[*** = en inglès. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]

Para muchos de sus contemporáneos, Trollope y Carlyle en particular, Thackeray era un hombre débil, indeciso, que carecía de fuerza positiva. Creo que malinterpretaron su confianza ante la seguridad.

La otra respuesta extrema a Thackeray, tipificada por los comentarios de Charlotte Brontë en la dedicatoria de la segunda edición de Jane Eyre, llamando a Thackeray “el primer regenerador del momento” que se asemejaba a Henry Fielding “como un águila se parece a un buitre”, es un correctivo que va demasiado lejos. Reaccionando ante el recorte atrevido de Thackeray, aparecido en un periódico mediante la charla insincera y la hipocresía de la clase media alta, Brontë y otros admiradores tendieron a verle como a un profeta cuyo ataque a los valores convencionales establecía un fundamento alternativo de valores que veneraba el deber, la lealtad, la humildad y la responsabilidad social. Cuando tras encontrarse con él, Brontë descubrió que Thackeray no era Carlyle, su decepción surgió de un malentendido no muy lejano del de Trollope. Ambos por igual, fracasaron a la hora de reconocer y de admirar la honesta profundidad de la aversión de Thackeray por las afirmaciones demasiado confiadas sobre los valores. La aseveración intensa de éstos fue una postura victoriana común, pero no la de Thackeray.

El respeto de Thackeray por el “principio de incertidumbre”, la humildad con la que declinaba estar seguro, no es, por supuesto, peculiar suya, aunque fue una postura bastante rara en la Inglaterra victoriana. La postura había tenido sus manifestaciones de influencia, notablemente tras periodos de autoritarismo rígido o excesivo. Jugó un papel en el declive de la Inquisición española y en el rechazo de la severidad puritana (Puritan), sucesivo a los excesos de los procesos de brujas en Salem. Pero puede verse también en la variedad tremenda de debilidades humanas toleradas sin condenas autoriales en Shakespeare y en las actitudes reveladas en Tom Jones de Fielding, en ***Tristram Shandy de Sterne, y en ***Las odas de Keats (Odes) ,—las cuales dudaron en juzgar con demasiada delicadeza o carácter definitivo, y en consecuencia, todas ellas crearon problemas a los moralistas más severos. En el caso de Thackeray es particularmente necesario distinguir, también, entre la mera desaprobación hacia la rigidez o disciplina (que en realidad tenía) y una sospecha profundamente sentida por la certeza (que pienso que también poseía). Lo primero deriva de una personalidad irritable o sensible, lo segundo de una postura filosófica15. [25/26]

En su propia época, la visión satírica de Thackeray sobre los ideales románticos de su profesión le hicieron parecer débil, ambivalente, su peor y particular enemigo. Y tal visión, con un fuerte empujón de Trollope, se ha trasladado a la imagen de Thackeray como un artesano indisciplinado, llevando a más de un crítico a caracterizarlo como a una persona “descuidada que prorroga en el tiempo”, o como a un improvisador apresurado o incluso perezoso [la expresión procede de Introducción a Pendennis de George Saintsbury donde también denomina a Thackeray como a un corrector sagaz]. Y esta visión para nada halagadora se extiende hasta la imagen de Thackeray como hombre de negocios o, como implicó con una deflación característica, comerciante.

La palabra “comerciante” en la Inglaterra victoriana denotaba, como hace aún hasta cierto punto, una perspectiva y un rango en la vida incompatibles con la imaginación y la belleza, las cuales eran centrales para el concepto del artista, el poeta o incluso el novelista. Se equiparaba al comerciante en la Inglaterra victoriana con el señor Pumblechook en Grandes esperanzas (Great Expectations) y con el señor Polly en La historia del señor Polly de H.G. Wells, o en una escala económica superior, aunque no sensible, con el señor Freeman de La mujer del teniente francés de John Fowles, cuyas sensibilidades industriales y comerciales son indiferentes ante el arte. Pero Thackeray no era un hombre práctico que había aprendido, a partir de más de una crisis sin peniques, la realidad de escribir por dinero. Tal realidad era un hecho que debía reconocerse honestamente. Si la autoría tenía ciertos ideales elevados, incluía por otra parte, los detalles prácticos mundanos del negocio de la escritura. Al usar la cargada palabra “comercio” para el artista, Thackeray menoscabó tanto el esnobismo social como las trampas místicas del artista, que algunos escritores cultivaron.

