[Traducción de Martin Glikson revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
ax Beerbohm evita que el lector comprenda con facilidad de dónde proviene. En “Una defensa de la cosmética” (1894) y “Diminuendo” (1896), Beerbohm parodia a los esteticistas y decadentistas utilizando diversas técnicas propias de la escritura de los eruditos. Por la manera en que manipula estas técnicas para crear una relación más íntima y sorprendente con el lector que aquella establecida por los primeros eruditos, Beerbohm elude la etiqueta de erudito tradicional. Sin embargo, la efectividad de sus escritos debe mucho al estilo desarrollado particularmente por Carlyle, Ruskin y Thoreau. Como estos eruditos, Beerbohm escribe en una época en la que la sociedad está transformándose, en la que los valores estéticos, culturales y políticos se encuentran en un estado de cambio. A fin de comentar esos cambios y de conservar una cierta superioridad sobre su público, Beerbohm se sirve de algunos procedimientos de la escritura de eruditos: la invocación del pasado, la comparación de lo real y lo ilusorio, la ejecución de actos de interpretación y el suministro de definiciones. Aunque aprovecha estas técnicas, también se distancia de la escritura de eruditos aplicándolas a nuevos usos.
Su subversión formal proviene de la habilidad de burlarse al mismo tiempo de la forma y del fondo. Los dos niveles de parodia están interrelacionados, cada uno funcionando como complemento del otro. Al combinar la irrisión sutil de sus predecesores literarios con el ataque más directo a las corrientes contemporáneas del esteticismo y el decadentismo, Beerbohm vuelve difícil el identificar cuál es su relación con los distintos grupos. Aunque tiene algunos rasgos de esteticista y otros de erudito, consigue evitar ser categorizado de cualquiera de estas maneras, indicando que los escritores dependen de las construcciones literarias y sociales aún cuando se dedican a explotarlas.
En “Una defensa de la cosmética” se elogia el uso de maquillaje, y el artificio en general, como un adecuado rechazo a aceptar el propio estado natural. Su aliento de la tendencia de la sociedad contemporánea al artificio (y a alejarse del “fetiche de la naturaleza”) remite a la noción decadentista de que la naturaleza procede por azar, es cruel y carece de Dios y de significado. De acuerdo a los decadentistas, ser “antinatural” implica una superación personal, un golpe certero contra el abyecto anonimato de la naturaleza. El ensayista muestra su apoyo por el artificio desde una perspectiva profética, “señal de los tiempos”, compartida con los eruditos: “Las antiguas señales están aquí, y los presagios, para advertir al observador de la vida de que estamos listos para una nueva época de artificios” (48). Sin embargo, justo antes de esta llamada de visionario observa:
Ningún martirio, por agradable que resulte, ni sátira, por espléndidamente amarga que sea, ha cambiado un pelo la habitual tendencia de las cosas. Son los tiempos los que nos mejoran a nosotros, no nosotros a los tiempos, entonces consintamos todos sabiamente.
Semejante resignación contradice la idea de los eruditos de que la gente puede cambiar las situaciones en que se encuentra, de que la gente debe cambiarlas. Ruskin, por ejemplo, insta con sinceridad a sus lectores, en “Traffic”, a abandonar a la Diosa de la Acumulación. En este caso, el hablante de Beerbohm mantiene la postura profética afín a los eruditos y recurre incluso a su mecanismo de sentenciar desde la autoridad (“Son los tiempos los que nos mejoran”); con todo, admite que la sátira (y, por extensión, cualquier tipo de escritura) es incapaz de mover a la gente a cambiar la dirección de la historia. Además, no profetiza la perdición, sino una gloriosa Era de la Artificiosidad, invirtiendo la advertencia usual contra la catástrofe inminente, y exhortando a los lectores a abrazar las tendencias modernas. Altera aún más la técnica de los eruditos añadiendo a su profecía un contraste irónico: “¿No están los hombres agitando los cubiletes y las mujeres sumergiendo sus dedos en carmín?”. Esto alerta a los lectores de que el tono solemne del hablante acaso no sea del todo sincero. Si las mujeres aplicándose carmín son el ejemplo de la “nueva era”, ¿cuán seriamente podrá ser esta era tomada? Cuando, en la página 54, se saluda el “discernimiento de alma y superficie” como consecuencia del “uso universal de cosméticos”, la tenue conexión entre la metafísica y la moda socava la gravedad de la sentencia al estilo de los eruditos. Más adelante, se resalta que aunque el avance del artificio pueda provocar que Inglaterra “pierda su supremacía marcial y comercial, los patriotas tendremos la satisfacción de saber que el país habrá ascendido de un salto a los concilios de la Europa estética” (60). Tal predicción, que desestima tranquilamente la importancia de la superioridad militar y comercial, desbarata el sentido común del lector de modo que el hablante puede formular la situación en una manera novedosa. Sin embargo, a diferencia de los eruditos, que muestran las creencias preestablecidas bajo una nueva luz a fin de revelar su corrupción, Beerbohm deja al artificio abierto a sospechas; en lugar de mostrar que lo comercial y lo militar carecen de importancia, provoca al lector a preguntarse por qué querría Inglaterra reinar sobre “los concilios de la Europa estética”. Esto también indica cierta falta de seriedad, y sugiere que el autor no está siendo del todo sincero con el lector.
