasta el final, y este hombre, el más poco sentimental de los hombres, publicó sus especulaciones sobre este difícil periodo de su vida:
Quizá mi padre, todo lo que mi padre fue en esencia, esté incluso ahora cerca de mí, conmigo. Tanto él como yo estamos en Dios. Quizá, si esto satisface a Dios, nos encontremos en algún estado superior del ser y nos reconozcamos. Como se ha escrito, estaremos eternamente en Dios. La posibilidad, es más (en algún modo), la certeza de la existencia perenne se vuelve diariamente cada vez más clara para mí [Carlyle, Reminiscencias, 1: 65].
Esto no quiere decir que Carlyle fuera en modo alguno ortodoxo. No pertenecía a ninguna Iglesia ni profesaba ninguna confesión. Pero la naturaleza peculiar de su época fue que el material religioso permeaba tanto manifiesta como encubiertamente las sensibilidades públicas y privadas, que aquellos que no podían recitar con buena conciencia el credo, poseían sin embargo supuestos y hábitos de pensamiento que sólo podían inferirse lógicamente a partir del credo. [Para una explicación buena y breve de la paradoja de la religiosidad irreligiosa de Carlyle, véase Himmelfarb, La idea de la pobreza, 200]. Lord Byron que como Carlyle se rebeló contra la educación calvinista, retuvo el sentido de la ley externa y reflejó la imagen de la “ola evangélica” [Hilton, La edad de la expiación, 30, y Clubbe y Lovell, El Romanticismo inglés, 101 creen que la culpa tan evidente de los héroes en Byron es un recordatorio de la ortodoxia cristiana]. Matthew Arnold, aunque un tipo muy diferente de hombre y de escritor, fue similar al respecto. Sus escritos se asocian normalmente con la erosión de la fe ortodoxa que fue característica de mediados y finales de siglo, pero siguió siendo un anglicano practicante hasta su muerte; tenía la esperanza de que la Iglesia continuaría probablemente más en consonancia con su herencia católica que con la protestante [Robbins, El idealismo ético de Matthew Arnold, 30].
Además de la difusión de las ideas religiosas a través de las iglesias y las escuelas dominicales, así como de la actividad voluntaria de la lectura de libros, existieron otras influencias culturales. A Lindley Murray, un evangélico devoto, algunos jóvenes profesores de un colegio para mujeres le pidieron ayuda para enseñar gramática. Murray, quien se vio obligado al ser escritor de gramática inglesa, publicó El lector inglés en 1795. Este libro se convirtió rápidamente en la referencia estándar a la hora de establecer y de enseñar el uso correcto del lenguaje. Lo interesante sobre este libro es el material ilustrado, lleno de expresiones y de ideas sobre el Evangelicalismo. Fue alabado no sólo por los evangélicos sino por los educadores de prácticamente cada índole, y siguió siendo ampliamente utilizado hasta finales del siglo XIX. [Cruse, El inglés y sus libros, 87f]. Uno de los libros más conocidos y más profundos de C.S.Lewis, a pesar de estar escrito de un modo sencillo, es La abolición del hombre (Nueva York: Macmillan, 1947), ensayo basado en las suposiciones ocultas de una ilustración en un libro de gramática escrito por dos profesores de escuela. Lewis abrió el libro así: “Dudo de si estamos lo suficientemente atentos a la importancia de los libros de texto elementales” (13), no porque tuviera un interés especial en la efectividad de los libros en cuanto a la enseñanza de su tema propuesto, sino debido a la tendencia hacia la filosofía camuflada tras las ilustraciones para afectar la visión del mundo de los lectores. Tales libros abundaban en los hogares y en las clases de las escuelas, y un francés que viajó a Inglaterra en la década de 1860 se percató de que las obras religiosas dominaban las estanterías de las casas de campo. Dado que los libros eran aún muy caros, para la gente corriente las bibliotecas tenían más importancia en la labor de la selección de libros para leer que las librerías. En su mayoría, las bibliotecas a las que habitualmente iban los lectores de la clase trabajadora estaban desproporcionadamente llenas de literatura religiosa, y lo mismo era cierto para aquellos más acaudalados. El potentado de bibliotecas Charles Edward Mudie abastecía a una clase que podía permitirse una guinea al año como tarifa de suscripción, y se comportó como una especie de perro vigía sobre los hábitos de lectura de la población. Sus parámetros eran firmemente evangélicos. Esto tuvo un efecto marcado sobre el proceso selectivo de los editores, cuyo grito de “¿Qué dirá Mudie?” se podía escuchar con frecuencia durante una sesión acerca de estrategias editoriales [Altick, El lector inglés común¸ 246, 296].
Para la gente normal, la música puede resultar más formativa que los libros. Incluso antes del movimiento de Wesley, las canciones de Isaac Watts comenzaron a influir en el pensamiento y las emociones de la gente. Los himnos de Charles Wesley causaron un impacto sorprendente sobre aquellos que lo escucharon, y especialmente en aquellos que las cantaban. La gente consiguió que sus letras se quemaran en sus mentes mediante el ritmo y la melodía. “El efecto de este proceso de memorización podía ser profundo”, escribe Susan Tamke. “Para muchos victorianos, los himnos que aprendieron durante su infancia les causaron una impresión profunda y duradera. Como adultos, podían recordar las letras automáticamente e, incluso más importante, tal recuerdo a menudo incluía una recapitulación del clima emocional que circundaba el proceso de aprendizaje original” [Tamke, Haz un ruido jocoso, 78. Eleanor Roosevelt ilustra cómo funciona el proceso. Aunque no era convencionalmente religiosa, recordaba que creció memorizando versos bíblicos e himnos como práctica diaria. Encontró curioso que incluso posteriormente en su vida, en momentos cruciales, los pasajes apropiados vinieran a su mente para guiarla [Anna Eleanor Roosevelt, “Las cuestiones de las minorías”, 72].
Modificado por última vez en 1998;
traducido 26 de septiembre de 2012