El esnobismo social fue probablemente una consecuencia natural inconsciente, más que un propósito deseado, de aquéllos que propusieron tempranamente la visión mística. La versión victoriana de tal concepción derivó por lo menos en parte de las nociones del poeta o del arte promulgadas por Wordsworth en el prefacio a Baladas líricas, donde se alegan las sensibilidades del poeta por encima de la trayectoria común de los hombres, y de “La defensa de la poesía” de ***Shelley, “donde se proclama la posición del poeta como un legislador no reconocido del mundo. Pero quizá el ímpetu más vigoroso para ver la vocación del escritor bajo una luz singular con habilidades y privilegios especiales fue el retrato de Thomas Carlyle del “Hombre de letras” en Sobre héroes, el culto a los héroes y lo heroico en la historia. Las primeras sátiras de Thackeray del doctor Lardner y de Sir Edward Bulwer Lytton como pomposos esnobs [26/27] desempeñando sus papeles como artistas en entornos sociales es un indicativo de su sospecha sobre tal función. Como escritor práctico, regresó al negocio más que a la vocación para desinflar esta visión agigantada.

Thackeray se convirtió, de hecho, en un hombre de negocios capaz y digno de confianza que esperaba que los editores e ilustradores cumplieran con sus compromisos con igual prontitud. Escribió a sus editores, Bradbury y Evans, en mayo de 1854 para quejarse de ***Richard Doyle, el ilustrador que el mismo Thackeray había escogido para Los recién llegados: “Por mucho que considere a Doyle como a un amigo está claro que no podemos permitir que nuestras propiedades sufran debido a su continua procrastinación como hombre de negocios. El acuerdo original hecho entre el mismo Bradbury y él fue que los bloques y las láminas del mes siguiente siempre las proporcionaría Doyle el día 15 del mes actual. Ahora le he escrito para decirle que haré que se ciña a su acuerdo y que si para el 15 de junio las láminas y los bloques del número 10 de Los recién llegados no están en tus manos, recurriré a otro diseñador” (NLS). Habría sido el súmmum de la arrogancia y de la insensibilidad para el Thackeray de Trollope el que requiriera prontitud y compromiso a otro hombre, sujetando a Doyle a patrones demasiado rígidos para él mismo. Pero el Thackeray de Trollope era una ficción. El verdadero Thackeray era un profesional cumplidor enmascarado por la imagen pública. El concepto popular de un apresurado Thackeray enviando con premura las últimas líneas del número mensual para el impresor justo en el momento crítico es una tergiversación romántica de la publicación serial.

En sus treinta años de escritura profesional, Thackeray únicamente incumplió con tres fechas de entrega, afectando seriamente al editor. Únicamente uno de estos compromisos dependía de su poder para satisfacerlo. La entrega de octubre de 1844 de Barry Lyndon se retrasó un mes por falta de copias, e incluso entonces, hubo circunstancias mitigantes. Envió la entrega de octubre el 23 de septiembre desde Esmirna mientras estaba en su viaje por Oriente (relatado en Desde Cornhill hasta el Gran Cairo) y llegó demasiado lejos a Londres para el número de octubre de la revista. Finalizó el libro el 3 de noviembre [Ray, Adversidad, p. 343; Cartas 2: 154-54, 156]. En septiembre de 1848, se puso tan enfermo que tuvo que suspender la composición y publicación de los números mensuales de Pedennis durante tres meses, y en agosto de 1859, estaba demasiado enfermo como para escribir un número final doble y completo para Los Virginianos, entregando en vez de ello una parte del número 23 y otra parte del número final en septiembre.