La doble autoridad del ensayo (Beerbohm y su narrador) enfatiza esta falta de seriedad. A diferencia de “Traffic”, donde las ideas expuestas corresponden seguramente a las de su autor, “Una defensa de la cosmética” utiliza un punto de vista en primera persona que no coincide necesariamente con el de Beerbohm. El uso frecuente del “nosotros” pretende identificar al narrador con el público, pero, al leer “encontramos que es del todo cierto”, el lector no sabe con certeza con qué noción de verdad está supuestamente de acuerdo: ¿con la de Beerbohm? Si no, ¿por qué interpone el autor un narrador inventado entre él mismo y el argumento de su ensayo? Su público objetivo es, evidentemente, masculino, como se deduce de frases como “si [las mujeres] no se acercaban al pensamiento, que es suyo por derecho, al menos se abstenían de la acción, que es nuestra” (51). Los eruditos a menudo pretendían empalizar con su público; la diferencia en este caso está en que el narrador se identifica con los lectores, pero Beerbohm no lo hace necesariamente. Esto exenta al autor de la responsabilidad directa por las ideas del texto, como, por ejemplo, la representación misógina de las mujeres. Mientras que el erudito tradicionalmente parece tener un interés particular en las presuntas verdades que discute, Beerbohm es libre de parodiar porque no se declara comprometido con esas verdades. Mediante la exageración del entusiasmo y la dedicación en la voz del autor, Beerbohm se desprende de esa voz y construye un nivel de crítica satírica bajo la seriedad superficial.
A lo largo de todo el ensayo, el uso que Beerbohm hace del lenguaje dramático, casi épico, para describir el maquillaje (“El artificio no reclamará otra víctima de entre sus adoradores” [62]) yuxtapone estilo y contenido, burlándose de la autoridad auto-indulgente asumida por los eruditos. El autor integra la hipérbole de su prosa con los procedimientos literarios de los decadentistas y esteticistas: recurre a imaginería relacionada con objetos artificiales para enfatizar su separación de la naturaleza, y lleva estas imágenes a un extremo que busca la capacidad de escandalizar (George P. Landow, "Decadence and Decadents of the 1890s"). Cuando el hablante predice que
los blancos acantilados de Albión [Inglaterra] serán reducidos a polvo en nombre de la Hermosura, y perfumados con los espectros de muchas pequeñas violetas. Los esponjosos patos, que nadan en el estanque, perderán sus plumas para que la borla de empolvar sea como la luna pasando sobre el hermoso rostro de la Hermosura (62-63)
La idea de moler un majestuoso acantilado para producir polvos faciales parece ligeramente absurda; el sonido caprichoso de “el hermoso rostro de la Hermosura” sugiere que matar patos a fin de preparar borlas para empolvar no es algo realmente necesario. En consecuencia, la aspiración decadentista a regir la naturaleza en nombre del artificio se muestra como discutible. Beerbohm utiliza la técnica de los eruditos en su contra, así como parodia el arrogante engreimiento de su escritura al discutir la cosmética en un lenguaje en exceso elegante y falsamente comprensivo.
Las descripciones de Beerbohm de damas poniéndose maquillaje pueden ser vistas como partes de una escenografía, disponibles como material para un acto de interpretación; sin embargo, su uso del grotesco simbólico se aparta del de los eruditos al subvertir la validez de sus conclusiones generales. Por ejemplo, el último párrafo resume su interpretación de los cosméticos como artificios que han “retornado a nosotros” para anunciar “tiempos de alegría e indulgencia” (63). El fragmento adopta el tono retórico y seudo bíblico del final del ensayo “Slavery in Massachussets”, de Thoreau. No obstante, en vez de reforzar la supuesta gravedad de su tema, el narrador de Beerbohm dice “Bailemos y regocijémonos, montemos holgorio”. El uso de “holgorio” debilita cualquier pretensión de seriedad y cierra el ensayo con una nota cómica.