A Thackeray le costó muchísimo adaptarse a las exigencias que el negocio de la escritura llegó a imponerle. Aunque se ganó la vida mediante el periodismo durante diez años [27/28] cuando comenzó La feria de las vanidades en 1846, aún era un gran peticionario apelando a la largueza de los propietarios de la revista Punch y de otros editores que dependía de las valoraciones de los bienes que él aportaba para vender. Pero para 1854, el autor de Los recién llegados se vio a sí mismo como copropietario con el editor. El cambio fue dramático y la composición, producción y éxito financiero de La feria de las vanidades marcó un hito en la carrera de Thackeray como hombre de negocios, transformándolo desde el inversor/jugador, el escritor que con sus productos esperaba a los editores, hasta el comerciante adinerado que se construyó para sí mismo una mansión libre de deudas en 2 Palace Green, Kensington.

Cinco capítulos de La feria de las vanidades fueron escritos a comienzos de la primavera de 1846. Thackeray anunció a su madre que la publicación serial comenzaría el 1 de mayo, y en marzo o en abril los primeros cinco capítulos se mecanografiaron.18 Los problemas de producción se hicieron inmediatamente aparentes: cuando se paginaron las galeradas una vez corregidas, se descubrió que el cuarto capítulo llegaba hasta la página 28 y que el quinto se extendía hasta la mitad de la página 35. La publicación serial requería sin embargo treinta y dos páginas exactamente, ni más ni menos. El primero de mayo transcurrió sin publicación. Los caracteres impresos para los capítulos 1 al 5 se trastocaron y fueron redistribuidos a las cajas de tipos, mientras Thackeray se ganaba la vida a duras penas con “Los esnobs de Inglaterra” y con “Novelas de manos eminentes”, contribuciones a la revista Punch que duraron más allá de la publicación del número inicial revisado de La feria de las vanidades en enero de 1847.

Lo que Thackeray aprendió durante el retraso de ocho meses en la publicación de La feria de las vanidades sólo puede leerse entre líneas a partir de la regularidad de sus números seriales desde el 1 de enero de 1847 hasta el final de su vida (a excepción del otoño de 1848 y de agosto de 1859, cuando la enfermedad y no la lasitud, evitó el cumplimiento profesional de sus compromisos con el público). El procedimiento al que recurrió para solventar esta situación fue bastante simple, pero es sólo recientemente cuando los especialistas lo han comprendido. Excepto cuando escribió Los recién llegados, unos cuantos números de Philip y Denis Duval, Thackeray nunca completó una entrega mensual antes de que el mes venciera en la imprenta. Su contrato para La feria de las vanidades —escrito y firmado, curiosamente, el 25 de enero de 1847 mientras la segunda entrega se estaba imprimiendo— especifica que debía entregar la copia el quince de cada mes. Sin embargo, de acuerdo con sus cartas, a menudo sobre el veinticinco del mes solía escribir que “justamente había concluido su número”. Tales afirmaciones, junto con sus autoacusaciones frecuentes de procrastinación [28/29] y el dibujo del diablo del impresor dormido esperando en la puerta, se combinan para dar la impresión superficial y falsa de un escritor que no podía hacer frente a sus fechas topes de entrega, según contrato. De hecho, el proceso consistía en una fácil coordinación, aunque frenética, de escribir, mecanografiar, leer y corregir el texto y de responsabilidades relacionadas con la impresión.

La razón por la cual Thackeray “finalizaba” sus números sobre el día veinticinco más o menos es que la publicación serial no se presta a la entrega de un manuscrito finalizado el día quince. La primera vez que Thackeray lo intentó, vio que su número habría ocupado veintiocho o treinta y cinco páginas de haber sido publicado. En su lugar, solía entregar sobre tres cuartas partes del número al editor—probablemente hacia el veinte o antes—para que las fijara en los tipos. Con la elevada cantidad de cinco compositores trabajando en un único número (sus nombres aparecen en los manuscritos), y mecanografiando entre veinte y treinta páginas, el trabajo podía ultimarse en un día o menos. El aprendiz llevaba entonces las pruebas a Thackeray, quien las corregía y las medía con un cordel para ver si se correspondían en longitud con una página del libro impreso19. Cuando estimaba más o menos exactamente la cantidad de texto que aún se requería para llenar el número, lo revisaba y lo aumentaba o reducía de acuerdo con las necesidades. Un mozo del editor o los correos postales devolvían después las pruebas corregidas y aumentadas a la imprenta. Las segundas pruebas con los encabezamientos y los números de página insertos solían estar listos en el plazo de otro día aproximadamente, posibilitando a Thackeray que leyera las pruebas y que realizara los ajustes finales en cuanto a la longitud hacia el veinticinco o veintiséis del mes. Los editores y encuadernadores disponían normalmente de alrededor de cinco días para tener preparada una entrega para su distribución hacia el último día del mes.

Esta coordinación del esfuerzo en la producción se pliega ante el concepto de la escritura como un negocio. La fantasía del artista no es libre; el horario pulverizador de la producción cercenaba el tiempo del artesano, forzando sus energías de modos que Thackeray, según constata, no sólo apreciaba sino que también lamentaba. Las condiciones de la escritura de la novela serializada no eran muy diferentes del periodismo de los periódicos o de las unidades programadas de medida para los espacios publicitarios de las impresiones tipográficas de las cuales Thackeray era responsable en la revista ***Punch. Los escritores noveles de la altura de Thackeray de hoy en día pueden obtener una beca o un adelanto del editor, así como un año entero o dieciocho meses para escribir la novela. No fue así con Thackeray. Al contrario, la presión [29/30] se hacía más fuerte. Vivía, hablaba, comía, dormía con su ficción hasta la fecha de entrega. El entusiasmo de Thackeray por el aspecto vigorizador de los motores del periodismo se muestra en las alabanzas que George Warrington hizo de ello en Pendennis:

Ahí está —la gran máquina— que nunca duerme. Tiene embajadores en cada rincón del mundo —sus mensajeros en cada carretera. Sus oficiales marchan junto con los ejércitos y sus cónsules entran en los gabinetes de los hombres de Estado. Son ubicuos. Un periódico de allá tiene un agente, en este mismo momento, sobornando en Madrid, y otro inspeccionando las patatas en Covent Garden. ¡Mira! Aquí llega el Foreign Express galopando sobre la ira. Podrán informar a Downing Street mañana: los fondos subirán o caerán, fortunas se harán o se perderán. Lord B. se levantará y sosteniendo el periódico entre sus manos, viendo que el noble marqués está en su puesto, hará un gran discurso y se mandará llamar al señor Doolan mientras está cenando en la recocina, puesto que él es el subeditor de la sección extranjera y ve el correo de la hoja del periódico antes de ponerse con lo suyo. [1: 308.

El tono burlesco-heroico del adjetivo “ubicuo” de la exclamación “¡Mira!” y de la yuxtaposición de los sobornos en Madrid con el precio de las patatas en Covent Garden introduce una débil desconfianza en el entusiasmo, pero no contradice la excitación que Warrington siente por la prensa. La parte positiva del pasaje se hace eco del espíritu de la significación histórica que impulsó los desfiles de los impresores en 1832 en Londres, completada con una imprenta que trabajaba en el interior de una carreta que producía para la multitud panfletos sobre la libertad de prensa con tinta húmeda. Pero el desapego de Warrington, imitando el propio de Thackeray, equilibra el sentimiento con el salto y el juego de palabras de la oscilación diurna y mundana del señor Doolan entre las hojas impresas y las sábanas de su cama (N. del T.: en el original, el término “hoja” y “sábana” es el mismo: “sheets”, siendo esta ambigüedad con la que el autor juega). La doble visión sugiere que la situación es demasiado compleja para que un sentimiento o una actitud puedan captarla. La misma máquina insomne es también la máquina inexorable e insaciable que alimenta al escritor y que causa la rapidez y el agotamiento de energía que desvitaliza no sólo la salud de Thackeray, sino la de más hombres.