En “Dimiuendo”, Beerbohm recurre a los métodos de Ruskin para construir el ethos (“carácter”), la credibilidad que asegure una buena recepción. Su característica voz en primera persona, su narración de experiencias personales y la admisión de culpas (“fui a [la papelería] Ryman’s para encargar un tonto grabado para mi habitación” [67]) crean una identidad más humilde y cercana. Beerbohm se ríe de sí mismo para parodiar la “falsa modestia” y “elaborada humildad” de los eruditos (Michelle Lynn ‘93). Contrapone el tono falsamente humilde con comentarios del tipo de “Supongo que fue cuando por fin lo conocí [a Walter Pater] que supe que era falible” (67). El que habla, un estudiante universitario de primer curso, decide con total confianza, tras haberlo visto, que el famoso profesor Pater (un reconocido esteticista) es falible. Al presenciar tales contradicciones en tono, el lector no está seguro de confiar en el narrador (que, en este ensayo, es más claramente el mismo Beerbohm); ¿sugiere esto que los eruditos puedan no ser del todo dignos de confianza? �
El narrador, oponiéndose a la postura esteticista, defiende un retiro contemplativo ante la vida apasionada, prefiriendo vivir donde “no pasa nada”, y rechazando la creencia de Pater de que “arder siempre, con esa intensa llama, semejante a una piedra preciosa, mantener el éxtasis es el éxito de la vida” [i] (“Una definición del Esteticismo”, George P. Landow, Intermedia). Al preferir el tranquilo intelectualismo al mundo físico de experiencias sensoriales y estéticas, desdeña la capacidad del Arte de hacerlo feliz. Critica la prosa de Pater (“aún entonces me enojaba que tratase el inglés como una lengua muerta” [67]), además del decadentismo en general. Implícitamente, si un simple muchacho puede reconocer los defectos de la prosa, esta no puede ser espléndida, y si el decadentismo es equiparado con la inmadurez (“en aquellos días más decadentistas de mi niñez”), debe ser una fase transitoria y mal informada. Este airado rechazo de Pater está destinado a deslegitimar el esteticismo al que este representa, pero, en otro nivel, es una estafa al lector: ¿puede un estudiante inexperto efectuar estos juicios con alguna validez?
El narrador insiste en que puede, achacando su rechazo del esteticismo al hecho de que este guarda poca relevancia con la realidad: “Ese abandono del propio ser a la vida, esa fusión del alma en aguas claras, tan a menudo sugerida en los escritos de Pater, sería un consuelo imposible en la actualidad” (69). Fiel a los eruditos, menciona el “alejamiento” de la sociedad respecto de las grandes tradiciones: “¿habría la civilización hecho a la belleza, además de a la aventura, tan escasa?” (69). Al usar dos tiempos verbales, primero describiendo las desilusiones pasadas y luego su actual reacción a estas, el narrador se adjudica la autoridad de la experiencia; ha visto, ha evaluado y ahora vive con sus conclusiones. Como el erudito que dice a la gente lo que ya saben para enfatizar lo novedoso de lo que él mismo sabe, el narrador demuestra que ha considerado otras opciones pero las ha descartado. Recurriendo a otra técnica de los eruditos, invoca las glorias pasadas, y se protege de las acusaciones de ser anticuado diciendo “Estar pasado de moda es ser clásico ( . . . ) He accedido a la categoría de los buenos escribas y estoy a gusto en mi lugar” (73). Estas técnicas sirven en realidad para burlarse de la propia postura del narrador. A pesar de sus ideas precoces, se impone el hecho de que no tiene aún 25 años y decidir que no puede “formar parte de la vida moderna” implica un caso peligroso de hybris (arrogancia en italiano). Cuando escribe “Credo junioribus” (“creo en los jóvenes”), el efecto no puede más que ser cómico; él mismo es un joven. Su credibilidad comienza a disolverse. ¿Significa esto que el esteticismo, el objeto de sus burlas, conserva su valor porque él no está calificado para ridiculizarlo?
Beerbohm no ofrece respuestas sencillas a tales preguntas. Aunque “Diminuendo” parodia la prematura arrogancia de su joven y filosófico autor, la crítica a Pater no deja de ser mordaz; sus observaciones son significativas a pesar de su evidente impertinencia. Seguramente Beerbohm pretenda cuestionar el esteticismo al tiempo que reírse del retiro digno de mártir que su narrador experimenta respecto del mundo estético y apasionado. El título del ensayo, que significa “una reducción gradual de fuerza e intensidad”, implica que el argumento contra el esteticismo se debilita a medida que su rival se retira a la contemplación y observación. No significa, sin embargo, que no haya argumentos en su contra. La postura de Beerbohm en “Una defensa de la cosmética” también es poco clara: ¿es un auténtico erudito, o se limita a apropiarse de las técnicas de los eruditos para criticar el decadentismo y forjar una nueva posición para el escritor utilizando elementos del viejo estilo? En ninguno de los ensayos concluye con su propia interpretación para la mejora social; más bien, concentra sus energías en el arte de la parodia. Con los valores sociales y artísticos luchando por mantenerse a flote en medio de la transición del momento en el que escribe, Beerbohm se aparta de la confusión para señalar las contradicciones existentes y, como dijo en una carta a Reggie Turner, “conmover” a sus lectores sin tener que comprometerse con una posición determinada. En esto, Beerbohm se asemeja más a Tom Wolfe que a Ruskin o Carlyle, ya que deja al lector sin una idea clara de “qué hacer” respecto del objeto de su sátira. En cambio, Beerbohm parece celebrar la parodia en sí misma, tomando las técnicas de los eruditos como una oportunidad de burlarse de sus predecesores al mismo tiempo que ridiculizar a los esteticistas y decadentistas.
[i] La traducción pertenece a Marta Solís, en: El Renacimiento. Estudios sobre arte y poesía. Barcelona: Alba Editorial, 1999.
Referencias
Beckson, Karl (1981): Aesthetes and Decadents of the 1890s: An Anthology of British Poetry and Prose. Chicago: Academy Chicago.
Last modified 28 June 2008; traducido diciembre 2009