Thackeray adquirió agudamente el sentido de las realidades económicas del mundo editorial al precio del fracaso de dos revistas literarias y de años de trabajo periodístico de ingresos mínimos. Su imagen de Pegaso tirando de un vagón y su ecuación no aristocrática de la profesión literaria con los negocios conforman una sola pieza con su burla de la inflada autoimportancia en cualquier vocación de la vida. No se puede considerar que estos comentarios autodespreciativos signifiquen más de lo que lo hacen —que los literatos deben trabajar duro, deben cumplir con sus fechas tope, deben aceptar las consecuencias de las respuestas de los editores como comerciantes y lectores del mercado del arte: deben escribir lo que se publicará y comprará. Las observaciones de Thackeray sobre su profesión no quieren decir que [30/31] la tuviera en baja estima o que careciera del sentido de la dignidad de la literatura. Para Thackeray, la dignidad de la profesión residía en la integridad de presentar el mundo que conocía tal y como lo veía —incluido el negocio de la autoría. En una carta a John Forster, indicó el engaño que, según él, se encontraba en la raíz de los intentos por afirmar la dignidad de la literatura mediante otros medios: “No creo en el gremio de la literatura, no creo en el artilugio teatral. Pienso que va en contra de la dignidad de nuestra profesión, —pero vosotros sois hombres honestos e inteligentes y libres para opinar (gracias por no decir nada), bien, creedme que la mía también la mantengo con lealtad”. Thackeray quería decir que el artista no puede utilizar la honestidad o la verdadera dignidad para ocultar la hipocresía sobre una vocación elevada.

La postura de Thackeray no es ni idealista ni absurda. Conocía la difícil situación de muchos literatos de quienes puede decirse que buscaban la dignidad de una vida que cubriera sus necesidades básicas y para quienes el monedero de Thackeray estaba siempre disponible21. Con una honestidad similar, reconoció la ambigüedad del bien y del mal, actitud que reveló para ciertos hombres más positivos su debilidad. Tampoco la apertura de su postura se ve libre de complicaciones ni carece de sutilezas particulares. Queda que alguien capaz de ver más allá o por debajo de la superficie escriba un capítulo sobre la vida de Thackeray para que desembrolle el comentario del diario de John Chapman del día 14 de junio de 1851: “Encuentro que su visión religiosa es perfectamente libre, pero que no pretende aminorar su popularidad al reconocerla plenamente. Dijo que había debatido consigo mismo la cuestión de si había sido llamado para martirizarse por el bien de sus opiniones, llegando a una conclusión negativa. Su objetivo principal parece ser el hacerse con dinero. Iría a América con tal propósito. Mi impresión es que es un individuo mucho más capaz de lo que me dio a entender cuando escuché su conferencia, pero me temo que su éxito le está echando a perder” 22

El valor neto de Thackeray cuando falleció inesperadamente el 23 de diciembre [31/32] de 1863, a la edad de 53 años, da fe para nuestra época materialista de su éxito en el negocio. Su casa se vendió por diez mil libras. Sus muebles y sus efectos personales por dos mil; su vino por cuatrocientas libras. Sus derechos como autor aportaron a sus hijas cinco mil. Un total de cerca de dieciocho mil libras –mil más de las que su padre le había dejado a él.

Es difícil comprender en términos modernos el significado de las dieciocho mil libras o de unos ingresos anuales de entre dos mil y cuatro mil libras que Thackeray estuvo reuniendo durante los últimos seis o siete años de su vida. Una estimación al cambio monetario no ayuda demasiado porque el poder adquisitivo cambia a medida que los bienes y los servicios suben o bajan. Según un artículo del Fondo literario real perteneciente a la Revista Smithsonian de mayo de 1985, los empleados de correos londinenses cobraban 50 libras al año en 1839 [Strebigh, p. 126]. De Anthony Trollope, John Sutherland dijo: “Economizando bastante, 250 libras era un salario anual tolerable” [Sutherland, p. 16]23. Otra fuente afirma que 250 libras era el mínimo requerido para ser un caballero. De acuerdo con tales patrones sin sentido, el hombre que escribió un capítulo de La feria de las vanidades titulado “Cómo vivir sin nada durante un año” fue doce veces un caballero.


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Modificado por última vez 2000; traducido el 22 de noviembre de 2012